DÓNDE ESTÁ LA GRAN FILOSOFÍA
JAVIER GOMÁ LANZÓN
14 MAR 2013 EL PAÍS
La filosofía ha
desertado de su misión de proponer un relato totalizador a la sociedad. La Universidad se ha quedado sin iniciativa. La orfandad teórica ha
permutado en la historia o la crítica a la modernidad.
Este artículo no es un artículo sino un telegrama que mando
a los lectores. No caeré en la tentación de agotar el limitado espacio
disponible con nombres de filósofos y títulos de libros. Citaré sólo unos pocos
para ilustrar la tesis principal. Y no mencionaré a los españoles porque a
todos me los encuentro en el ascensor. Y no porque hubiera decir de ellos cosas
poco amables. Todo lo contrario: es una desconcertante paradoja que la ausencia
de gran filosofía coincida en el tiempo con la generación de profesores de
filosofía más competente, culta y cosmopolita que ha existido nunca, al menos
en España, y yo ante ellos, de los que tanto he aprendido, me descubro con
admiración. En todo caso temería encontrarme en el ascensor sólo a los no citados.
La misión de la filosofía desde sus orígenes ha sido
proponer un ideal. La gran filosofía es ciencia del ideal: ideal de
conocimiento exacto de la realidad, de sociedad justa, de belleza, de
individuo.
En lo que se refiere ahora sólo al ideal humano (paideia),
un repaso histórico urgente empezaría por Platón, que encontró en su maestro,
Sócrates, la personificación de la virtud; Aristóteles introduce el hombre
prudente; Epicuro, el sabio feliz; Agustín, el santo cristiano; Kant, el hombre
autónomo; Nietzsche, el superhombre; Heidegger, el Dasein originario
o propio… Un ideal muestra una perfección que, por la propia excelencia de un
deber-ser hecho en él evidente, ilumina la experiencia individual, señala una
dirección y moviliza fuerzas latentes. Los filósofos citados, y otros que
podrían traerse, son pensadores del ideal y justamente eso hace grande su
pensamiento y la lectura de sus textos perdurablemente fecunda. Esta
observación enlaza con el segundo de los aspectos de la gran filosofía que deseo
destacar.
La filosofía se asemeja a la ciencia en que, como ésta, su
instrumento de trabajo son los conceptos. Pero los conceptos de las ciencias
empíricas son verificados en los laboratorios o los experimentos. En cambio,
nadie ha verificado nunca las proposiciones filosóficas de Platón. Si volvemos
a Platón una y otra vez no se debe a que la verdad de su filosofía haya sido
validada empíricamente sino a que su lectura sigue siendo de algún modo
significativa. En esto la filosofía se hermana con la literatura, no con la
ciencia: dado que la prueba explícita le está negada, el filósofo produce
textos que han de convencer, de persuadir, de seducir, y en este punto en nada
esencial se diferencia del literato que usa con habilidad los recursos
retóricos para mover al lector y captar su asentimiento. De ahí que, en la
abrumadora mayoría de los casos, la gran filosofía, pensadora del ideal en
cuanto al contenido, suele ir aparejada a un gran estilo en cuanto a la forma.
El filósofo es sobre todo, como el novelista, el creador de un lenguaje y el
administrador de unas cuantas metáforas eficaces con las que manufactura un
relato veraz —aunque inverificable— para el lector.
El filósofo produce textos que han
de persuadir, de seducir, y en este punto, no se diferencia en nada del
literato
Esta función retórica de la filosofía es algo que, por
desgracia, ha ido echando al olvido la filosofía contemporánea acaso por el
vano achaque de querer parecerse a la ciencia. Los dos últimos libros de
filosofía realmente influyentes, Teoría de la justicia de Rawls
(1971) y Teoría de la acción comunicativa de Habermas (1981),
son ambos piezas literariamente muy negligentes, áridas, técnicas, secas y
demasiado prolijas, que reclaman un lector especializado y muy paciente
dispuesto a acompañar al autor en todos los tediosos meandros intermedios que
preceden a las conclusiones, ciertamente susceptibles de ser presentadas con
mayor claridad, brevedad y atractivo. Lejos quedan los tiempos en que los
filósofos —Russell, Sartre— merecían el premio Nobel de Literatura.
