SOBRE EL DIÁLOGO ENTRE FILOSOFÍA Y POESÍA
Cuando
terminé la lectura de los textos breves “La soledad solidaria del poeta” y “Angustia y secreto” incluidos en el libro “La tarea del héroe” de Fernando Savater,
los percibí como si fueran susurros o
pequeños encantamientos dirigidos hacia los jóvenes escritores que quieren usar
el verbo y el verso como recurso propio (claro, para enloquecer, propiamente hablando)
y entonces me asaltaron muchas dudas: La Filosofía… con aparente rivalidad con
la Poesía... ¿entonces qué fue primero: el huevo o la gallina? Respuesta: la
verdad es que fue una gallina, pero una menos evolucionada, menos adaptada,
nunca el ideal de gallina porque ¿acaso el producto (el huevo) salió al mundo
de nada o fue parido por la nada? Todavía peor, en materia filosófica ¿es “la nada” o se dice a secas “nada”? Éstas
y otras incertidumbres metafóricas inventadas en la aurora de Grecia, o quizá
simplemente porque Fernando Savater nos tiene acostumbrados a sus escritos
filosóficos principalmente, me hicieron pensar que quizá sea cierto que la
filosofía encuentra y cuestiona con más verdad la realidad de la existencia
humana que la poesía. Pero por sí sola, ésta afirmación me parece sólo aparente
y no tan precisamente formulada desde el punto de vista evolutivo, dicho sea de
paso para seguir reflexionando a partir de esos breves pero muy lúcidos
textos.
La
verdad es que todos los grandes filósofos que han indagado o cuestionado el
fenómeno poético, desde los filósofos clásicos como Platón (el eterno enojo de
Platón contra los poetas es sólo contra algunos
poetas, los falseadores, como queda indicado con muy buen énfasis en una parte
del Fedro
que no se nota tanto en la edición de Porrúa como en la de Herder: el político-policía Platón, no siendo
ningún necio, sabía que lo que hacía
Homero era peligroso para la armonía psíquica de la polis, vamos, tenía
conciencia de que la poesía era un peligro porque habla de esa furia y ese
instinto diabólico que llamamos deseo)
pasando por Nietzsche en el siglo XIX y hasta Heidegger en el siglo XX,
han terminado quitándose el sombrero
ante los grandes poetas, los han alabado en su propio terreno, pero dicha
reverencia no significa que la culminación de la filosofía sea la poesía ni
viceversa. Para saber algo más de este embrollo o mutua digresión aparentemente
amistosa entre pensadores y poetas, tendríamos que recorrer un poco lo que
comparten ambos caminos, aún por ultrajante que le parezca a algunos
cuantos y esto es gracias a que los más
grandes temas del hombre son tocados —y además del modo más serio posible— por la prosa filosófica y la significación
más acertada de esos temas es a la vez
tocada por el verso poético (mención
aparte merece la novela o el teatro, pero donde no hay duda es que en la Historia de la tribu humana
fue primero la palabra sagrada, la palabra que decía o reformulaba algo más que
una simple orden o grito y contenía un elemento tipo primitivamente poético,
digamos chamánico o palabra de mago, algo más propiamente significativo como un
conjuro, que las narraciones y los recursos teatrales).
Ahí donde el filósofo actual discute sobre la
ética, el poeta hace crítica del tiempo y de la actualidad, lo cual significa
asumir un tipo especial de moral —o ética, como se quiera, disciplina que
Nietzsche, por cierto, consideraba el pilar de toda la filosofía—; una poética
que a nadie juzga, a nadie reduce, pero que a todos llama y los interpela
precisamente en el secreto de la lectura solitaria al cobijo del silencio, uno
por uno, considerándolos irrepetibles y únicos: es decir, rescatándolos,
sacándolos de la infelicidad de la disipación televisiva. “La verdadera
solidaridad sólo es posible entre solitarios” —José Bergamín dixit. El poeta,
si es realmente tal, inventa a sus semejantes en la lectura gracias a la
llamada polisemia; la multitud de significados de temas y lecturas de la poesía
que pueden arribar en cualquiera que considere con perspicacia y con atención,
que el lenguaje que usamos para adentro y para afuera de nosotros mismos, es
realmente un hecho estético ajeno a la realidad de todos los días, ajeno a la
“pura sencillez y crueldad del mundo”.
