La relación entre psicoanálisis y literatura es
por supuesto conflictiva y tensa. Por de pronto, los escritores han sentido
siempre que el psicoanálisis hablaba de algo que ellos ya conocían y sobre
lo cual era mejor mantenerse callado. Faulkner y Nabokov, por ejemplo, han
observado que el psicoanalista quiere oír la voz secreta que los
escritores, desde Homero, han convocado, con la rutina solitaria con la que
se convoca a las musas; una música frágil y lejana que se entrevera en el
lenguaje y que siempre parece tocada por la gracia. Al revés de Ulises,
pero cerca de Kafka, los escritores intentan (muchas veces sin éxito) oír
el canto sereno y seductor de las sirenas y poder después decir lo que han
oído. En esa escucha incierta, imposible de provocar deliberadamente, en
esa situación de espera tan sutil, los escritores han sentido que el
psicoanálisis avanzaba como un loco furioso.
Hay otro aspecto sobre el cual los escritores
han dicho algo que, me parece, puede ser útil para los psicoanalistas.
Nabokov y también Manuel Puig, nuestro gran novelista argentino,
insistieron en algo que a menudo los psicoanalistas no perciben o no
explicitan: el psicoanálisis genera mucha resistencia pero también mucha
atracción; el psicoanálisis es una de las formas más atractivas de la
cultura contemporánea. En medio de la crisis generalizada de la
experiencia, el psicoanálisis trae una épica de la subjetividad, una
versión violenta y oscura del pasado personal. Es atractivo entonces el
psicoanálisis porque todos aspiramos a una vida intensa; en medio de
nuestras vidas secularizadas y triviales, nos seduce admitir que en un
lugar secreto experimentamos o hemos experimentado grandes dramas, que
hemos querido sacrificar a nuestros padres en el altar del deseo y que
hemos seducido a nuestros hermanos y luchado con ellos a muerte en una
guerra íntima y que envidiamos la juventud y la belleza de nuestros hijos y
que también nosotros (aunque nadie lo sepa) somos hijos de reyes
abandonados al borde del camino de la vida. Somos lo que somos, pero
también somos otros, más crueles y más atentos a los signos del destino. El
psicoanálisis nos convoca a todos como sujetos trágicos; nos dice que hay
un lugar en el que somos sujetos extraordinarios, tenemos deseos
extraordinarios, luchamos contra tensiones y dramas profundísimos, y esto
es muy atractivo. De modo que el psicoanálisis, como bien dice Freud,
genera resistencia y es un arte de la resistencia y de la negociación, pero
también es un arte de la guerra y de la representación teatral, intensa y
única.
Por eso Nabokov veía el psicoanálisis como un
fenómeno de la cultura de masas; consideraba clave ese elemento de
atracción, esa promesa que nos vincula con las grandes tragedias y las
grandes traiciones, y veía ahí un procedimiento clásico del melodrama y de
la cultura popular: el sujeto es convocado a un lugar extraordinario que lo
saca de su experiencia cotidiana.
Y Manuel Puig decía algo que siempre me pareció
muy productivo, y que sin duda fue decisivo en la construcción de su propia
obra. Decía Puig que el inconsciente tiene la estructura de un folletín.
Él, que escribía sus ficciones muy interesado por la estructura de las
telenovelas y los grandes folletines de la cultura de masas, había podido
captar esta dramaticidad implícita en la vida de cada uno, que el
psicoanálisis pone como centro en la construcción de la subjetividad.
En todo esto hay entonces una suerte de
relación ambigua: por un lado el psicoanálisis avanza sobre una zona
oscura, que el artista preserva y prefiere olvidar; pero, por otro lado, el
psicoanálisis se presenta como una especie de alternativa: hace lo mismo
que el arte, genera una suerte de bovarismo, en el sentido de la
experiencia de Madame Bovary, que leía aquellas novelitas rosas como si
fueran el oráculo de su propia vida y el modelo de sus sentimientos. El
psicoanálisis construye un relato secreto, una trama invisible y hermética,
hecha de pasiones y creencias, que modela la experiencia.
