CEREMONIA DE ENTREGA
PREMIO CERVANTES 23 de abril de 2014
Majestades,
Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Educación, Cultura y Deporte,
Señor Rector de la
Universidad de Alcalá de Henares, Señor Presidente de la Comunidad de Madrid,
Señor Alcalde de esta ciudad, autoridades estatales, autonómicas, locales y
académicas, amigas, amigos, señores y señoras.
Soy
la cuarta mujer en recibir el Premio Cervantes, creado en 1976. (Los hombres
son treinta y cinco.) María Zambrano fue la primera y los mexicanos la
consideramos nuestra porque debido a la Guerra Civil Española vivió en México y enseñó en
la Universidad
Nicolaíta en Morelia, Michoacán.
Simone
Weil, la filósofa francesa, escribió que echar raíces es quizá la necesidad más
apremiante del alma humana. En María Zambrano, el exilio fue una herida sin
cura, pero ella fue una exiliada de todo menos de su escritura.
La
más joven de todas las poetas de América Latina en la primera mitad del siglo
XX, la cubana Dulce María Loynaz, segunda en recibir el Cervantes, fue amiga de
García Lorca y hospedó en su finca de La Habana a Gabriela Mistral y a Juan Ramón Jiménez.
Años más tarde, cuando le sugirieron que abandonara la Cuba revolucionaria respondió
que cómo iba a marcharse si Cuba era invención de su familia.
A
Ana María Matute, la conocí en El Escorial en 2003. Hermosa y descreída, sentí
afinidad con su obsesión por la infancia y su imaginario riquísimo y feroz.
María,
Dulce María y Ana María, las tres Marías, zarandeadas por sus circunstancias,
no tuvieron santo a quién encomendarse y sin embargo, hoy por hoy, son las
mujeres de Cervantes, al igual que Dulcinea del Toboso, Luscinda, Zoraida y
Constanza. A diferencia de ellas, muchos dioses me han protegido porque en
México hay un dios bajo cada piedra, un dios para la lluvia, otro para la
fertilidad, otro para la muerte. Contamos con un dios para cada cosa y no con
uno solo que de tan ocupado puede equivocarse.
Del
otro lado del océano, en el siglo XVII la monja jerónima Sor Juana Inés de la Cruz supo desde el primer
momento que la única batalla que vale la pena es la del conocimiento. Con mucha
razón José Emilio Pacheco la definió: “Sor Juana/ es la llama trémula/ en la
noche de piedra del virreinato”.
Su
respuesta a Sor Filotea de la
Cruz es una defensa liberadora, el primer alegato de una
intelectual sobre quien se ejerce la censura. En la literatura no existe otra
mujer que al observar el eclipse lunar del 22 de diciembre de 1684 haya
ensayado una explicación del origen del universo. Ella lo hizo en los 975
versos de su poema “Primero sueño”. Dante tuvo la mano de Virgilio para bajar
al infierno, pero nuestra Sor Juana descendió sola y al igual que Galileo y
Giordano Bruno fue castigada por amar la ciencia y reprendida por prelados que
le eran harto inferiores.
Sor
Juana contaba con telescopios, astrolabios y compases para su búsqueda
científica. También dentro de la cultura de la pobreza se atesoran bienes
inesperados. Jesusa Palancares, la protagonista de mi novela-testimonio “Hasta
no verte Jesús mío”, no tuvo más que su intuición para asomarse por la única
apertura de su vivienda a observar el cielo nocturno como una gracia sin precio
y sin explicación posible. Jesusa vivía a la orilla del precipicio, por lo
tanto el cielo estrellado en su ventana era un milagro que intentaba descifrar.
Quería comprender por qué había venido a la Tierra, para qué era todo eso que la rodeaba y
cuál podría ser el sentido último de lo que veía. Al creer en la reencarnación
estaba segura de que muchos años antes había nacido como un hombre malo que
desgració a muchas mujeres y ahora tenía que pagar sus culpas entre abrojos y
espinas.
