De los discursos: EMPINO
ERGO SUM
Ponencia apócrifa dictada en la Escuela de
Escritores de la SOGEM en octubre de 2002.
Buenas tardes:
Dentro de este
coloquio dedicado al tratamiento de las sensaciones, las opciones ante la tarea
de elaborar mi ponencia eran múltiples: pasamos toda la vida experimentando
sensaciones y frecuentemente en las más cruciales no reparamos a reflexionar en
qué estriba precisamente aquello que experimentamos. Cuando me bañaba hoy en la
mañana traté de experimentar alguna sensación placentera y cuando me puse los zapatos
otra igualmente inexplicable gracias a la rapidez de su ejecución: abrocharse
los zapatos se parece mucho a la sensación de envolver un regalo a una persona
a la cual deseamos mostrarle nuestro afecto. Por ejemplo, nunca he conocido a
ninguna mujer que no le fascinen los regalos. Lo cual, por cierto, no quiere
decir que mi pie desnudo sea un buen regalo, ¿pero que me dicen acerca de la
sensación de caminar descalzo…? Sensación curiosa e inolvidable, pero de la
cual no ha de tocarme hablar hoy. ¿O qué me dicen de la sensación de hablar por
teléfono con una mujer que hubiera preferido que no marcáramos su número y nos
habla a regañadientes? Antes de comenzar a escribir estas líneas tuve la mala
suerte de experimentar esa sensación con una vieja amiga con la cual quería
entrar en materia, pero como no hay nada agradable sobre lo cual extenderse cuando
la otra suspira por que ya cuelgue, prefiero que otros traten de describir
aquella sensación inaguantable.
Como voy a hablar de una de mis
sensaciones favoritas, empezaré por explicar su título: "Empino ergo sum"
no viene a ser más que una variante del dictamen cartesiano que en México todo mundo sabe que significa:
"pienso, luego soy", que si me permiten y no me cae un rayo para
achicharrarme, diría que no es más que un ingenuo e ingenioso truquito para
demostrarnos que en realidad somos alguien, que el "ser" al que se
refieren los filósofos, indudablemente está presente incluso en quien se atreve
a tergiversar un poco aquellas palabras históricas.
Muy bien, Descartes pese a todo me
convenció y no me parece aventurado jactarme de que, por lo menos, soy alguien,
tal como consta en los archivos de todas las preparatorias donde me corrieron y
de donde, por fortuna salí por patas. Otra fortuna, es la vía subversiva de la
filosofía moderna o la llamada corriente de las “filosofías individualistas” (Nietzsche,
Schopenhauer y los que los siguieron, como el español García Calvo, o los
escritos de Georges Bataille), que trató
de desentrañar en que estribaba ese ser del cual ya no cabía duda, pero había
que ayudarlo para que no se fosilizara como entidad auto referente, es decir,
no se transformara en cosa, en objeto; aunque había que verlo, paradójicamente,
con mucha objetividad. Saltándome la mayoría de los argumentos contundentes
haría un cruel esfuerzo sintetizador para decir que me parece válido el argumento
de Nietzsche reforzado luego lúcidamente por Fernando Savater: el movimiento
esencial del ser estriba en su querer, el querer quizá como apuntó Heidegger permanece
oculto para el hombre; el querer profundo, pero indudablemente lo primero que
quiere es ser queriendo ser y, como bien lo dijo el filósofo alemán querer ser
no significa otra cosa que querer ser más,
y es ahí donde entra mi propuesta "empino ergo sum" para demostrar
que empinar, empinar la botella, es una forma cruel aunque no por eso menos placentera
de querer ser más.
La sensación que aquí voy a tratar
de comentar del modo más sobrio posible y con la pluma fija en la botella, es
la de estar borracho, estar borracho hasta las manitas. Aunque claro, primero
habría que olvidarnos del superficial denominador
social que empaña esta noble palabra. Para el común de la gente ser borracho no
significa otra cosa que ser irresponsable, que socialmente y con razón, es la
primera característica que buscamos en nuestros semejantes para establecer un eficaz
compromiso de comercio entre todos, todos aquellos que por principio, no son
borrachos y sí son responsables.