Esto lo saben muy bien los lingüistas: toda lengua es convencional y el
espíritu sopla donde quiere, pero tal
convención de lenguas parte también de que entre todos nos entendemos por, las
asumimos y nos gustan las metáforas, las relaciones entre significados con los
cuales convivimos día con día en nuestros trayectos y nuestro ocio, desde los
más peregrinos chistes arcaicos o
albures de doble sentido que denotan
ambigüedad sin atreverse a decir las cosas por su nombre, hasta los más complejos fraseos de las citas
citables. V. gr. ¿Qué es un faro?: “rubio pastor de barcas pescadoras” (José
Gorostiza). V. gr. “Aquél tiene cáncer
mamario”. Respuesta: “Pero en la boca”. ¿Y qué decir de la Picardía mexicana ya legendaria de la cual está hecho el
pensamiento del mexicano de las clases bajas o sin acceso a las élites
culturales? Si por en cambio se propone lenguaje poético, es que será falso,
dirán algunos prejuiciosos carentes de pensamiento libre, curiosamente siempre
cínicos y clínicos con esa mentalidad tan pero tan moderna de archivar casos y
sacar expedientes, porque la poesía parte de las visiones y las exaltaciones,
las euforias, las transgresiones pasionales y todo lo que huela al diablo, a la
libertad o lo revulsivo. Pero es que, realmente ¿cómo diablos pueden surgir las
uniones insólitas entre los vocablos, los significados radicalmente nuevos que
todos necesitamos darle al lenguaje para dárnoslo a su vez a nosotros
mismos? La poesía es la gloria de la
lengua, la poesía es la prueba de fuego del lenguaje, su más depurado logro. La
poesía, si hubiera triunfado la Cultura nacida en Grecia debería demostrar que
hemos abandonado hace ya mucho la obscenidad del protolenguaje: el chiflido, la
mueca, la risa loca, el eructo o el claxonazo, qué lástima que la prosa
Occidental del día con día se haya enamorado de su propia decadencia idílica
del arte por el arte, el progreso por el progreso mismo, los sueños guajiros revolucionarios y se haya
olvidado de la importancia de la continuidad de lo que por sí mismo es la gran
cuestión: la reinvención del sujeto como obligación propia por medio del
lenguaje. Cuando los centros y receptáculos del lenguaje son atacados y
denostados, nos alejamos de nuestro propio concepto de civilización y la
ignorancia se generaliza. (En su pequeña Utopía analizada en un fragmento de su
autobiografía intelectual, Bertrand Russell también, siguiendo la traza del
pensamiento platónico, decía que la poesía se debería prohibir a los adultos
mayores de 35 años. Entonces, siguiendo al neo Voltaire del siglo XX,
supuestamente a la juventud con propensión al acto poético sólo le quedaría un
camino: el genio, la locura, y pasados los 35 ¿cobrar pensión gubernamental
cada quincena? ¿Aguinaldo poético y vales de despensa? Ni madres. Creo que el
viejo Bertie se equivocó.) Por supuesto las palabras por sí mismas no son malas
ni buenas, pero la fibra de las palabras se gasta ante la falta o el sobre
exceso hueco que les damos detrás de los dientes, es decir si no respetamos su
significado primigenio, y además… ¡la fibra del espíritu es la palabra! La
palabra o la ausencia de palabra nos tiene guardado algo oculto para cada uno,
un mensaje que nos puede llevar a la desesperación, la indiferencia o la
alegría, como decía Freud, y hablando del padre del psicoanálisis, debemos de
recordar que el mundo, ante todo, es una experiencia psicológica: racional/irracional= poética y filosófica.
