Vicente Anaya: llegar al límite, no tocar fondo
Dejemos a los alcohólicos
y los cocainómanos tocar fondo, que pierdan
su humanidad para descubrir que finalmente hay un dios cualquiera que
éste sea, dejemos a los políticos corromperse, volverse tiranos y soñar con el
poder; los poetas, los creadores y toda la comunidad artística tenemos nuestros
propios negocios: viajar y cabalgar sobre el trueno (los artistas son aprendices
de la luz, como decía Carlos Pellicer) y cabalgar también sobre unos muslos femeninos
o masculinos, ya sea el caso, para compartir la aventura que significa ser
parte del género humano, la empresa de la observación y de la óptica propia, el
ángulo exacto que pone en entredicho,
refleja o cuestiona las luces y sombras de la sociedad y en tal actitud el
creador pone de manifiesto que el sentido o el sinsentido de nuestros actos y
de nuestra participación en la sociedad se refleja en la obra artística que tácitamente
y como un rumor silencioso nos habla de que el significado de la vida, realmente
está en otra parte, en una dimensión que
se nos escapa, cuando nos preguntamos si merecemos más felicidad que aquella,
cuando la dicha estaba cerca, o si el sufrimiento o la pena que nos embarga
debería ser menguada por x o y circunstancia que ya no está aquí, sino en la
memoria. Y a pesar de que la labor filosófica contesta racionalmente diciendo
que el sentido de la vida no existe, ni siquiera el filósofo más armado y más preclaro
de entendimiento puede sostener de por vida la argumentación que relativiza
nuestro malestar ante los embates de la vida cotidiana. El poeta, por el
contrario que el filósofo, debe saber que el logos, la aprehensión intelectual del mundo, tiene un componente
racional y otro irracional, que no se contraponen sino que se complementan, por
eso los tratados de psicología o de filosofía, frente a las grandes obras
poéticas resultan fríos, ajenos a la vida,
a la vivacidad y la pasión humana, porque precisamente es la obra
poética —en su sentido más general, el sentido que abarca cualquier concepción
de poética— donde se dan la mano el intelecto,
y la capacidad o la vitalidad de la imaginación. En éste sentido, el poeta es
un ser con mayor compromiso con su obra que el académico o el crítico, toda vez
que el creador es el primero y el primigenio de donde parte cualquier exégesis,
paráfrasis o tratado de donde surgen los
segundos. Por eso es que sólo hay un Borges mientras que hasta el cantinero del
bar de la esquina tiene su comentario borgeano.
El
poeta debe entregarse a las aguas de la divinidad —o de la podredumbre y la
putrefacción, como lo hizo Baudelaire— y su obligación, es decir, lo que su
soledad creadora debe a los demás hombres, es mostrar sus resultados, la obra,
“la poesía indispensable que no sirve para nada”, en palabras de Jean Cocteau,
debe de ser vista como el archipiélago rocoso que une a una isla con otra,
cuando el poeta bucea para encontrar esa unión y ese nexo inquebrantable, el
nexo entre individualismo y sociedad, entre hombre y mujer, entre padre e hijo
o cualquier otro tema o derrotero que persiga el poeta. ¿Pero qué labor es
ésta? ¿Por qué el poeta tiende a ser segregado por la incomprensión que causa
su trabajo? En ese centro, que es la incomprensión del arte, está la pregunta y
cada vez más como duda: ¿qué es o qué será la poesía? ¿Cómo se hace un poema que
merezca ese nombre? El verdadero poeta, el autor preparado, sabe que su respuesta es la misma pero es
diferente cada día, pues tal es el caso de las grandes cosas: carecer de cualquier
definición perpetua. Y cualquier tentativa nueva, entre más vital, innovadora y
significativa sea, será mejor
bienvenida, tal es el caso de la obra del maestro José Vicente Anaya (Villa
Coronado, Chihuahua, 1947).