A defender esta noble y alcohólica
actitud es a la que pienso referirme y vayamos de una vez quitando paja: estar
borracho no significa ponerse “pedo”, perderse en el alcohol y quedar desnudo
ante los demás como bulto o peor aún, con el alma desatada que lo desatiende
todo incluyendo la cortesía. Desde mi punto de vista, afortunadamente existe
una diferencia crucial entre los dos movimientos, ya que el borracho es el que
puede todavía irse caminando de la fiesta o del bar mientras que al que se puso
pedo sin remedio hay que engancharle una cadena y jalarlo puesto que ha perdido
la conciencia y además la voluntad de decir: "Todavía puedo caminar yo solo".
Esta frase es la que los distingue, precisamente, puesto que el borracho, si en
realidad lo es, se esfuerza por no perder el estilo y la congratulación amistosa
con quienes lo rodean. Como quien dice, “el borracho no la arma de pedos”,
aunque esté más mareado que un astronauta. Estar borracho es percibir como la
realidad se va descuadrando, es percibir como la realidad pareciera ponerse a
eyacular, cómo la realidad pierde la crueldad de su virginidad, cómo la realidad
se diluye entre vasos y litros de vodka, ron, tequila, tabacos, música de jazz,
ver cómo brillan los ojos por otras cervezas, el olor del alcohol y el sexo se
levantan, se dan la bienvenida a la parranda a Baco y el eco de su gente… En el
alcohol, se ve por qué Miles Davis y Charlie Parker y John Lee Hooker son
descomunales, en alcohol toda preocupación es banal. Una buena noche de sexo
siempre es alcohólica. Con tres botellas de vino rojo la realidad se va abismando
irremediablemente en la sensualidad de su contexto y de su marco de referencia.
El borracho no se embriaga de otra cosa mas que de sí mismo: la plenitud de su
querer, que es solamente querer ser más, se ve exitosamente cumplida en su propósito:
me emborracho y luego soy, porque al emborracharme consigo ser más, incluso más
de lo que suponía.
Los verdaderos borrachos saben que
las palabras no son suficientes para enfrentar violentamente a la realidad y
resuelven el conflicto caduco de la separación; de la dualidad inverosímil
entre cuerpo y alma entregándose por completo a lo que más les gusta, la
sensación de bailar casi sobre el abismo pero con un hilito conductor que los
mantiene unidos a la realidad. El borracho sabe significar y elucubrar sus diferentes
visiones, sobre todo aquellos que nos gusta seguir con la misma sensación durante
semanas enteras y visualizar la vida tan trivial como podría ser observar un
conjunto de botes de basura arrastrados por una aplanadora y observar cómo la vida
se va yendo a la misma chingada, pero con la gratificante de que sabemos pedir nuestro arsenal etílico
con un sincero: “buenas noches doña,
otras cuatro botellas de ron y un cartón de chelas”. Pero, ojo: el borracho no
se identifica con lo que se destruye ni
con lo destructor sino con el sabor
que implica tener un huracán en la cabeza y frente a los sobrios decimos cuando, después
de la cruda, nos duele y sentenciamos, como nadie más podría decir: "El
que adentro de la cabeza no tiene una idea que se la rompa, no merece tenerla;
por supuesto, nos referimos a la cabeza".
Que quieren que les diga, es la
sensación en la que al mismo tiempo, se intersectan lo más crudo de mi
estupidez y lo más coherente de mi lucidez. Las mejores y peores palabras que he
dicho han sido siempre acompañadas de la embriaguez. Nunca será lo mismo un
suspirante: “te amo, mi amor, no llegues tarde, besos.” Que el incomparable grito del briago: “¡No te
largues vieja!” Tal vez se me pueda objetar que todo esto no es más que irracionalismo
o peor aún: insistir en la bohemia para los escritores; siendo que realmente no
hay peor enemigo para un escritor en estos tiempos que una idea preconcebida de
la bohemia; o que la razón y su contraparte, el irracionalismo, no podrán nunca
confundirse: yo los invito a que se emborrachen previamente documentados con el
sabio argumento de Séneca, que sin que le temblara el pulso recomendaba:
"No dudemos, de vez en cuando, en emborracharnos, no para ahogarnos en el
vino sino para encontrar en él un poco de reposo: la embriaguez barre nuestras
preocupaciones, nos agita profundamente y cura nuestra morosidad como cura
ciertas enfermedades. No llamaron al inventor del vino Liberador porque suelte
la lengua, sino porque libera nuestra alma de las preocupaciones que la avasallan,
la sostiene, la vivifica y le devuelve el valor para todas sus empresas" (De tranquillitate animi).