Recientemente en entrevista (Versos Comunicantes II, ediciones
Alforja 2005), José Vicente Anaya declaró que la palabra, como elemento
taumatúrgico, no está simplemente aguardándonos en el libro de equis autor o
poeta, sino en el énfasis de la conversación y hasta en el propio sonido de lo
que decimos, postura mística que él denomina para su poesía como: “Mística
encubierta”. La cita entera dice:
“Pienso
que la palabra no es sólo el sonido que expresamos, el signo que escribimos o
el concepto que determinamos con tales recursos, sino algo más, la consecuencia
de un fenómeno aún más profundo. Creo en la comunicación no verbal. Lo
experimenté cuando viví en la sierra Tarahumara (más correcto sería decir
sierra Rarámuri) y conviví con un chamán de un nivel muy alto, cuyo grado de
sabiduría recibe el nombre de Sipiáame.
Yo aprendí muy poco de su idioma y él hablaba poco español. No obstante,
tuvimos largas conversaciones que se desprendían no sólo de lo que nos
expresábamos con palabras, sino de lo que pensábamos y sentíamos […] Pero debo
aclarar que la palabra para la poesía es instrumento y es materia.”
O sea que el poeta, además de componer también
narra y platica en el aire, como dice el dicho, pero como desde hace rato ese
aire está podrido, al convertirlo en arte el Poeta se llena de complejidad, el
Poeta es el gran enfermo: deja fermentar las palabras antipoéticas y las
convierte en palabras domingueramente enciclopédicas par excellence. Lo cierto es que la poesía, núcleo del arte, no se
revoluciona a pasos agigantados, pero el arte cambia vidas, modifica e inspira
nuevas actitudes y conductas. Los Poetas, es sabido, escriben sobre lo que no
saben y la verdad es que nunca renuncian a ese no-saber para entender al mundo,
ese no-saber es su enfermedad y si son grandes poetas, será su única victoria,
(además de la vanidad y la fama, que nunca son del todo una victoria) ya que en
Poesía, la victoria verdadera es continuar
intentando, no abandonar la lucha contra la resistencia que opone la
palabra exacta y en sus términos estéticos. Es continuar exigiendo que nos
toque musa. En cambio, la indagación filosófica busca la sencillez de la
existencia o la sabiduría, sí y sólo si después
de atravesar la complejidad del pensamiento y, sobre todo, para poner ese
conocimiento al servicio del silencio. Al servicio del silencio cuando uno está
solo claro, porque como dijo Karl R. Popper en la introducción a La Lógica de La Investigación Científica, solamente debe ser Dios el que
continuamente se hable así mismo y los filósofos deben entrar en diálogo y no
monologar sin santos ni diablos y dejar de creer que son divinos.
La
filosofía y la poesía parten del hecho obvio: ambas están fincadas en las
palabras, la filosofía las vuelve un pedernal de idea pura; (“más fácil es
romperse una pierna que una idea” dijo Nietzsche) el poeta pareciera
trascenderlas creando sus propios mundos verbales, pero ninguno de los dos
puede abandonar el lenguaje en los dos sentidos: en la obra que es su producto
final y en el de la polémica, pero más en el sentido de compartir las propias
ideas que en el de sobajar o apabullar al que tenemos enfrente con
deslumbrantes teorías sacadas de la manga o “de juntar el marxismo con la
mariguana”, (el pecado cardinal del
filósofo). Es decir que toda gran teoría filosófica se puede resumir al habla
normal en 2 o 3 cuartillas. Y algo parecido en palabras. Esta responsabilidad
la encarna más el maestro que el alumno y era comprendida y asumida con
verdadero coraje por Sócrates, el primer sabio de la historia, porque la
sabiduría pertenece más al sentido espiritual
que al intelectual; pero sobre la
enseñanza y la práctica de la filosofía, ninguna advertencia mejor que la de
Kierkegaard ya que muchas veces en el aula académica la Razón hablando y
dialogando es lo menos luminoso:
“Lo que dicen los filósofos sobre la realidad
es a menudo tan decepcionante como un cartel colocado en un escaparate de una
tienda en la que se lee: “Aquí se plancha ropa.” Si llevas tu ropa a planchar,
te llevarás un chasco, porque el cartel está a la venta.”(1)
En
estos comienzos del siglo XXI, cuando la pregunta por la misma identidad humana
resulta de suma urgencia entre intelectuales, estudiantes, trabajadores,
etcétera, el diálogo entre filosofía y poesía no puede reducirse a un análisis
de la poética de tal autor o tal corriente literaria; sin duda, en estos
inicios del siglo XXI, el conocimiento de la identidad humana necesariamente
pasa —se escanea— por una o unas lecturas ontológicas y se percibe por
una voz o voces poéticas, en modo
shuffle y con micrófono en alto.