En julio de 1995 me encontraba en una
sórdida habitación de un hotel de Mérida, mi novia me había abandonado sin comida,
sin dinero y sin esperanzas, sólo con una pesada sensación de fracaso, resaca y dos libros que a pesar de lo que yo
había visto como una traición, me los devolvió, esos libros eran: Van Gogh o el suicidado por la sociedad,
de Antonin Artaud y Híkuri, (1978) de
José Vicente Anaya. Sólo hasta después comprendí que de quien Anaya había
tomado hondas lecciones era de Artaud y en mi desesperada soledad de Mérida,
entendí que no era gratuito mi primer acercamiento a Artaud junto a Vicente
Anaya. Y es que cuando uno está en peligro y tiene que sacar fuerzas de algún
lado, no se sabe de dónde, es buen momento para leer poesía; así me tocó
descubrir Híkuri, (nombre del peyote
en lengua rarámuri) este catártico poema hecho para expandir la mente a base de
las lecciones-visiones del peyote y
siempre recordaré:
Súbete al tren de lo
desconocido
para saciar la vida y
visita la luna
antes de que la traguen
los coyotes
C A M I N A
y
sólo confía en el movimiento
Cruza tus propios
precipicios
sin dejar de conocer las
celdas
donde agonizan los
poetas
que han encontrado la
distancia
en el centro de sus corazones:
está en tu casa y
organiza redadas en los
plenilunios.
Años después me
seguía intrigando y preguntando el porqué de los paréntesis, las rayas, los círculos dentro
del texto y la musicalidad sincopada que
emana de Híkuri aunado a sus palabras
en lengua rarámuri. En su conjunto era exactamente lo que todo buen poema debe
ser y manifestar: la libertad absoluta del creador donde convergen la memoria
del pórtico natal, la experiencia
recorrida y la urgencia de la expresión del poeta que proviene de un saber de
la singularidad de su experiencia que, al ser compartida, nos enriquece y nos da
el perfil de una generación —la generación de los jóvenes en 1968— de donde
sólo los más hábiles pudieron dejar testimonio
de esa época, que como es sabido, fue un parte aguas en la historia de México. Híkuri debe ser recordado y asimilado como
una búsqueda interior del reencuentro con la otredad cuando precisamente la
política mexicana de la época contestaba con autoritarismo y represión. Híkuri, al paso de los años, no se lee
como si fuera la brizna de un poema caribeño, sino denota la desesperación
de la autoconciencia en los momentos de alteración que causa el peyote:
“Infierno y Paraíso esta Conciencia/ Otra Razón que no es razón. Silencio” O como él dice más adelante: “la biznaga poderosa
del todo, del bien-mal”, es decir, para Anaya, el peyote significó el límite de
una comprensión entre las dualidades de conceptos polarizados: Eros y tanatos,
blanco y negro, hombre y mujer, lo bueno y lo malo, Dios y el Diablo y todo por
“la biznaga poderosa”, que obviamente produce visión y energía psíquica, en un
pensamiento hecho cascada que apresa el instante: Híkuri no es un poema que marcha, sino que irrumpe, y por tal motivo,
para ser asimilado es mejor observar sus silencios y sus pausas y lo
significativo de éstas. Híkuri es
compromiso veraz con la palabra que no es pesadez de concepto, ni mera
orfebrería de imágenes como lo hacen los malos herederos de Octavio Paz, sino
auténtico aliento, respiración que es saberse y confirmarse como libre, un hálito, punto de partida hacia un viaje
iniciático. Heredero en el mejor sentido de la palabra de los beats,
Vicente Anaya se acercó al peyote igual que ellos, pero como hombre consciente
de su momento histórico, no pretendió ramplonamente imitarlos: los beats crecieron en Anaya en su lengua
original, el inglés, y Anaya, dos generaciones más joven, se miró en ellos como
mexicano y los vio como una forma de maduración poética y personal. No sé si
antes de Híkuri Anaya se había pasoneado
de peyote, pero Híkuri es rotundamente
iniciático.
Tuvieron
que pasar seis años para que conociera personalmente al maestro y con su
generosidad me ayudara a publicar mi primer libro. Ante mis ojos me resultó
siempre como un poeta que hablaba de la poesía como si fuera otra (o la
verdadera) antropología, el verdadero estudio del hombre; luego estaban sus
vivencias fronterizas: Tijuana, San Diego, Los Ángeles y de ahí, como según
dice, fue de los primeros mexicanos en traer discos de Tom Waits a la ciudad de
México. También me fascinó su absoluto respeto ante los hallazgos ajenos: él no
lee un haiku de Bashoo: él ve toda una
declaración de estética. En fin,
un hombre cabal, completo, pues. Un poeta por los cuatro costados y los cinco
sentidos.
No es posible seguir la apretada
agenda de un escritor que se ha consagrado al estudio, escritura, traducción y
difusión de la literatura como él desde toda su vida: ha colaborado con
reportaje, crítica y ensayos en más de 12 revistas y periódicos nacionales e internacionales
como La Cultura en México de Siempre!, Casa del Tiempo (Universidad Autónoma Metropolitana), Unomásuno, Atticus Review (de San Diego, California, USA), Bajareque (Universidad del Zulia, Venezuela),
Alero (Universidad de San Carlos,
Guatemala), La Jornada Semanal del
periódico La Jornada, El Financiero, etc.