Voy a agregar dos anotaciones más: una, sobre
cómo la literatura ha usado el psicoanálisis, y otra sobre el modo en que
el psicoanálisis ha usado a la literatura. Para la primera cuestión,
podemos desde luego olvidar experiencias un poco superficiales como la del
surrealismo o la de la beat generation, que confundían escribir sin pensar
con oír la voz secreta de la sirena de Kafka (que es muda); confundían , o
intentaban confundir, la espera de la gracia y la paciencia del poeta, con
un procedimiento mecánico de escritura automática: la musa es una dama
suficientemente frágil como para esperar un tratamiento más delicado que
ese escribir, dejándose llevar por una suerte de vitalismo atropellado; es
un poco ingenuo por supuesto suponer que esa es la manera de conectarse con
el inconsciente en el trabajo.
Quien sí constituyó la relación con el
psicoanálisis como clave de su obra es quizás el mayor escritor del siglo
XX: James Joyce. Él fue quien mejor utilizó el psicoanálisis, porque vio en
el psicoanálisis un modo de narrar; supo percibir en el psicoanálisis la
posibilidad de una construcción formal, leyó en Freud una técnica narrativa
y un uso del lenguaje. Es seguro que Joyce conocía Psicopatología de la
vida cotidiana y La interpretación de los sueños: su presencia es muy
visible en la escritura del Ulises y del Finnegans Wake. No en los temas:
no se trataba para Joyce de refinar la caracterización psicológica de los
personajes, como se suele creer, trivialmente, que sería el modo en que el
psicoanálisis ayudaría a los novelistas, ofreciéndoles mejores instrumentos
para la caracterización psicológica. No: Joyce percibió que había ahí modos
de narrar y que, en la construcción de una narración, el sistema de
relaciones que definen la trama no debe obedecer a una lógica lineal y que
datos y escenas lejanas resuenan en la superficie del relato y se enlazan
secretamente. El llamado monólogo interior es la voz más visible de un modo
de narrar que recorre todo el libro: asociaciones inesperadas, juegos de
palabras, condensaciones incomprensibles, evocaciones oníricas. Así Joyce
utilizó el psicoanálisis como nadie y produjo en la literatura, en el modo
de construir una historia, una revolución de la que es imposible volver.
Y me parece que el Finnegans Wake, que por
supuesto es una de las experiencias literarias límites de este siglo, se
construye en gran medida sobre la estructuración formal que se puede
inferir de una lectura creativa de la obra de Freud: una lectura que no se
preocupa por la temática sino por el modo en que se desarrollan ciertas
formas, ciertas construcciones.
Cuando le preguntaban por su relación con
Freud, Joyce contestaba así: “Joyce en alemán, es Freud”. Joyce y Freud
quieren decir “alegría”; en este sentido los dos quieren decir lo mismo, y
la respuesta de Joyce era, me parece, una prueba de la conciencia que él
tenía de su relación ambivalente pero de respeto e interés respecto de
Freud. Me parece que lo que Joyce decía era: yo estoy haciendo lo mismo que
Freud. En el sentido más libre, más autónomo, más productivo.
Joyce mantuvo otra relación con el
psicoanálisis, o mejor dicho con un psicoanalista, y en esa relación
personal, en una anécdota, se sintetiza un elemento clave de esta tensión
entre psicoanálisis y literatura. Joyce estaba muy atento a la voz de las
mujeres. El escuchaba a las mujeres que tenía cerca: escuchaba a Nora, que
era su mujer, una mujer extraordinaria; escuchándola, escribió muchas de
las mejores páginas del Ulises, y los monólogos de Molly Bloom tienen mucho
que ver con las cartas que le había escrito Nora en distintos momentos de
su vida. Digamos que Joyce estaba muy atento a la voz femenina, a la voz
secreta de las mujeres a las que amaba. Sabía oír. Él, que escribió Ulises,
no temía oír ahí, junto a él, el canto siniestro y seductor de las sirenas.