Pareciera que el poeta quiere producir
humanidad en su público… ¡Producir humanidad! ¿No significa ello mismo producir
en un mismo escucha una multitud de polisemias? Es decir: palabras que
otorgarán uno o muchos sentidos vitales (aunque por otros medios ajenos a la
Razón Mayúscula) a la vorágine diaria que significa la convivencia en las
sociedades modernas y sobre todo, de manera crítica, literalmente
significativa. El poeta inicia su
recorrido (lo que será la elaboración de su propia Poética) como materia prima lo real, pero lo real dado y no merecido: de ahí
que el primer acercamiento del poeta sea Natura interna-externa tomada como
nostalgia del paraíso y, paradójicamente, de quien mejor aprende el poeta sus
lecciones —cómo no— es del Diablo, de los diablos, del abismo, del hueco que ha
dejado en la Tierra el fin del Paraíso y el comienzo del trabajo junto a la ilusión del Progreso. El poeta es el que
juega con no querer ser útil; está malo y es maldito y es mala leche que no
trabaja, para burlarnos de Melaine Klein, quien seguramente recordaría que todo
poeta lleva al niño que fue en su interior.
Mientras
tanto, el filósofo lo que quiere con denuedo, lo que ansía y lo que lo devora
es el estatuto del merecimiento,
merecimiento de haber llegado ahí, al hallazgo donde ya sabía que podría
llegar. Al enfrentarse a la razón y tomar al toro por los cuernos está ciego,
solo frente a la inmensidad diciéndose: “Yo pienso”, actitud de Descartes
citada por Milan Kundera y que Hegel llamó, con razón, heroica. Al poner en
tela de juicio al conocimiento tentativamente “coloquial” o “desacralizado” es
decir, principalmente al conocimiento freudiano, socrático y shakesperiano que
está en la calle —o en el cine, que es lo mismo— en estos tiempos, el filósofo
sabe que sólo ganará lo que logre por su propio empeño, incluso luchando contra
su propio bagaje cultural o reexaminarlo
todo. Al crear verdad entre más y más se aleja de la misma realidad para
verla desde arriba, el filósofo queda solo igual que el poeta: pensar es
alejarse, hacerse un poco monstruoso, perder referentes y perder creencias,
suelo qué pisar, caer en el desasosiego gracias al afán de querer saberlo todo,
y ese precio, efectivamente, es la perdición
del filósofo auténtico. Filosofía=hambre=angustia.
Poesía=enfermedad=nostalgia. Pero ojo:
sería un error creer que el desasosiego
filosófico en busca de la sabiduría se lleva a la poesía como compañera de
viaje. Allá en esa región donde ya no alcanza la mente del filósofo se diría:
es la irracionalidad futura, no precisamente el quehacer poético del presente.
