POR GENEY BELTRÁN FÉLIX 21 de
julio 2013 CONFABULARIO
EN VEZ DE PROMOVER la lectura literaria, las
instituciones culturales dedican su presupuesto a promover a los escritores
mediante la organización de premios y festivales. ¿Cuál es la repercusión de
estas políticas en los índices de lectura del país?
Durante el sexenio de Tomás Yarrington como
gobernador de Tamaulipas, la institución local de cultura organizó el festival
Letras en el Golfo. Muchos escritores de México y el extranjero viajaron a
Tampico. Participaron en una lectura de su obra. A cambio de una hora de su
tiempo, cobraron un cheque. Ese derrame de letras no impidió que Tamaulipas
tuviera de los más graves problemas de homicidios, secuestros y tráfico de
personas y narcóticos. Tantos novelistas y poetas no evitaron que Los Zetas
destrozaran los lazos comunitarios. ¿Qué falló?
Como Letras en el Golfo hay más casos. Los años
recientes han visto un desembolso nada magro del erario en festivales, ferias
de libro, premios, homenajes, concursos de becas, a menudo justificados por los
funcionarios como una medicina social contra el crimen, pero la baja en los
delitos no se manifiesta. La conclusión es obvia: si algo puede la promoción
cultural contra la violencia, no se trata del tipo de promoción cultural que se
habitúa en México.
Letras en el Golfo no se tradujo en el mejoramiento
de los acervos bibliotecarios en Tamaulipas con obras de, por lo menos, los
creadores invitados, ni en el aumento de librerías o clubes de libro, porque lo
que se impulsó no fue la lectura como un ejercicio cotidiano de crítica e
imaginación, sino el prestigio de los funcionarios que se fotografiaron al lado
de Vargas Llosa y, claro, la cuenta bancaria de los autores asistentes. Todo
porque los institutos culturales han confundido la promoción de la lectura
literaria con la promoción de los escritores, a través de actividades que no
inciden en el fomento de la lectura ni en la circulación de los libros.
Viendo sólo este segundo aspecto, el panorama para
la comunidad humanística es deprimente: según un estudio de Conaculta (2010),
considerado demasiado optimista por los editores, a nivel nacional tenemos una
librería por cada 69,529 habitantes —Oaxaca, el caso extremo, tiene una por
cada 221,789 personas—; hay además 7,289 bibliotecas públicas y cuatro mil
salas de lectura en un país de dos millones de kilómetros cuadrados y 113
millones de personas. Con una infraestructura tan pobre, ¿de qué lectores
podemos hablar? A lo sumo, el estado, a través de sus entidades de cultura,
trabaja para que cada escritor mexicano tenga tres lectores. Pero no más.
Participaba yo, hace años, en la reunión del
consejo editorial de una revista. Uno de los integrantes, poeta joven él, y
premiado, pidió que hiciéramos una excepción —a la regla de sólo aceptar textos
inéditos— cuando se tratara de poemas. “A los poetas no nos conviene publicar
en revistas: los premios exigen que todos los poemas sean inéditos. Si no,
algún jurado te descalifica si descubre que has publicado ya alguno de los
textos incluidos en el manuscrito”.
Parecerá una nimiedad, pero esa cláusula —tan común
en las convocatorias de certámenes de obra inédita— revela no sólo desconfianza
en la ética de los jurados sino un modo de pensar propio de gente no
familiarizada con el goce literario: estiman que el fin de un autor es ganar
concursos, no ser leído. Si osa entregar adelantadamente un texto a una
revista, las instituciones —cuyo objetivo se cumpliría con dar dinero público
por una obra preparada para tres jurados, en lo que sería una política pública
que involucra sólo a cuatro ciudadanos— pueden descalificarlo. Pero un premio,
como insiste Gabriel Zaid, ha de ser un ejercicio de crítica con el que se
indica: “Este libro tiene una alta calidad; léanlo”. Para saber si los jurados
han sido justos y para que el beneficio se amplíe, los títulos galardonados
deben circular, leerse y discutirse.
Lo que no ocurre. Muchas instituciones castigan los
manuscritos que premian, no publicándolos. Ejemplos abundan: las cuatro últimas
obras ganadoras del Premio de Cuento San Luis Potosí, del INBA (de 2009 a 2012)
no han salido a la luz. Igual sucede con volúmenes de relatos distinguidos en
los últimos años con el Premio Gilberto Owen, de Sinaloa. En otros casos,
aunque el título se edite —como lo hacen la UV, el gobierno de Guanajuato o el
de Chiapas—, buena parte del tiraje permanece en la bodega. Así, la dinámica es
contraproducente: los concursantes envían textos inéditos; estos son leídos por
tres jurados, pero después de eso por nadie o casi nadie. Lo que importaría en
la ecuación es el monto entregado a quien gane: el Premio de Poesía Manuel
Acuña, de Coahuila, dará un millón de pesos a un solo ciudadano, aunque los
demás acaso nunca vean en una librería la obra así aplaudida.
La razón es sencilla: a menos que deleguen la
actividad en un tercero, las entidades públicas no pueden poner en marcha una
distribución eficiente, pues, a diferencia de las empresas editoriales, su
función no es generar ganancias sino gestionar un presupuesto en beneficio de
la sociedad.
No escribiría yo para objetar una cláusula. Tampoco
para pedir se cancelen los certámenes que no han tenido repercusión en las
letras nacionales. Pero sí ha de ser recomendable que, después de los aplausos
y las ceremonias, cada institución desarrolle mecanismos, como las coediciones
con sellos establecidos o la publicación digital, para que la obra, que
supondríamos notable y no un objeto de vergüenza, llegue a librerías y
bibliotecas y alcance la sensibilidad e inteligencia de más personas. Urge
cambiar el énfasis: no que viaje el autor sino que viajen los libros.
De existir un sope (Sindicato de Obreros de la
Palabra Escrita), su primera exigencia al gobierno habría de ser corregir lo
que el mercado, ante los índices de lectura, no hace: poner en funcionamiento
canales de distribución del libro.
No es tan difícil. En lugar de premios: mejores
acervos en las bibliotecas y estímulos —créditos y exenciones como se otorgan a
otras industrias— para la aparición de librerías de barrio y distribuidoras. No
más festivales de letras: sí más clubes de libro, salas de lectura y cursos
introductorios de apreciación literaria. Ningún escritor puede darse por
satisfecho de crear en un país donde únicamente aspira a tres lectores.