Mi
madre nunca supo qué país me había regalado cuando llegamos a México, en 1942,
en el “Marqués de Comillas”, el barco con el que Gilberto Bosques salvó la vida
de tantos republicanos que se refugiaron en México durante el gobierno del
general Lázaro Cárdenas. Mi familia siempre fue de pasajeros en tren: italianos
que terminan en Polonia, mexicanos que viven en Francia, norteamericanas que se
mudan a Europa. Mi hermana Kitzia y yo fuimos niñas francesas con un apellido
polaco. Llegamos “a la inmensa vida de México” —como diría José Emilio
Pacheco—, al pueblo del sol. Desde entonces vivimos transfiguradas y nos
envuelve entre otras encantaciones, la ilusión de convertir fondas en castillos
con rejas doradas.
Las
certezas de Francia y su afán por tener siempre la razón palidecieron al lado
de la humildad de los mexicanos más pobres. Descalzos, caminaban bajo su
sombrero o su rebozo. Se escondían para que no se les viera la vergüenza en los
ojos. Al servicio de los blancos, sus voces eran dulces y cantaban al
preguntar: “¿No le molestaría enseñarme cómo quiere que le sirva?”
Aprendí
el español en la calle, con los gritos de los pregoneros y con unas rondas que
siempre se referían a la muerte. “Naranja dulce,/ limón celeste,/ dile a María/
que no se acueste./ María, María/ ya se acostó,/ vino la muerte/y se la llevó”.
O esta que es aún más aterradora: “Cuchito, cuchito/ mató a su mujer/ con un
cuchillito/ del tamaño de él./ Le sacó las tripas/ y las fue a vender./
—¡Mercarán tripitas/ de mala mujer!”
Todavía
hoy se mercan las tripas femeninas. El pasado 13 de abril, dos mujeres fueron
asesinadas de varios tiros en la cabeza en Ciudad Juárez, una de 15 años y otra
de 20, embarazada. El cuerpo de la primera fue encontrado en un basurero.
Recuerdo
mi asombro cuando oí por primera vez la palabra “gracias” y pensé que su sonido
era más profundo que el “merci” francés. También me intrigó ver en un mapa de
México varios espacios pintados de amarillo marcados con el letrero: “Zona por
descubrir”. En Francia, los jardines son un pañuelo, todo está cultivado y al
alcance de la mano. Este enorme país temible y secreto llamado México, en el
que Francia cabía tres veces, se extendía moreno y descalzo frente a mi hermana
y a mí y nos desafiaba:
“Descúbranme”.
El idioma era la llave para entrar al mundo indio, el mismo mundo del que habló
Octavio Paz, aquí en Alcalá de Henares en 1981, cuando dijo que sin el mundo
indio no seríamos lo que somos.
¿Cómo
iba yo a transitar de la palabra París a la palabra Parangaricutirimicuaro? Me
gustó poder pronunciar Xochitlquetzal, Nezahualcóyotl o Cuauhtémoc y me
pregunté si los conquistadores se habían dado cuenta quiénes eran sus
conquistados.
Quienes
me dieron la llave para abrir a México fueron los mexicanos que andan en la
calle. Desde 1953, aparecieron en la ciudad muchos personajes de a pie
semejantes a los que don Quijote y su fiel escudero encuentran en su camino, un
barbero, un cuidador de cabras, Maritornes la ventera. Antes, en México, el
cartero traía uniforme cepillado y gorra azul y ahora ya ni se anuncia con su
silbato, solo avienta bajo la puerta la correspondencia que saca de su
desvencijada mochila. Antes también el afilador de cuchillos aparecía empujando
su gran piedra montada en un carrito producto del ingenio popular, sin beca del
Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, y la iba mojando con el agua de una cubeta.
Al hacerla girar, el cuchillo sacaba chispas y partía en el aire los cabellos
en dos; los cabellos de la ciudad que en realidad no es sino su mujer a la que
le afila las uñas, le cepilla los dientes, le pule las mejillas, la contempla
dormir y cuando la ve vieja y ajada le hace el gran favor de encajarle un
cuchillo largo y afilado en su espalda de mujer confiada. Entonces la ciudad
llora quedito, pero ningún llanto más sobrecogedor que el lamento del vendedor
de camotes que dejó un rayón en el alma de los niños mexicanos porque el sonido
de sus carritos se parece al silbato del tren que detiene el tiempo y hace que
los que abren surcos en la milpa levanten la cabeza y dejen el azadón y la pala
para señalarle a su hijo: “Mira el tren, está pasando el tren, allá va el tren;
algún día, tú viajarás en tren”.