Mientras estaba escribiendo el Finnegans Wake
era su hija, Lucía Joyce, a quien él escuchaba con mucho interés. Lucía
terminó psicótica, murió internada en una clínica suiza en 1962. Joyce
nunca quiso admitir que su hija estaba enferma y trataba de impulsarla a
salir, a buscar en el arte un punto de fuga. Una de las cosas que hacía
Lucía era escribir. Joyce la impulsaba a escribir, leía sus textos, y Lucía
escribía, pero a la vez se colocaba cada vez en situaciones difíciles,
hasta que por fin le recomendaron a Joyce que fuera a consultar a Jung.
Estaban viviendo en Suiza y Jung, que había
escrito un texto sobre el Ulises y que por lo tanto sabía muy bien quién
era Joyce, tenía ahí su clínica. Joyce fue entonces a verlo para plantearle
el dilema de su hija, y le dijo a Jung: “Acá le traigo los textos que ella
escribe, y lo que ella escribe es lo mismo que escribo yo”, porque él
estaba escribiendo el Finnegans Wake, que es un texto totalmente psicótico,
si uno lo mira desde esa perspectiva: es totalmente fragmentado, onírico,
cruzado por la imposibilidad de construir con el lenguaje otra cosa que no
sea la dispersión. Entonces Joyce le dijo a Jung que su hija escribía lo
mismo que él, y Jung le contestó: “Pero allí donde usted nada, ella se
ahoga”. Es la mejor definición que conozco de la distinción entre un
artista y... otra cosa, que no voy a llamar de otro modo que así.
El arte de la natación
En efecto, el psicoanálisis y la literatura
tienen mucho que ver con la natación. El psicoanálisis es en cierto sentido
un arte de la natación, un arte de mantener a flote en el mar del lenguaje
a gente que está siempre tratando de hundirse. Y un artista es aquel que
nunca sabe si va a poder nadar: ha podido nadar antes, pero no sabe si va a
poder nadar la próxima vez que entre en el lenguaje.
En todo caso, la literatura le debe al
psicoanálisis la obra de Joyce. Él fue capaz de leer el psicoanálisis, como
fue capaz de leer otras cosas. Joyce fue un gran escritor porque supo
entender que había maneras de hacer literatura fuera de la tradición
literaria; que era posible encontrar maneras de narrar en los catecismos,
por ejemplo; que la narración, las técnicas narrativas no están atadas sólo
a las grandes tradiciones narrativas sino que se pueden encontrar modos de
narrar en otras experiencias contemporáneas; el psicoanálisis fue una de
ellas.
La otra cuestión es qué le debe el
psicoanálisis a la literatura: le debe mucho. Podemos hablar de la relación
que Freud estableció con la tragedia, pero no me refiero a los contenidos
de ciertas tragedias de Sófocles, de Shakespeare, de las cuales surgieron
metáforas temáticas sobre las que Freud construyó un universo de análisis.
Me refiero a la tragedia como forma que establece una tensión entre el
héroe y la palabra de los muertos.
En literatura, se tiende a ver la tragedia como
un género que estableció una tensión entre el héroe y la palabra de los
dioses, del oráculo, de los muertos, una palabra que venía de otro lado,
que le estaba dirigida y que el sujeto no entendía. El héroe escucha un
discurso personalizado pero enigmático, es claro para los demás, pero él no
lo comprende, si bien en su vida obedece a ese discurso que no comprende.
Esto es Edipo, Hamlet, Macbeth, éste es el punto sobre el que gira la
tragedia en la discusión literaria como género que empieza con Nietzsche y
llega hasta Brecht. La tragedia, como forma, es esa tensión entre una
palabra superior y un héroe que tiene con esa palabra una relación
personal.
Esa estructuración tiene mucho que ver con el
psicoanálisis, y no he visto que ello haya sido marcado más allá de la
insistencia sobre lo temático: por supuesto, en Edipo hay un problema con
unos padres y unas madres, en Hamlet hay un problema con una madre, en fin.