En este punto me gustaría hacer una
distinción entre la embriaguez y la alucinación que provoca cualquier otro tipo
de droga. Me parece que las demás drogas no logran los efectos de una buena
borrachera puesto que la droga juega con los mecanismos de introspección y todo
aquello que nos vuelve pasivos y contempladores. (Además guácala: ¡Son puros
retorcidos químicos incomparables al Ron procedente de la caña de azúcar!) El
alcohol en cambio, cuando se prueba con la prudencia del buen borracho, no nos
provoca sino el elemento liberador del que habló Séneca en la cita anterior: el
borracho sabe que la realidad nunca cambia, sino que cambia él mismo, la embriaguez
nunca es una vuelta al paraíso perdido, sino un espasmo de tranquilidad frente
al caos de la realidad y me atrevería a decir que en la mayoría de los casos no
sólo como espasmo sino como incitación a la actividad. Si no son muy productivos,
los borrachos por lo menos son activos.
Cuando estoy borracho me vislumbro a
mí mismo y me experimento como intensidad, con seis vasos de vodka con jugo de
naranja se puede descubrir ante mí la calidad irrepetible de mi ser, vuelvo a
pensar de arriba abajo la complejidad y la pasión que tiene la vida, me siento
tan contento que puedo escribir un poema en mi mente y después olvidarlo para
siempre, puesto que lo que aparece no es más que lo más mío de mí, aquello sin
lo cual no valdría la pena ni siquiera dar el próximo paso.
Si me mojé tanto a mí mismo en estas
líneas lamento desilusionarlos: cualquier burla que me hagan solo incrementará
mi egolatría y de esa borrachera sí que prefiero permanecer lejano.
El gran escritor de ciencia ficción
Robert Heinlein decía que un poeta que lee en público sus versos es porque de
seguro tiene otros vicios aún más feos, lo que me hace recordar que en la
última borrachera que tuve incurrí en ese vicio y recordé a una mujer que en su
ponencia del día de ayer apuntó que le gustaba provocar o mover a otros a la creación
poética, pues bien, sin hacerle caso a aquél viejo gruñón y tan embriagado como
quisiera estar hoy, voy a citarle aquel poema:
"Cadáver lleno de
mundo he sido,
cadáver lleno de mundo
moriré,
y esta noche frente a tu
mirada
tras el filo de una navaja
me inclinaré".
Como la mayoría de las buenas
sensaciones, la embriaguez requiere y se ve reforzada gracias a nuestro
contacto social y es en ella donde solamente la podríamos disfrutar como vale
la pena llevarla a cabo. De ahí el: “Estamos chupando tranquilos…”
Como todo buen literato invita a
algo, en mi caso, a falta de poderlos invitar a algo mejor, los invito a la
embriaguez y a ver si se atreven a desmentirme luego, recordando, por supuesto,
las sabias palabras de Séneca. Documéntense sobre el tema: hay que ser buenos catadores
y buenos exploradores de bares.
Como última aparición ególatra
invito a un amigo novelista que además es un excelente borracho y flaneur, Iván Ríos Gascón, que en su primera
novela Tu imagen en el viento (Aldus,
1996, porque después publicó en Editorial Praxis Luz Estéril en 2003, que también es un grueso fresco de la vida
nocturna de la Ciudad de México que es una golosina para ebrios) hizo decir a
un personaje que todo mundo llevaba su Freud bajo el brazo. Yo más bien creo
que todo mundo debería llevar su Charles Baudelaire bajo el brazo, créanme, él
hubiera suscrito la mayoría de las argumentaciones aquí dichas. Acuérdense de
la máxima de Baudelaire: “¡Embriagaos, de poesía, de amor, de vino, pero
embriagaos!” Sólo que el sí continuó con esta búsqueda y creo por la cual murió
antes de los cincuenta años siendo simultáneamente inmortal en la literatura y
un pobre miserable en la vida cotidiana, en cambio a mí, sólo me queda la cruda
moral de declararme casi abstemio.
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