Buenas tardes:
Dentro de este coloquio dedicado al
tratamiento de las sensaciones, las opciones ante la tarea de elaborar mi
ponencia eran múltiples: pasamos toda la vida experimentando sensaciones y
frecuentemente en las más cruciales no reparamos a reflexionar en qué estriba
precisamente aquello que experimentamos. Cuando me bañaba hoy en la mañana
traté de experimentar alguna sensación placentera y cuando me puse los zapatos
otra igualmente inexplicable gracias a la rapidez de su ejecución: abrocharse
los zapatos se parece mucho a la sensación de envolver un regalo a una persona
a la cual deseamos mostrarle nuestro afecto. Por ejemplo, nunca he conocido a
ninguna mujer que no le fascinen los regalos. Lo cual, por cierto, no quiere
decir que mi pie desnudo sea un buen regalo, ¿pero que me dicen acerca de la
sensación de caminar descalzo…? Sensación curiosa e inolvidable, pero de la
cual no ha de tocarme hablar hoy. ¿O qué me dicen de la sensación de hablar por
teléfono con una mujer que hubiera preferido que no marcáramos su número y nos
habla a regañadientes? Antes de comenzar a escribir estas líneas tuve la mala
suerte de experimentar esa sensación con una vieja amiga con la cual quería
entrar en materia, pero como no hay nada agradable sobre lo cual extenderse
cuando la otra suspira por que ya le cuelgue, prefiero que otros traten de
describir aquella sensación inaguantable.
Como
voy a hablar de una de mis sensaciones favoritas, empezaré por explicar su
título: "Empino ergo sum" no viene a ser más que una variante del dictamen
cartesiano que en México todo mundo sabe
que significa: "pienso, luego soy", que si me permiten y no me cae un
rayo para achicharrarme, diría que no es más que un ingenuo e ingenioso
truquito para demostrarnos que en realidad somos alguien, que el
"ser" al que se refieren los filósofos, indudablemente está presente
incluso en quien se atreve a tergiversar un poco aquellas palabras históricas.
Muy
bien, Descartes pese a todo me convenció y no me parece aventurado jactarme de
que, por lo menos, soy alguien, tal como consta en los archivos de todas las
preparatorias donde me corrieron y de donde, por fortuna salí por patas. Otra
fortuna, es la vía subversiva de la filosofía moderna o la llamada corriente de
las “filosofías individualistas” (Arthur Schopenhauer, Nietzsche y los que los
siguieron, como el español García Calvo, o los escritos de Georges Bataille,
“la mayor cabeza pensante de toda Francia, le decía Martin Heidegger en los
sesentas), que trató de desentrañar en
que estribaba ese ser del cual ya no cabía duda, pero había que ayudarlo para
que no se fosilizara como entidad auto referente, es decir, no se transformara
en cosa, en objeto; aunque había que verlo, paradójicamente, con mucha
objetividad. Saltándome la mayoría de los argumentos contundentes haría un
cruel esfuerzo sintetizador para decir que me parece válido el argumento de
Nietzsche reforzado luego lúcidamente por Fernando Savater: el movimiento
esencial del ser estriba en su querer, el querer quizá como apuntó Heidegger
permanece oculto para el hombre; el querer profundo, pero indudablemente lo
primero que quiere es ser queriendo ser y, como bien lo dijo el filósofo alemán
querer ser no significa otra cosa que querer ser más, y es ahí donde entra mi propuesta "empino ergo sum"
para demostrar que empinar, empinar la botella, es una forma cruel aunque no
por eso menos placentera de querer ser más.
La
sensación que aquí voy a tratar de comentar del modo más sobrio posible y con
la pluma fija en la botella, es la de estar borracho, estar borracho hasta las
manitas. Aunque claro, primero habría que olvidarnos del superficial
denominador social que empaña esta noble palabra. Para el común de la gente ser
borracho no significa otra cosa que ser irresponsable, que socialmente y con
razón, es la primera característica que buscamos en nuestros semejantes para
establecer un eficaz compromiso de comercio entre todos, todos aquellos que por
principio, no son borrachos y sí son responsables.