O en ésta era posmoderna diríamos: si dada una visión cualquiera, que fue
entender la razón a partir de la sinrazón o viceversa, definitivamente llegan a
la misma y última frontera (aunque en sus propios terrenos) el filósofo y el
poeta, parafraseando la fórmula de Eckhart. Ahí donde el filósofo especula y se
abre paso entre la opinión de su tiempo y de las nociones de la época, para
indagar, por ejemplo, sobre la ontología, el poeta ya ha llegado primero y como
prueba irrefutable tenemos la poesía épica con uno de sus mejores
representantes: el gran poeta Homero en La Odisea. Los Poetas cuentan
historias de hombres que actúan, y que actúan una cantidad de cosas como
Aquiles. Homero no se preguntaba por los modos y las abstracciones del Ser,
simplemente fundó lo que llamamos Cultura Occidental. En otras palabras la representó. Todo inicio académico en la
filosofía es con La Odisea. Y por
otro lado, todo poeta tiene su filósofo de cabecera, pero traducir en versos lo
escrito por un filósofo es falsear la magia que la poesía necesita como poder
de convocatoria, si no, piénsese en cantar entre relámpagos y océanos “el ser
no es lo que es y es lo que no es…” o: “la concomitante presencia de lo Otro
bajo la espuma del mar”. El pensamiento y el canto no están peleados per se, como tampoco los filósofos
serios creen en el ritmo del pensamiento, que no del discurso, porque hablan y
hablan, que da gusto. En sus orígenes, poesía y filosofía eran indisolubles y
escarbaban en lo mismo, por ejemplo a este respecto, me parece significativo
que para Hesíodo, el gran poeta griego autor de la Teogonía, la palabra Caos (el inverso de Cosmos, ya se sabe) tal y
como la conocemos ahora, significara “abertura”; (Y recordemos que esto fue
escrito mucho antes del Génesis de la Biblia) vaya curiosidad todavía mayor que
veintiocho siglos después Gaston Bachelard insinuara que escribir (o leer)
poesía significa “descubrir” nuestras habitaciones internas por medio de la
ensoñación cuando nuestras casas están más pletóricas de sueños, dioses lares y hechas con tabiques que parecieran sudar. Eso es el caos: la abertura interna de
la casa-universo que sólo abre (y da sentido) la llave polisémica de la poesía.
Si la analogía entre Hesíodo y Bachelard es tolerable, podemos decir que la
poesía y la filosofía nacieron en el hombre por la misma incógnita pero que
tomaron caminos diferentes; filosofar para preguntarse ante todo y ante todos:
¿cuál es el porqué de esto? ¿En qué fundar la vida? Y en esa pregunta del por
qué irse como si se nos fuera la vida misma, y la poesía, en su necedad
taumatúrgica, transmitir lo que en el hombre se oculta tras las bambalinas de
la razón, quizá para en la irracionalidad pura, encontrar la verdadera entraña
del misterio de la invención de la voz, del hablar y el decir, el enunciar, lo
que se dice: “darle aire al poema”. Hablar es cobrar vida: espantar. Y el
análisis clásico del terror y de la risa, en filosofía hay subrayadas muchas
correspondencias. Hesíodo habla de los albores del Universo y cuando se
pregunta por él, se da cuenta, es decir, tiene autoconciencia. La Poesía es el
Caos que el Universo tiene dentro de sí. La Filosofía nació por una jaqueca que
tuvo el padre de los dioses, pero permitió que los hombres pudieran pensar. Y con ello, nació la
antropología filosófica, el antropomorfismo. El hombre comenzó a caminar
reflexionando, lo que lo volvió la medida de todas las cosas, según la
prestigiosa opinión de Protágoras.
Hesíodo es el padre de los grandes metafísicos del siglo XX y sus
preguntas famosas: ¿Por qué hay algo y no más bien nada? Todos los
grandes poetas, de una u otra forma, han asumido estas preguntas con
fascinación, prefieren no contestar y rodearlas con una idea parcial de la nada
en correlación solidaria con el ser humano. (Es decir, es idea parcial de la
nada porque la nada absoluta, según la concepción clásica, sólo es un “ente de
razón” es decir, algo impensable. La idea parcial de la nada es completamente
humana y subjetiva y es, por citar la frase del famoso argumento de Heidegger
en Ser y tiempo, cuando el espíritu
se encuentra: “flotando en el suspenso”, es decir, cuando te angustias). Por
esto, el mensaje más profundo del poeta es: “Hay misterio y anda por ahí, y no
solamente hay misterio sino hay lenguaje para llamarlo, para recorrerlo, para
percibirlo, incluso para atraerlo.” Lo otro es la angustia filosófica: soledad
pensante… los dioses se han ido, nos dice Martin Heidegger.
