jueves, 20 de mayo de 2010

De intelectuales y cosas peores Posted: 19 May 2010 02:30 AM PDT Tal vez sea cierto que los intelectuales se han extinguido, pero están de moda. Hace un poco más de veinte años, un agente literario le advirtió a Russell Jacoby: si pones la palabra “intelectual” en la portada de tu libro, despídete de las ventas. Nadie compra un libro sobre intelectuales. Jacoby no le hizo caso al consejo y publicó Los últimos intelectuales. Al libro le fue bien: se ha reeditado varias veces y se ha convertido en una especie de clásico. La autopsia que hacía del cadáver indicaba que la aburrición había sido la causa de la muerte. La monotonía de la vida universitaria produjo la asfixia. El ecosistema de cafés, revistas y conversaciones que lo alimentaban había desaparecido. Su lugar lo ocupó una fábrica de títulos académicos y revistas de claustro. Pierre Bourdieu encontraba otras huellas en el cuello del muerto. No era la universidad, sino la televisión la culpable del deceso. El intelectual nace de un público que lee. Necesitó del instrumento de la imprenta para formar una comunidad de lectores a la que se le puede exigir atención. El intelectual del que habla Bourdieu en su ensayo contra la televisión es capaz de definir el tema del que habla, el tono en el que escribe, la extensión de su alegato. Pero cuando es capturado en la pecera mediática, el pensador se convierte en otro profesional del entretenimiento. La televisión, decía Bourdieu, no puede ser transporte del pensamiento. Al delimitar el tema, al demandar concisión y velocidad, al empuñar constantemente la amenaza del reloj, la televisión impone superficialidad. Roger Bartra ha publicado en el número más reciente de Letras libres una reflexión sobre la curiosa suerte de los intelectuales mexicanos en tiempos democráticos. Nunca como ahora ha habido en el país tantos espacios para hacerse leer, para hacerse oír, para hacerse ver. La caída del régimen autoritario ha provocado una expansión extraordinaria de los espacios intelectuales. Una variada corte ocupa esos territorios: “escapados de la academia, periodistas con ínfulas, prófugos de la literatura, ideólogos desahuciados, tecnócratas desempleados, políticos insensatos, burócratas exquisitos.” No los identifica una exigencia común, sino un ánimo melancólico: el desprecio a la madre (democrática) que los parió. El opinionismo es ubicuo pero, sobre todo, quejumbroso. Lo que Jorge Castañeda llama “comentocracia” es un pozo que bombea amargura al país. Bartra inserta esa dinámica en las coordenadas tradicionales de la política: el embrujo del poder se tragó en 2006 a buena parte de la intelectualidad mexicana. “La dificultad de entender la derrota, combinada con el descubrimiento de que los había deslumbrado el populismo rancio de un cacique, ha asumido a muchos intelectuales en una desesperada tristeza política.” La clave de la amargura puede estar, sin embargo, en otro sitio. Quizá pueda ubicarse en la confluencia de amenazas que detectaban Jacoby y Bourdieu, cada quien por su rumbo: la burocratización del conocimiento y sus tributos a la industria del espectáculo. El lenguaje del opinionismo dominante acostumbra vestirse con credenciales de autoridad académica, pero suele olvidar sus rigores. Bastan un dato de aquí y una cita de allá, envueltos en la prosa del lugar común. La serenidad, la profundidad y la escritura, sacrificados por el reflejo del comentario rotundo. La comprensión queda sepultada en la perorata. El sermón moral y la receta tecnocrática machacan obsesivamente las contrahechuras mexicanas para subrayar al lustre del Santo Opinador. El opinionismo mexicano no es sólo amargo; también tiene mala letra. He opinado

1 comentario:

Marcos García Caballero dijo...

Momento, Gargantúas tiene también difusión para otros blogs, esto fue sacado del de Jesús silva Herzohg Márquez, me parecen acertados sus comentarios, comentó a Pessoa de una manera bastante seria y atinada

MGC