Esta
noche se me antoja
para cerrar mi ventana
marchita
y tomar mi grueso tratado de ontología, no para nacer en el
libro,
como
profetizaba Mallarmé, sino para decir y poder rematar la rima,
para
repensar por qué uno lee y en ciertas ocasiones,
la
lectura es una fiesta que nadie determina a través del tiempo,
pero
en la que Schopenhauer puede terminar diciendo:
“todo
va bien muchacho, todo va bien”.
Lo
que sí determina es sostener la palabra escrita
en
el alma propia en un día cualquiera,
como
sucede con el deseo, que es un holocausto,
la tráquea y el esqueleto
que se rinden
ante quien ya no esperaba eso.
Es como un pájaro ciego
que escapa de su jaula
y vuela de aquí, de
cualquier parte.
Con itinerario fantasma
y geometría que nunca,
como toda la anarquía,
reconoce ni el poder que genera
ni en el cual alguien más
actúa,
jamás retornará a nuestras manos
aunque su ausencia nos
llena
las
manos de pura palabra muerta.
Esas palabras muertas
que son la vida,
la exploración y la
desidia.
Es la hora de mancillar
esos ritos,
el hueco enorme que deja
la pregunta
cuando excava en la pérdida,
con esos dientes de
moralidad pagana
para encontrar un mundo
enmascarado.
Yo lo sé, sin embargo,
la imaginación poética
es rebelde a dejar como
testimonio mi desdicha emparedada.
La poesía es un beso que
rebana las costillas,
una voz rotunda que
grita que no sirve para nada,
para casi nada, con excepción de lo impostergable.
Es un júbilo insaciable
que no le rinde cuentas al
mejor disfraz de la
muerte: la perra necesidad.
Donde hay necesidad no puede
escucharse la poesía,
Pero cuando la poesía
resuena en voz clara y ronca
la muerte se queda, aunque sea momentáneamente,
claramente vencida y
disecada, la pobre putilla.
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