A
defender esta noble y alcohólica actitud es a la que pienso referirme y vayamos
de una vez quitando paja: estar borracho no significa ponerse “pedo”, perderse
en el alcohol y quedar desnudo ante los demás como bulto o peor aún, con el alma
desatada que lo desatiende todo incluyendo la cortesía. Desde mi punto de
vista, afortunadamente existe una diferencia crucial entre los dos movimientos,
ya que el borracho es el que puede todavía irse caminando de la fiesta o del
bar mientras que al que se puso pedo sin remedio hay que engancharle una cadena
y jalarlo puesto que ha perdido la conciencia y además la voluntad de decir:
"Todavía puedo caminar yo solo". Esta frase es la que los distingue,
precisamente, puesto que el borracho, si en realidad lo es, se esfuerza por no
perder el estilo y la congratulación amistosa con quienes lo rodean. Como quien
dice, “el borracho no la arma de pedos”, aunque esté más mareado que un
astronauta. Estar borracho es percibir como la realidad se va descuadrando, es
percibir como la realidad pareciera ponerse a eyacular, cómo la realidad pierde
la crueldad de su virginidad, cómo la realidad se diluye entre vasos y litros
de vodka, ron, tequila, tabacos, música de jazz, ver cómo brillan los ojos por
otras cervezas, el olor del alcohol y el sexo se levantan, se dan la bienvenida
a la parranda a Baco y el eco de su gente… En el alcohol, se ve por qué Miles
Davis y Charlie Parker y John Lee Hooker son descomunales, en alcohol toda
preocupación es banal. Una buena noche de sexo siempre es alcohólica. Con tres
botellas de vino rojo la realidad se va abismando irremediablemente en la
sensualidad de su contexto y de su marco de referencia. El borracho no se
embriaga de otra cosa más que de sí mismo: la plenitud de su querer, que es
solamente querer ser más, se ve exitosamente cumplida en su propósito: me
emborracho y luego soy, porque al emborracharme consigo ser más, incluso más de
lo que suponía.
Los
verdaderos borrachos saben que las palabras no son suficientes para enfrentar
violentamente a la realidad y resuelven el conflicto caduco de la separación;
de la dualidad inverosímil entre cuerpo y alma entregándose por completo a lo
que más les gusta, la sensación de bailar casi sobre el abismo pero con un
hilito conductor que los mantiene unidos a la realidad. El borracho sabe
significar y elucubrar sus diferentes visiones, sobre todo aquellos que nos
gusta seguir con la misma sensación durante semanas enteras y visualizar la
vida tan trivial como podría ser observar un conjunto de botes de basura
arrastrados por una aplanadora y observar cómo la vida se va yendo a la misma
chingada, pero con la gratificante de que sabemos pedir nuestro arsenal etílico
con un sincero: buenas noches doña, -a la de la vinatería clandestina- “por favor otras cuatro botellas
de ron y un cartón de chelas pal físico, sí, sí… de esas Pacífico”. Pero, ojo:
el borracho no se identifica con lo que se destruye ni con lo destructor sino
con el sabor que implica tener un
huracán en la cabeza y frente a los sobrios decimos cuando, después de la
cruda, nos duele y sentenciamos, como nadie más podría decir: "El que
adentro de la cabeza no tiene una idea que se la rompa, no merece tenerla; por
supuesto, nos referimos a la cabeza".
Que
quieren que les diga, es la sensación en la que al mismo tiempo, se intersectan
lo más crudo de mi estupidez y lo más coherente de mi lucidez. Las mejores y
peores palabras que he dicho han sido siempre acompañadas de la embriaguez.
Nunca será lo mismo un suspirante: “te amo, mi amor, no llegues tarde,
besos.” Que el incomparable grito del
briago: “¡No te largues de la casa vieja, ya no lo vuelvo a hacer!” Tal vez se
me pueda objetar que todo esto no es más que irracionalismo o peor aún: insistir
en la bohemia para los escritores; siendo que realmente no hay peor enemigo
para un escritor en estos tiempos que una idea preconcebida de la bohemia; o
que la razón y su contraparte, el irracionalismo, no podrán nunca confundirse:
yo los invito a que se emborrachen previamente documentados con el sabio
argumento de Séneca, que sin que le temblara el pulso recomendaba: "No
dudemos, de vez en cuando, en emborracharnos, no para ahogarnos en el vino sino
para encontrar en él un poco de reposo: la embriaguez barre nuestras
preocupaciones, nos agita profundamente y cura nuestra morosidad como cura
ciertas enfermedades. No llamaron al inventor del vino Liberador porque suelte
la lengua, sino porque libera nuestra alma de las preocupaciones que la
avasallan, la sostiene, la vivifica y le devuelve el valor para todas sus
empresas" (De tranquillitate animi).