¿Entonces qué queda? La anomia, el olvido del ser de la Globalización para las
muchedumbres sin futuro. Es claro, entonces, que la Filosofía y la Poesía eran
y han sido la búsqueda del comienzo, lo
primigenio y, por supuesto, el fundamento racional e irracional que precede a todo saber y que a todo saber
posibilita: el lenguaje, el lenguaje que empleará la conciencia para aceptar su
propia pérdida y en resumidas cuentas la muerte, de ahí que tantos poetas y
pensadores hayan buscado “la salvación” en el budismo o cualesquiera otras
prácticas alternativas como el sexo desaforado o abandonado el arte en nombre
de la consigna política como le pasó a André Bretón.
Como
es sabido, a partir del Tractatus de
Wittgenstein, la filosofía analítica ha seguido dos posturas: una apoyada
totalmente en Wittgenstein y otra con la lectura de ésta obra y una parte de la
lógica de Bertrand Russell; el Tractatus,
curiosamente está escrito en fechas
parecidas al Altazor de Huidobro en
donde también hay una clara ruptura con el habla y el lenguaje que después
intentó reconstruir Julio Cortázar en 1963 en su novela Rayuela, en ese famoso capítulo 68: pedazos de palabras junto con
otros pedazos de palabras hacían el verdadero significado o, por lo menos, a
ningún lector ni académico le pasaba inadvertido.
El
misterio del nacimiento del lenguaje no se refiere a lo que el ser es en tanto
ser, cosa sumamente abstracta y en la que no profundizaré, pero sospecho que se
parece más a una enunciación poética (es decir, metafórica), sea del tipo que
en su día haya sido. En verdad, el investigar los orígenes del lenguaje
significa una horrorosa complejidad. La permanente situación de crisis en las
Humanidades no puede deberse a otra cosa que no sea la crisis en la que vive la
filosofía, en tanto que es un discurso con visión responsable sobre la
totalidad de la realidad y por otro lado, las reiteraciones y el estancamiento
en que se encuentra la poesía. Quizá la Poesía sea cada vez más una forma de
comunicación ya demasiado cargada de historia… Pero a mi entender, poesía y
filosofía engloban y perfilan con mayor amplitud de significación a lo
inmanente en cada hombre, (lo “universal” de la condición humana), en tanto que
es un ser simbólico inmerso en la comunidad de los semejantes, donde todos
pueden y deben hacerse oír, pero a sabiendas de lo que significa sentir el peso
de esta semejanza y asumir la diferencia, la pequeña diferencia, —como escribió
el propio Savater— en que nos jugamos la vida. Poesía y filosofía: Inicio de
eso que llamamos ciencias humanas y que es en estas dos ramas del saber desde
donde intelectualmente entenderemos mejor el mundo, pero a estas alturas, un
mundo lleno de rupturas de paradigmas en eso que llamamos “la Razón de ser de
las Humanidades”. Ya sean razones antropológicas, psicoanalíticas, filosóficas,
literarias o históricas. Quizá porque: “la entera verdad, como la entera razón,
ya no son de este mundo”, como nos recuerda María Zambrano.
Ella
misma definió a la realidad simplemente como “lo que me circunda y me resiste”.
Octavio Paz escribió: “El espíritu es una invención del cuerpo/ el cuerpo una
invención del mundo/ el mundo una invención del espíritu”. Más allá de nuestros
gustos o disgustos con Paz y Zambrano, ahí está el conocimiento y el legado
poético de la humanidad y también el
legado filosófico, y la tragedia es que no
llega del todo y no llegará nunca
hacia el todo.
Actualmente,
en las universidades la creación poética se mira con recelo y para esto hay una
razón, te dicen: “¿Para qué escribes poesía? Mejor forma tu grupo de rock”.
