domingo, 6 de diciembre de 2015

La Jornada Semanal 30 agosto 2015





       INSTANTÁNEA
Marcos García Caballero

Me recuesto sobre la tierra. Un cielo gris flamea sobre Ciudad de México. Una muchacha absorta en su soledad me escucha a través de este texto que nunca he escrito y desde que subí a la cima me ha dado vueltas por la cabeza, al igual que a un campesino de tierra caliente le da vueltas su turbante de mosquitos. Me he detenido a pensar que será y que no será, como la sangre con su trotar de caballos negros me escurre por dentro, en el mausoleo de todas esas viejas ideas que he tenido y que ahora están enterradas y muertas. Pero junto a mí está mi sombra, muy tierna ella, con su sombrero y un gato crispado jugando en su regazo. Mi sombra es el sultán de mi deseo y de mi destino; sujeto su dentadura como si fuera a sujetar un bosque y la siento fuertemente encadenada a mí cuando expele el humo azuloso de su cigarro; yo soy el mar de su ballena entristecida por la memoria de lo que no le tocó vivir y de lo que huyó dejándome a solas con mi carne. Cierro los ojos, una enciclopedia se abre y deja escapar gaviotas y murciélagos; lenguaje de fayuca y almacenes de prestigio en estampida cuando mis ojos se cierran. No sé lo que será de mi sombra cuando mis ojos se cierran; tal vez se trepe a un árbol a buscar al gato que la ocupaba, tal vez me apuñale con cuchillos que yo no oigo, tal vez me abandone y sólo puedo pensar –digo que pienso porque sólo lo que pienso puedo tratar de despejarlo como una ecuación y dejarlo solo en el papel, mientras que cuando tengo cerrados los ojos no puedo estar seguro si estoy pensando o estoy cayendo, como en un sueño–, como decía, sólo pienso que tal vez la muchacha me sigue leyendo, y su lectura da fe de que alguien que cierra los ojos no es inútil porque imagino la frondosidad de sus ojos desplegándose sobre mis palabras y quiero tocar su fondo, su sentir, quiero asomarme a la ciudad donde ella vive que, aunque es la misma en la que yo habito y en la que yo viajo por los túneles del Metro, es también otra; otras son sus ausencias, sus malestares, mi sombra en su presencia sólo la consignan estas palabras, pero por medio de estas palabras la escucho y le digo: tienes razón, la has tenido siempre (y ahora no sólo cierro los ojos sino los aprieto con la fuerza de un huracán que de golpe, instantáneamente, arrasa con la ciudad que había contemplado), y la muchacha, como es listilla, se ríe, dice gracias por darme la razón y me olvida, se dedica a sus actividades y ahora yo la empiezo a escuchar, escucho sus tacones bajando la escalera... ¿a dónde irá? Me dan ganas de gritarle: “¡Cuidado, la vida es una trampa, si no las sabes esquivar acabarás en la tienda de artesanías de la muerte!” Y algo hace clic –aunque no exactamente clic, pero clic es la mejor manera de decirlo con el alfabeto que nos ha tocado– y ese clic me distrae y hace que abra los ojos y veo una familia parada delante de mí y lo primero que pienso es en levantarme del suelo, aunque a decir verdad me la paso muy bien en el suelo en este momento, e intento hacer un ademán a la familia, un saludo o algo, porque a decir verdad, en esta parte de la ciudad no hay muchas familias y menos en esta postura, todos sonrientes como si se les fuera a entregar una medalla, sin verme siquiera, y en este mismo momento les cae un látigo de luz fugitivo que los embellece y los vuelve planos, y yo me digo que ese látigo no puede ser más que el del flash de la cámara que hizo clic y después todos se van y me dan las gracias, aunque yo no sé por qué, ya que yo en lo que estaba pensando es en que la literatura moderna cada vez pierde más descripción e imagen y que la palabra misma enlazada con otra palabra –por ejemplo una cola de caballo en la nuca de una mujer, aunque no sea la mejor imagen literaria, pero en esa estaba pensando– es lo que queda, pues el cine y la televisión, por no decir la computadora, se han robado todas las imágenes y cuando uno lee un libro es odioso imaginarlo como una película, ya que el fin de la literatura no es propiamente ver cómo se ve una roca, una toronja o una cola de caballo en la nuca de una mujer, por ejemplo, sino meditar viendo o mejor dicho una meditación paravisual, aunque esto suena horrible. Y yo me digo: ¿por esto me dieron las gracias? Bueno, qué amables, pero tal vez es demasiado; yo sólo le doy las gracias al de la vinatería cuando quiero oír un buen blues y asarme el pecho con el calorcillo de un generoso whisky y saco la lengua y olfateo como serpiente la guitarra de la siguiente canción que deseo escuchar en honor a Ezra Pound y de repente algo se me acomoda y siento un ronroneo que me da tanto miedo que sólo puedo mirar el cielo rasgado y sentir cómo mi sombra se me acomoda de nuevo con su gato y me coloca la cámara que había traído yo acá para sacar fotos.