En
este punto me gustaría hacer una distinción entre la embriaguez y la
alucinación que provoca cualquier otro tipo de droga. Me parece que las demás
drogas no logran los efectos de una buena borrachera puesto que la droga juega
con los mecanismos de introspección y todo aquello que nos vuelve pasivos y
contempladores de nuestra propia miseria ridiculizada por esas mierdas. (Además
guácala: ¡Son puros retorcidos químicos incomparables al Ron procedente de la
caña de azúcar!) El alcohol en cambio, cuando se prueba con la prudencia del
buen borracho, no nos provoca sino el elemento liberador del que habló Séneca
en la cita anterior: el borracho sabe que la realidad nunca cambia, sino que
cambia él mismo, la embriaguez nunca es una vuelta al paraíso perdido, sino un
espasmo de tranquilidad frente al caos de la realidad y me atrevería a decir
que en la mayoría de los casos no sólo como espasmo sino como incitación a la
actividad. Si no son muy productivos, los borrachos por lo menos son activos.
Cuando
estoy borracho me vislumbro a mí mismo y me experimento como intensidad, con
seis vasos de vodka con jugo de naranja se puede descubrir ante mí la calidad
irrepetible de mi ser, vuelvo a pensar de arriba abajo la complejidad y la
pasión que tiene la vida, me siento tan contento que puedo escribir un poema en
mi mente y después olvidarlo para siempre, puesto que lo que aparece no es más
que lo más mío de mí, aquello sin lo cual no valdría la pena ni siquiera dar el
próximo párrafo o el próximo paso.
Si
me mojé tanto a mí mismo en estas líneas lamento desilusionarlos: cualquier
burla que me hagan solo incrementará mi egolatría y de esa borrachera sí que
prefiero permanecer lejano.
El
gran escritor de ciencia ficción Robert Heinlein decía que un poeta que lee en
público sus versos es porque de seguro tiene otros vicios aún más feos, lo que
me hace recordar que en la última borrachera que tuve incurrí en ese vicio y
recordé a una mujer que en su ponencia del día de ayer apuntó que le gustaba
provocar o mover a otros a la creación poética. Pues bien, sin hacerle caso a
aquél viejo gruñón de Heinlein y tan embriagado como quisiera estar hoy, voy a
citarle aquel poema:
"Cadáver
lleno de mundo he sido,
cadáver
lleno de mundo moriré,
y
esta noche frente a tu mirada
tras
el filo de una navaja me inclinaré".
Como
la mayoría de las buenas sensaciones, la embriaguez requiere y se ve reforzada
gracias a nuestro contacto social y es en ella donde solamente la podríamos
disfrutar como vale la pena llevarla a cabo. De ahí el: “Estamos chupando
tranquilos…”
Como
todo buen literato invita a algo, en mi caso, a falta de poderlos invitar a
algo mejor, los invito a la embriaguez y a ver si se atreven a desmentirme
luego, recordando, por supuesto, las sabias palabras de Séneca. Documéntense
sobre el tema: hay que ser buenos catadores y buenos exploradores de bares.
Como
última aparición ególatra invito a un amigo novelista que además es un
excelente borracho y flaneur, Iván
Ríos Gascón, que en su primera novela Tu
imagen en el viento (Aldus, 1996, porque después publicó en Editorial
Praxis Luz Estéril en 2003, que
también es un grueso fresco de la vida nocturna de la Ciudad de México que es
una golosina para ebrios) hizo decir a un personaje que todo mundo llevaba su
Freud bajo el brazo. Yo más bien creo que todo mundo debería llevar su Charles
Baudelaire bajo el brazo, créanme, él hubiera suscrito la mayoría de las
argumentaciones aquí dichas. Acuérdense de la máxima de Baudelaire:
“¡Embriagaos, de poesía, de amor, de vino, pero embriagaos!” Sólo que el sí
continuó con esta búsqueda y creo por la cual murió antes de los cincuenta años
siendo simultáneamente inmortal en la literatura y un pobre miserable en la
vida cotidiana, en cambio a mí, sólo me queda la cruda moral de declararme casi
abstemio.
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