Ha dado lecturas de poesía y
conferencias en varias universidades y centros culturales de México, Estados
Unidos e Italia y ha tenido importantes aventuras editoriales en más de seis
sitios diferentes, hasta que en marzo de 1997 fundó y junto con José Ángel Leyva, dirigió Alforja
REVISTA DE POESÍA, que tuvo proyección nacional e internacional y a mi
juicio, fue absolutamente la mejor revista de poesía que circuló en sus 13 años
de vida y la más arriesgada; en alforja se escribió sobre las relaciones entre el tiempo y la poesía,
poesía y budismo, poesía contemporánea española, poesía y vanguardia, poesía
femenina y feminista, poesía neo helénica, poesía y Jazz, etcétera. El grupo de
escritores que nos reunimos en torno a alforja,
más que pretender acaparar la hegemonía o la directriz de un discurso que dictara
las pautas del quehacer poético y
ensayístico, fue un conglomerado de voces que prorrumpieron en distintos escenarios poéticos, donde se ha
dado lo mismo un espacio a textos polémicos de toda índole, (como una polémica
entre Heriberto Yépez contra Gabriel Zaíd y que Zaíd nunca respondió) el
rescate a viejos poetas que pernoctaban en el olvido como José María Facha
(1879-1957) o los primeros esbozos poéticos de autores y autoras menores de
veinte años. Incluidos maratones poéticos donde protestamos en contra de la
guerra de Irak, etcétera. Precisamente como alforja
se mantuvo como revista independiente, no pudo adjudicarse una actitud de patriarcado
cultural como los resentidos le achacaron: nada quedaba más lejos de nuestras
intenciones, ya que en palabras del mismo Anaya: “alforja nació para expresar todas las voces de los poetas, todas
sus búsquedas y las muchas culturas del mundo, con la idea de propiciar la diversidad
en este mundo que ha ido cerrándose en la ceguera de dogmas que derivan en
fundamentalismos y caudillismos con sus típicos abusos en la intolerancia.”
¿Desde dónde escribe el poeta?
Existen casi tantas respuestas como poemas:
desde el delirio, desde la razón, la soberbia, el bruto egocentrismo, la tonta
ocurrencia, la genial espontaneidad, lo libresco, lo erudito, la pasión, la
pesadilla... En sus otras obras poéticas,
Anaya se coloca —o más correcto sería acotar—: se desliza, hacia estados
que provocan un llamado de conciencia, pero no un vértigo estéril que desemboca
en el desasosiego; más bien todo lo contrario: su poesía nos trae a nosotros
mismos ante nosotros mismos. El tema puede ser terrible, pero no se nos impregna;
poesía que pide ser escuchada desde la conciencia hacia un más allá de ella,
como creo percibir en Morgue
(1975-1976), una de sus más fecundas rachas creativas, donde el poeta entra al
mundo para recorrerlo y el mundo hace lo mismo con él:
He salido a revolcar la voz. Con cada paso
ascienden las cenizas
de los incinerados. La
garganta
no puede con otro ritmo
que esté alejado
de los acordes con que
responde el piso
en cada huella... La
noche
está empeorando,
con esta canción
que se introduce
a envenenar las venas,
como
si otro alguien, que soy
yo,
se hubiera metido en mí
para usurparme
las ganas de vivir... y
en esta pena
me preparo un escándalo
mayor
que
sufriré más tarde.
Otro caso que
merece mención es el poemario Los valles solitarios nemorosos,
publicado por vez primera en 1976, que contiene lo que un escritor cocainómano corrido de un reformatorio, juzga
como lo breve descomunal, noción que
me un acierto, pero ya el maestro Anaya en una entrevista aparecida en La Jornada
Semanal (num. 287, diciembre de 1994) abundaba sobre el tema:
“Esa expresión está sustentada en la
profunda cosmogonía del pueblo chino. Por ser la cultura más antigua del
oriente, la cultura china civilizó al Japón y a los pueblos que la rodean. El
interés por la brevedad se da principalmente en el taoísmo, allá por el año 400
a. de C. Y en el budismo Chan, que en Japón la pronunciación se deformó en zen,
siglos después. El confucianismo es la otra parte filosófica que cultiva la discreción,
lo sucinto, el empleo de las palabras en su justa medida y oportunidad. [...] Hay
también poemas chinos muy largos, poemas y novelas muy extensos. Lo que más le
interesa al taoísmo es hacer que el individuo se sienta como parte de la armonía
del Universo, se trata de un concepto llamado sincronicidad. [...] La unidad conforma
un signo de totalidad, es la relación entre lo grande y lo pequeño.”