Tina
Modotti llegó de Italia pero bien podría considerarse la primera fotógrafa
mexicana moderna. En 1936, en España cambió de profesión y acompañó como
enfermera al doctor Norman Bethune a hacer las primeras transfusiones de sangre
en el campo de batalla. Treinta y ocho años más tarde, Rosario Ibarra de Piedra
se levantó en contra de una nueva forma de tortura, la desaparición de
personas. Su protesta antecede al levantamiento de las Madres de Plaza de Mayo
con su pañuelo blanco en la cabeza por cada hijo desaparecido. “Vivos los
llevaron, vivos los queremos”.
La
última pintora surrealista, Leonora Carrington pudo escoger vivir en Nueva York
al lado de Max Ernst y el círculo de Peggy Guggenheim pero, sin saber español,
prefirió venir a México con el poeta Renato Leduc, autor de un soneto sobre el
tiempo que pienso decirles más tarde si me da la vida para tanto.
Lo
que se aprende de niña permanece indeleble en la conciencia y fui del
castellano colonizador al mundo esplendoroso que encontraron los
conquistadores. Antes de que los Estados Unidos pretendieran tragarse a todo el
continente, la resistencia indígena alzó escudos de oro y penachos de plumas de
quetzal y los levantó muy alto cuando las mujeres de Chiapas, antes humilladas
y furtivas, declararon en 1994 que querían escoger ellas a su hombre, mirarlo a
los ojos, tener los hijos que deseaban y no ser cambiadas por una garrafa de
alcohol. Deseaban tener los mismos derechos que los hombres.
“¿Quien
anda ahí?” “Nadie”, consignó Octavio Paz en “El laberinto de la soledad”.
Muchos mexicanos se ningunean. “No hay nadie” —contesta la sirvienta. “¿Y tú
quien eres?” “No, pues nadie”. No lo dicen para hacerse menos ni por esconderse
sino porque es parte de su naturaleza. Tampoco la naturaleza dice lo que es ni
se explica a sí misma, simplemente estalla.
Durante
el terremoto de 1985, muchos jóvenes punk de esos que se pintan los ojos de
negro y el pelo de rojo, con chalecos y brazaletes cubiertos de estoperoles y
clavos arribaban a los lugares siniestrados, edificios convertidos en sándwich,
y pasaban la noche entera con picos y palas para sacar escombros que después
acarreaban en cubetas y carretillas. A las cinco de la mañana, ya cuando se
iban, les pregunté por su nombre y uno de ellos me respondió: “Pues póngame
nomás Juan”, no sólo porque no quería singularizarse o temiera el rechazo sino
porque al igual que millones de pobres, su silencio es también un silencio de
siglos de olvido y de marginación.
Tenemos
el dudoso privilegio de ser la ciudad más grande del mundo: casi 9 millones de
habitantes. El campo se vacía, todos llegan a la capital que tizna a los
pobres, los revuelca en la ceniza, les chamusca las alas aunque su resistencia
no tiene límites y llegan desde la
Patagonia para montarse en el tren de la muerte llamado “La Bestia” con el sólo fin de
cruzar la frontera de Estados Unidos.
En
1979, Marta Traba publicó en Colombia una “Homérica Latina” en la que los
personajes son los perdedores de nuestro continente, los de a pie, los que
hurgan en la basura, los recogedores de desechos de las ciudades perdidas, las
multitudes que se pisotean para ver al Papa, los que viajan en autobuses
atestados, los que se cubren la cabeza con sombreros de palma, los que aman a
Dios en tierra de indios. He aquí a nuestros personajes, los que llevan a sus
niños a fotografiar ya muertos para convertirlos en “angelitos santos”, la
multitud que rompe las vallas y desploma los templetes en los desfiles
militares, la que de pronto y sin esfuerzo hace fracasar todas las mal
intencionadas políticas de buena vecindad, esa masa anónima, oscura e
imprevisible que va poblando lentamente la cuadrícula de nuestro continente; el
pueblo de las chinches, las pulgas y las cucarachas, el miserable pueblo que
ahora mismo deglute el planeta. Y es esa masa formidable la que crece y
traspasa las fronteras, trabaja de cargador y de mocito, de achichincle y
lustrador de zapatos —en México los llamamos boleros—. El novelista José
Agustín declaró al regresar de una universidad norteamericana: “Allá, creen que
soy un limpiabotas venido a más”. Habría sido mejor que dijera “un limpiabotas
venido a menos”. Todos somos venidos a menos, todos menesterosos, en
reconocerlo está nuestra fuerza. Muchas veces me he preguntado si esa gran masa
que viene caminando lenta e inexorablemente desde la Patagonia a Alaska se
pregunta hoy por hoy en qué grado depende de los Estados Unidos. Creo más bien
que su grito es un grito de guerra y es avasallador, es un grito cuya primera
batalla literaria ha sido ganada por los chicanos.