Todos los ninguneadores de la poesía sospechan que la poesía puede ser todo lo
que ellos quieran, menos algo muy manejable: al poeta se le puede alejar, se le
puede vilipendiar, pero no manipular, es de los que saben… por principio el
profesor universitario moderno, igual que el segundo filósofo realmente grande
(Platón), adivina una semejanza entre absoluto=lenguaje=poesía, lo cual es
parcialmente verdad, solo porque parcialmente hay verdaderos poetas. El
profesor universitario no quiere ver alumnos poetas porque desde hace mucho
tiempo se cree que los poetas somos el binomio dorado del siglo XIX:
poetas=bohemios, o lo que es lo mismo: flojos y alcohólicos. Al profesor
universitario se le abre de pronto el discurso poético y evidentemente esto
causa terror, (¿acaso no sabíamos desde el principio del riesgo de ser poetas?)
realmente como dijo Zambrano, la poesía es el infierno, el terreno de lo
ilimitado, donde todo puede ser contrario a lo que se dijo en un primer disparo
o todavía mejor: que el disparo dé donde debe dar: el corazón humano, ahí donde
el ser humano se reconoce como algo más que herramienta, un servir para algo o
alguien, ahí donde el ser humano sabe
que no se agota en categorías políticas, jurídicas o simplemente de un horario
de trabajo, y esto no es que signifique tener mucha alma o ser sensiblero, sino
simplemente tener capacidad de asombro ante la obra artística poética. En este
asombrarse del público o del lector, coincidiríamos con Fernando Savater al
decir que el arte, antes que nada, reclama nuestra atención. Nos saca de la vorágine del mundo para mirarnos un poco
de reojo o confrontarnos a nosotros mismos, de ahí también le vienen a la
poesía su rango de logos, su poiesis, (Aristóteles), o en términos
freudianos, su eros y tanatos. El problema no radica en la no tan novísima idea
de la desacralización de la poesía, —tal desacralización vendría desde el
momento mismo en que las mayorías descreyeran de la poesía, lo cual, como es
obvio, ha ocurrido siempre— ni en el
hecho de que en la radio se oigan canciones juveniles de lo más triviales
asumidas como: “la poesía para la juventud” (ni siquiera en que los jóvenes más
snobs lo crean), sino en el hecho mismo de que hemos desatendido esa
desacralización —a mi juicio, es un hecho patente desde el movimiento estudiantil de 1968 por lo menos en México, inicio de la
Postmodernidad mexicana— de la poesía y hemos seguido escribiéndola sin tomar
eso en cuenta, sin tomar en cuenta la vulgaridad implícita y lo mangoneado
de la línea creativa. Lo sucio que tiene ya el discurso y
lo difamado que está. Si en México hasta el Presidente López Obrador está
difamado, ¿cómo creen que es la situación de nuestra sagrada Poesía? Quizá
sería mejor darnos a entender ante los consumidores de poesía con la misma
poesía de nuestra tradición pero mezclándola y reciclándola al mismo tiempo con
lenguaje elevado, académico, lenguaje de la calle, lenguaje que involucre la
tecnología (¿Quién hoy no escribe sus poemas en una computadora o los manda por
internet ante su editor?), lenguaje corporal, lenguaje erótico,
lenguaje bucólico y “natural”, lenguaje de tepis y lenguaje del inmigrante, del
zapatista, lenguaje del “yo soy fresa”, del “soy chilango” “soy cool o soy
punk”, etcétera y cantarle de esa manera, lo mismo a todo el ancho espectro de
lo poético: digamos, a la fotografía artística de vuelos casi sublimes de la
española Cristina García Rodero o Tina Modotti, que a la cerveza de lata, que por cierto, gracias
al pueblo San Juan Luvina, siempre le
sabe “a meados de burro” a los escritores mexicanos. Ya ni modo… ya lo dije…
pero es la verdad, lástima que su complejidad no tenga un sabor muy filosófico
o poético.