Un genuino ideal aspira a ser una oferta de sentido
unitaria, intemporal, universal y normativa. Ha de componer una síntesis feliz
a partir de muchos elementos heterogéneos y aun contrapuestos. Además, debería
estar dotado de intemporalidad y universalidad porque, aunque nacido en un
contexto histórico concreto, siempre pretende tener validez para todos los
casos y todos los momentos, por mucho que inevitablemente de
facto quede relativizado por otros posteriores de signo opuesto. Por
último, el ideal no describe la realidad tal como es —ése es el cometido de las
ciencias— sino como debería ser y señala un objetivo moral elevado a los
ciudadanos que reconocen en esa perfección algo de una naturaleza que es ya la
suya pero a la vez más hermosa y más noble, como una versión superior de lo
humano que despierta en quien la contempla un deseo natural de emulación. Que
la realidad ignore la realización efectiva de un ideal en cuestión no desmiente
la excelencia de éste sino sólo su falta de éxito histórico-social por razones
que pueden ser circunstanciales.
La tesis aquí defendida dice que, en los últimos treinta
años, la filosofía contemporánea ha desertado de su misión de proponer un ideal
a la sociedad de su tiempo, el ciudadano de la época democrática de la cultura.
La institución que durante varios siglos había sido la casa de la gran
filosofía, la universidad, se ha quedado sin iniciativa en estos tres últimos
decenios. La esplendorosa universidad alemana, otrora a la vanguardia del
pensamiento europeo y fuente incesante de nuevos sistemas filosóficos, ha dado
muestras preocupantes de pérdida de creatividad. La vitalidad de la filosofía
académica francesa o italiana se ha apagado y ha sido sustituida por ensayos de
entretenimiento, cultivados por esos mismos académicos doblados de divulgadores
o por periodistas y profesionales que escriben sobre temas de actualidad
económica, política, social, moral o sentimental, oportunamente confeccionados
para complacer la curiosidad de un público mayoritario, no versado, en una
alianza consumada hace poco entre el ensayo generalista y la industria
editorial, dispuesta a explotar a escala global la demanda de un mercado de
lectores potencialmente amplio. En esto, como en otras cosas relacionadas con
la mercantilización de la cultura, la industria editorial de Estados Unidos ha
sido pionera y extraordinariamente potente; allí es aún más marcada que en
Europa la separación entre la sociedad y la universidad, la cual, replegada en
su campus, propende al especialismo extremo. Por lo que a la filosofía se
refiere, la academia norteamericana estuvo tradicionalmente dominada por la
escuela del pragmatismo heredero de William James, por el positivismo analítico
después y en el último cuarto de siglo —en un giro que denunció Allan Bloom en
su resonante The Closing of American Mind (1987)— por el
posestructuralismo y los cultural studies, alérgicos de suyo a la gran
teoría humanista, integradora y universal que, entre unos y otros, permanece
hoy sin dueño.
La vitalidad de la filosofía
académica francesa o italiana ha sido sustituida por ensayos de entretenimiento
En ausencia de gran filosofía, lo que con el nombre de
filosofía encontramos en estos últimos treinta años se compone de una variedad
de formas menores que serían estimables y aun encomiables si acompañaran a la
forma mayor pero que, sin el marco comprensivo general que sólo ésta
suministra, acusan la insuficiencia de dicha orfandad teórica.
La primera de estas formas se hallaría representada por la
filosofía que hoy se practica mayoritariamente en la universidad, donde la
filosofía se permuta por historia de la filosofía. Una filosofía indirecta,
mediada por una tradición filosófica reverenciada y al mismo tiempo puesta del
revés. Richard Rorty, Charles Taylor o Hans Blumenberg, tan distintos
entre sí, representan la mejor versión de este modo vicario de filosofar. Es
filosofía, incluso buena filosofía, pero no gran filosofía porque carece de
intención propositiva, abarcadora y normativa, de una imagen del mundo completa
y unitaria. En el ámbito académico se aprecia una resistencia, casi una
negación de legitimidad, a enfrentarse a la objetividad del mundo directa y
autónomamente, como hicieron los clásicos del pensamiento, sino sólo,
precisamente, a través de una reinterpretación de esos mismos clásicos. Pensar
es haber pensado. Todo está ya escrito, nada realmente nuevo cabe decir. No se
trata ya de hablar de la vida, sino sólo de libros que hablaron de la
vida: Marx, Nietzsche, Freud, Walter Benjamin.