Los
mexicanos que me han precedido son cuatro: Octavio Paz en 1981, Carlos Fuentes
en 1987, Sergio Pitol en 2005 y José Emilio Pacheco en 2009. Rosario
Castellanos y María Luisa Puga no tuvieron la misma suerte y las invoco así
como a José Revueltas. Sé que ahora los siete me acompañan, curiosos por lo que
voy a decir, sobre todo Octavio Paz.
Ya
para terminar y porque me encuentro en España, entre amigos quisiera contarles
que tuve un gran amor “platónico” por Luis Buñuel porque juntos fuimos al
Palacio Negro de Lecumberri —cárcel legendaria de la ciudad de México—, a ver a
nuestro amigo Álvaro Mutis, el poeta y gaviero, compañero de batallas de
nuestro indispensable Gabriel García Márquez. La cárcel, con sus presos
reincidentes llamados “conejos”, nos acercó a una realidad compartida: la de la
vida y la muerte tras los barrotes.
Ningún
acontecimiento más importante en mi vida profesional que este premio que el
jurado del Cervantes otorga a una Sancho Panza femenina que no es Teresa Panza
ni Dulcinea del Toboso, ni Maritornes, ni la princesa Micomicona que tanto le
gustaba a Carlos Fuentes, sino una escritora que no puede hablar de molinos
porque ya no los hay y en cambio lo hace de los andariegos comunes y corrientes
que cargan su bolsa del mandado, su pico o su pala, duermen a la buena ventura
y confían en una cronista impulsiva que retiene lo que le cuentan.
Niños,
mujeres, ancianos, presos, dolientes y estudiantes caminan al lado de esta
reportera que busca, como lo pedía María Zambrano, “ir más allá de la propia
vida, estar en las otras vidas”.
Por
todas estas razones, el premio resulta más sorprendente y por lo tanto es más
grande la razón para agradecerlo.
El
poder financiero manda no sólo en México sino en el mundo. Los que lo resisten,
montados en Rocinante y seguidos por Sancho Panza son cada vez menos. Me
enorgullece caminar al lado de los ilusos, los destartalados, los candorosos.
A
mi hija Paula, su hija Luna, aquí presente, le preguntó: —Oye mamá, ¿y tú
cuántos años tienes?
Paula
le dijo su edad y Luna insistió:
—¿Antes
o después de Cristo?
Es
justo aclararle hoy a mi nieta, que soy una evangelista después de Cristo, que
pertenezco a México y a una vida nacional que se escribe todos los días y todos
los días se borra porque las hojas de papel de un periódico duran un día. Se
las lleva el viento, terminan en la basura o empolvadas en las hemerotecas. Mi
padre las usaba para prender la chimenea. A pesar de esto, mi padre preguntaba
temprano en la mañana si había llegado el “Excélsior”, que entonces dirigía
Julio Scherer García y leíamos en familia. Frida Kahlo, pintora, escritora e
ícono mexicano dijo alguna vez: “Espero alegre la salida y espero no volver
jamás”.
A
diferencia de ella, espero volver, volver, volver y ese es el sentido que he
querido darle a mis 82 años. Pretendo subir al cielo y regresar con Cervantes
de la mano para ayudarlo a repartir, como un escudero femenino, premios a los
jóvenes que como yo hoy, 23 de abril de 2014, día internacional del libro,
lleguen a Alcalá de Henares.
En
los últimos años de su vida, el astrónomo Guillermo Haro repetía las coplas de
Jorge Manrique a la muerte de su padre. Observaba durante horas a una jacaranda
florecida y me hacía notar “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan
callando”. Esa certeza del estrellero también la he hecho mía, como siento mías
las jacarandas que cada año cubren las aceras de México con una alfombra morada
que es la de la cuaresma, la muerte y la resurrección.
Muchas gracias por escuchar