Aquí
otro parecido entre la Filosofía y la Poesía: toda poesía es crítica, emite un
juicio sobre determinado evento o conducta. Es socrática también, ya que le
apuesta a la mayéutica: a hacer que el alumno o el público descubran lo que ya
estaba en ellos y permanecía dormido. ¿Por qué? Porque la filosofía griega y
con ella toda la historia de la Filosofía, aunque no se nos contagie y se base
en un estudio empeñoso, también es
una capa del pensamiento humano, afortunadamente. La filosofía le dice al que
quiere ir por su camino: “reconóceme, acuérdate que ya me conocías.” La Poesía
no, o no tanto, al menos sin salir del lugar común: “En cada uno de nosotros
existe el más hondo sentimiento”. La filosofía es un discurso en cuyo punto de
partida se encauza su búsqueda, es decir, va a resolver o a tratar de resolver
las preguntas de su estudio desde lo más general posible: ¿Qué es el arte? ¿Qué
es la belleza? ¿Qué somos? ¿A dónde vamos y por qué? O: ¿cómo justificamos que
vamos hacia allá o acá? El poeta en cambio, lo que no sabe es a dónde va a
llegar, que territorio conquistará gracias al viento impetuoso de la poesía (no
existen los “fabricantes” poéticos, es decir, no deben de tener estilo, se les
debe de reconocer por la longitud de su veneno y de su vino). El filósofo lo
que no sabe es a dónde ha llegado con su fidelidad a la inmanencia del concepto
y del discurso que brota de la exploración ontológica (no existen los filósofos
“salvajes”, a lo más que llegan es a filosofar afuera del templo). El filósofo
es el que pretende haber conocido y aprehendido siempre; el poeta es el que
perpetuamente quiere estar detrás de lo que la mayoría conoce o sospecha. Por
ejemplo: sospechamos que existe persecución a los filósofos en la actualidad…
Pero alguien como Enrique Dussel no nos lo va a decir… La tradición filosófica
obliga a discrepar a los pensadores entre sí: ya Aristóteles al inicio de
nuestra tradición intelectual cita a más de cincuenta autores y refuta las
aporías de Aquiles y la tortuga, (los llamados pseudoproblemas filosóficos),
pero a ninguno, ni actual como el italiano Evandro Agazzi ni canónicos como
Schopenhauer o Spinoza, se les hubiera ocurrido nunca improvisar. La filosofía
tal vez en lo profundo lo que mejor enseña es a convivir con la idea de la
muerte y a no perderla de vista nunca, pero por eso mismo, la filosofía o el
filósofo debe encarnar ante lo social una visión de conjunto necesariamente
responsable; “escuela de la libertad”, como quedó de manifiesto en seminarios
de Jaime Labastida hace dos o tres años (2015-2016). Algunos poetas ya han
apuntado que la poesía puede verse como una exploración al infinito, pero que
nace del hombre y a él debe volver, pero éste es un darse cuenta hasta después,
después de “salir a revolcar la voz” como dice el mismo José Vicente Anaya.
Mientras la poesía va perdiendo métrica y los sonetos y otras formas clásicas
caen en desuso despojadas de esa magia que tal vez alguna vez tuvieron, la
filosofía se encierra en las universidades y parece no tener ámbito de acción
fuera de las aulas. La generalización es exagerada, pero es que poetas y
filósofos deben serlo para no gritar verdades eternas en el desierto mar de la
ignorancia generalizada. “Las cosas no son tan sencillas”, se dice el Bien al
final del monólogo monterroseano: es decir, las Humanidades, en tanto que
interpelan a la identidad y buscan generar valores como la solidaridad, la
hospitalidad, el respeto a la dignidad propia y ajena, sólo son rentables por
su permanente-contingente estado de crisis y, si no fuera así, ¿para qué demonios íbamos a poder leer a Baudelaire, o
a Kafka, o a Bioy Casares o a los filósofos socráticos o a los anti socráticos
como si no fueran indiscutiblemente modernos o, mejor dicho: vigentes? La
Filosofía y la Poesía son, pues, cimiento, base y sobre todo, invención
profunda una, de la razón; razón que no puede sino ser compartida por todos; la
otra, de lo no racional, especie de “sinrazón estética” especie de “logos
loco”, que no puede sino ser disfrutada por todos. Aunque finalmente con ellas
pasa igual que con la gastronomía: no todos los autores son los mejores chefs,
los buenos restaurantes escasean, el fast
food se generaliza y como la verdad para las tortillas ni alcanza… entonces
guardemos provisiones y prevengamos a los más jóvenes a que se laven las manos
antes y después de hacer poesía.
(1) Esta cita de Kierkegaard fue hecha por A. C. Danto ¿Qué es filosofía?, Alianza Editorial, Madrid, 1976, p. 12.
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