Esta aproximación revisionista se torna programa en el
“posestructuralismo”: la deconstrucción de Derrida, las arqueologías de
Foucault, los retornos de Deleuze a Spinoza, Nietzsche o Bergson, o esa
revolución poética que para Kristeva rompe la aparente unidad del pensamiento,
entre otros nombres posibles, abrieron camino para una multitud de posteriores
hermenéuticas del pasado que hoy llenan los anaqueles de las bibliotecas
universitarias —tanto como escasean en las bibliotecas de las casas particulares,
en parte porque parecen escritas en “gíglico”, el lenguaje inventado
por Cortázar para Rayuela— y cuya originalidad reside en la
constante revisión de la tradición filosófica desde el punto de vista de la
lingüística, el psicoanálisis, el lacanismo, el marxismo, la crítica literaria,
el feminismo o el poscolonialismo. Un exponente de este método híbrido, animado
con ingredientes histriónicos que le han granjeado el buscado éxito mediático,
sería la obra de Slavoj Zizek. Sin desdeñar esos mismos ingredientes, pero
con mayor aliento filosófico, cabría emplazar aquí la abundante bibliografía
de Peter Sloterdijk.
La
consciencia nos hace libres, pero ¿y después? Quien hoy hace alarde de su
resignación suele recibir el aplauso general
Cercana a esta forma de filosofía y a veces indistinguible
de ella estaría esa literatura, hoy todo un género, que pronuncia una solemne
sentencia condenatoria contra la modernidad en su conjunto. Como es evidente
que la sociedad democrática, al menos en el último medio siglo, ha
proporcionado dignidad y prosperidad al ciudadano sin parangón con tiempos
anteriores, la actual filosofía hermenéutica heredera de Nietzsche-Heidegger,
por un lado, o aquella de raíz marxista en la estela de Dialéctica de la Ilustración de
Adorno-Horkheimer, Marcuse y la
Escuela de Frankfurt, por otro, creen adivinar unos
fundamentos ideológicos ocultos que estarían alienando taimadamente al
ciudadano sin que éste lo supiera y, contra todas las apariencias,
restituyéndolo a la antigua condición de súbdito. El Holocausto judío es traído
al centro de la meditación filosófica como prueba del fracaso definitivo del
proyecto moderno y hay quien como Giorgio Agamben —en su trilogía Homo
sacer— se atreve incluso a proponer el campo de concentración nazi como paradigma
del espíritu de las democracias contemporáneas. En el delta de esta impugnación
total de la modernidad desembocan por igual, afluentes procedentes de la
derecha y la izquierda, hermeneutas como Gianni Vattimo, fundador del
“pensamiento débil”, y críticos posmarxistas de las ideologías como Antonio
Negri, autor (con M. Hardt) de Imperio (2000). No raramente, la
crítica a la modernidad adopta la modalidad de denuncia de un sistema
capitalista que convertiría al ciudadano en consumidor enajenado, mayormente
por culpa de las multinacionales, cuyas estrategias de dominación
analiza Naomi Klein en No logo (2000). Escritos antisistema
del prestigioso lingüista Noam Chomsky alimentan de contenido
panfletos y libelos producidos por activistas y movimientos antiglobalización,
algunos de gran difusión.
A falta de un marco general, la filosofía echa mano ahora
de esos socorridos “análisis de tendencias culturales” que nos explican no cómo
debemos ser (ideal) sino cómo somos, las más de las veces expresado con un
matiz reprobatorio: somos una sociedad-líquida (Zygmunt Bauman) o una
sociedad-riesgo (Ulrich Beck). Por la misma razón, la filosofía ha
experimentado recientemente un “giro aplicado”, uno de cuyos iniciadores fue el
filósofo animalista Peter Singer. Ese giro supone el esfuerzo por
determinar unas reglas éticas para sectores específicos de la realidad como el
mercado (ética de la empresa), el cuerpo (bioética), el cerebro (neuroética),
los límites de la ciencia y la tecnología, los animales o la naturaleza. En los
últimos años la filosofía práctica ha disfrutado de mucha más atención general
que la hermenéutica heredera de Gadamer y ha suscitado amplios debates entre
los que destaca la contestación al liberalismo por el comunitarismo de las
costumbres (Sandel, MacIntyre) y por el republicanismo de la virtud (Pocock,
Pettit). Uno de los principales continuadores de Habermas ha sido Axel Honneth
y su La lucha por el reconocimiento(1992); también a Rawls le han salido
muchas secuelas, siendo una de las últimas el “enfoque de las capacidades”
desarrollado por la polígrafa Martha Nussbaum, quien asimismo ha contribuido a
los estudios feministas y posfeministas que filósofas como Nancy Fraser, Seyla
Benhabib o Judith Butler han llevado a una segunda madurez.