Pero en Hamlet también hay un padre que habla después de muerto.
Otra forma sobre la cual pensar la relación
entre el psicoanálisis y la literatura es el género policial. Es el gran
género moderno; inventado por Poe en 1843, inundó el mundo contemporáneo.
Hoy miramos el mundo sobre la base de ese género, hoy vemos la realidad
bajo la forma del crimen; como decía Bertolt Brecht. La relación entre la
ley y la verdad es constitutiva del género, que es un género muy popular,
como lo era la tragedia. Como los grandes géneros literarios, el policial
ha sido capaz de discutir lo mismo que discute la sociedad pero en otro
registro. Eso es lo que hace la literatura: discute lo mismo de otra
manera. ¿Qué es un delito, qué es un criminal, qué es la ley? Discute lo
mismo que discute la sociedad pero de otra manera. Si uno no entiende que
discute de otra manera, le pide a la literatura que haga cosas que mejor
las haría el periodismo. La literatura discute los mismos problemas que
discute la sociedad, pero de otra manera, y esa otra manera es la clave de
todo. Una de estas maneras es el género policial, que viene discutiendo las
relaciones entre ley y verdad, la no coincidencia entre la verdad y la ley,
el enigma como centro secreto de la sociedad, como un aleph ciego.
Poe inventa un sujeto extraordinario, el
detective, destinado a establecer la relación entre la ley y la verdad. El
detective está ahí para interpretar algo que ha sucedido, de lo que han
quedado ciertos signos, y puede realizar esa función porque está afuera de
cualquier institución. El detective no pertenece al mundo del delito ni al
mundo de la ley; no es un policía pero tampoco es un criminal (aunque tiene
sus rasgos). Dupin, Sherlock Holmes, Marlowe, el detective privado está ahí
para hacer ver que la ley en su lugar institucional, la policía, funciona
mal. Y a la vez el detective es el último intelectual, hace ver que la
verdad ya no está en manos de los sujetos puros del pensar (como el
filósofo clásico o el científico) sino que debe ser construida en situación
de peligro, y pasa a encarnar esa función. Va a decir la verdad, va a
descubrir la verdad que es visible pero que nadie ha visto, y la va a
denunciar.
Se plantea aquí una paradoja que el género (y
Poe antes que nadie) resuelve de un modo ejemplar: cómo hablar de una
sociedad que a su vez nos determina, desde qué lugar externo juzgarla si
nosotros también estamos dentro de ella. El género policial da una respuesta
que es extrema: el detective, aunque forme parte del universo que analiza,
puede interpretarlo porque no tiene relación con ninguna institución..., ni
siquiera con el matrimonio. Es célibe, es marginal, está aislado. El
detective no puede incluirse en ninguna institución social, ni siquiera en
la más microscópica, en la célula básica de la familia, porque ahí donde
quede incluido no podrá decir lo que tiene que decir, no podrá ver, no
tendrá la distancia suficiente para percibir las tensiones sociales. Hay un
elemento extraño a toda institución en el sistema de interpretación que
encarna el detective: está afuera y muchos de sus rasgos marcan esa
distancia (la vida nocturna y un poco perversa de Dupin, la cocaína de
Sherlock Holmes, el alcohol y la soledad de Marlowe), sus manías son formas
de subrayar la diferencia.
En la tragedia un sujeto recibe un mensaje que
le está dirigido, lo interpreta mal, y la tragedia es el recorrido de esa
interpretación. En el policial, el que interpreta ha podido desligarse y
habla de una historia que no es la de él, se ocupa de un crimen y de una
verdad de la que está aparte pero en la que está extrañamente implicado. Me
parece que el psicoanálisis tiene algún parentesco con esto.
*Conferencia dictada en Buenos Aires con el auspicio de la
Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA), el 7 de Julio de 1997.
Posteriormente, este texto apareció en su libro Formas Breves (Ed. Temas).
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