Esta idea del breve concepto poético
que rompe con esquemas occidentales de pensamiento, se une a sus otros grandes
temas: Vallejo, Miguel Hernández, la posibilidad del surgimiento de cualquier
tipo de vanguardia en todo momento (él acotaría que sólo siempre y cuando sea
el momento oportuno para que los escritores den a conocer sus intereses
profundos), la poesía y el humor, la poesía de los beatniks, sus traducciones de Gregory Corso, Marge Piercy, Ginsberg, Henry Miller, y la polémica en torno a la
demasiada veneración y culto a la figura de Octavio Paz entre las plumas
mexicanas, que una vez hecha la brecha, gustosos la recorren sin aportar
legítimamente nada nuevo. El propio Paz, que a propósito de Sade escribió:
“tanto el erudito, el sabio, el poeta y el que sueña con la abolición de la
siniestra realidad, disputan como perros sobre los restos de tu obra”, ejemplifica lo que a él mismo le ha ocurrido.
En sus poemas amorosos, como en el ya
celebrado Morgue, Anaya ve a su
amante que baila, que se desdobla y se crea ante sus ojos; a lo que el poeta le
inventa un nombre, Dorinda, en un
baile que resulta ser un éxtasis y evocación de la memoria en el que el poeta
recorre su trayectoria política y cultural: “Y tuvimos Rock para olvidar/ el
fastidio de una ciudad/ que se nos encima a fuerza.” O las amigas: “esperaban/
la reencarnación de Trotsky/ en algún compañero/ para hacer el amor con el gran
viejo/ sin cráneo destrozado...” Y al final:
Danza, muchacha,
porque nuestro tiempo
no tiene ritmo, ni
madre.
El tiempo nos asalta
híbrido para empujarnos hacia un túnel
de espacio tumefacto.
Danza, muchacha, porque
no queremos morir repletos de vacío.
Si tuviera que elegir entre los mejores libros
de Anaya (operación que los críticos camuflan), elegiría sin dudar, Híkuri, Morgue, Peregrino (ediciones Alforja 2002), donde hay Haikus
brillantes como:
Mariposas en vuelo
hacen el amor
arriba de mi
pelo.
y Poetas en la noche del mundo (UNAM, 1997). Éste último libro
pertenece a una corriente que prácticamente él a inaugurado en México; el libro
de ensayos-traducciones, tal como lo es también su estudio sobre los beats, Los poetas que cayeron del cielo.
Pero Poetas en la noche del mundo a mi
parecer, es más ecléctico, más extenso
y —afortunadamente—, más pretencioso:
ahí se encuentran analogías entre Rimbaud y Henry Miller, la poesía de Charles
Bukowski, (poeta “punk” como él lo define), el surrealismo propio de Artaud,
una aproximación a las más arriesgadas y
sagaces poetas contemporáneas
estadunidenses: Di Prima, la poeta suicida y llorada (yo la lloré antes de
saber de su muerte) Anne Sexton, Wakoski y la segunda parte del libro, que es
algo así como un conjunto de intensidades/ aproximaciones al fenómeno poético
que recaba Anaya de esa auténtica pandilla mítica-metahistórica de locos y
anarcos: Rimbaud, Cesare Pavese, Efraín Huerta, Henry Miller, Jack Kerouac, Robert
Duncan, Concha Urquiza, Cioran, Ezra Pound, Vicente Huidobro, Sylvia Plath, Jim
Morrison, etcétera.
En fin, creo que Anaya ha terminado
periodos creativos y ha iniciado otros; por más que lo quieran encasillar los
críticos simplemente como traductor, el permanecerá como una de las voces más
originales de la literatura mexicana con su obra escrita, traducida y
recopilada (sospecho que la tríada es indisoluble) y lo que falta por venir...
No me queda nada más que agregar, más que José Vicente Anaya, como el eterno
retorno del que hablaba Nietzsche, está condenado a repetirse cada vez más
breve-enorme, más plural-etéreo, más inagotable y que siempre llegará al límite
verdadero: cada nuevo decir poético.
NOTA: Este texto fue escrito antes de la muerte el
pasado 2020 del Maestro José Vicente Anaya, no creo que haya mejor pretexto
para invitar a la lectura del gran amigo, conversador, escritor, poeta,
traductor he incansable promotor cultural que fue en vida José Vicente Anaya.
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