El vacío dejado por la gran filosofía y por sus propuestas
de sentido para la experiencia individual es llenado ahora por ensayos de corte
existencialista de un estilo muy francés:
Luc Ferry, Lipovetsky,
Finkielkraut, Onfray, Comte-Sponville. En una
línea cercana, pero degradada, reclaman la atención de los lectores usurpando a
veces el nombre de filosofía títulos de sabiduría oriental, libros de autoayuda
que recomiendan positividad para superar las adversidades y recetarios
voluntaristas emanados por las escuelas de negocio.
Los
crímenes contra la humanidad perpetrados por los totalitarismos se han
cometido, a veces, en nombre de una utopía.
La tesis era que en estos últimos treinta años no ha habido
gran filosofía por la deserción de su misión histórica consistente en proponer
un ideal. Varios factores culturales parecen haber conspirado para causar este
resultado deficitario.
Los crímenes contra la humanidad perpetrados por los
totalitarismos se han cometido con harta frecuencia en nombre de una utopía, como
señaló con énfasis Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, lo
cual ha inoculado al hombre actual esa insuperable alergia hacia lo utópico que
destila Günther Anders en La obsolescencia del hombre. Por otro
lado, la condición posmoderna sospecha de los llamados “los grandes relatos” (grands
récits) que se quieren unitarios (Lyotard), siendo el ideal filosófico
indudablemente uno de esos desautorizados grandes relatos, de manera que el
prefijo “pos” que caracteriza el presente (posmoderno, posestructuralista,
poshistórico, posnacional, posindustrial) incluye también una posteridad al
ideal y su resignada renuncia sería el precio exigido por ser libres e
inteligentes. Por último, se insiste en que la complejidad de las democracias
avanzadas de carácter multicultural no se deja compendiar en un solo modelo
humano, a lo que se añade que, por su parte, las ciencias se han especializado
tanto que resulta iluso cualquier intento de síntesis unitaria. Los títulos de
tres celebrados libros de Daniel Bell conformarían otros tantos eslóganes de la
imposibilidad del ideal en el estado actual de la cultura: El fin de las
ideologías, El advenimiento de la sociedad post-industrial y Las
contradicciones culturales del capitalismo.
La consciencia nos hace libres e inteligentes, pero ¿y
después? Quien hoy hace alarde de su resignación suele recibir el aplauso
general. ¡Qué lúcido!, se dice de ese pesimista satisfecho, como si su
fatalismo fuera la última palabra sobre el asunto, merecedor de ese ¡archivado!
con que Mynheer Peperkorn zanja las discusiones en La montaña
mágica de Thomas Mann. Pero el propio Mann en su relato favorito, Tonio
Kröger, alerta sobre los peligros de ese exceso de lucidez que conduce a las
“náuseas del conocimiento”, como las que estragan el gusto de esos espíritus
delicados que saben tanto de ópera que nunca disfrutan de una función, por
buena que sea, porque siempre la encuentran detestable. La hipercrítica es
paralizante si seca las fuentes del entusiasmo y fosiliza aquellas fuerzas
creadoras que nos elevan a lo mejor. Sólo el ideal promueve el progreso moral
colectivo; sin él estamos condenados a conformarnos con el orden establecido.
Preservar en la vida una cierta ingenuidad es lección de sabiduría porque
permite sentir el ideal aun antes de definirlo.
Si, tras este hiato de treinta años, la filosofía quiere
recuperarse como gran filosofía, debe hallar el modo de proponer un ideal
cívico para el hombre democrático… y hacerlo además con buen estilo.