sábado, 27 de febrero de 2010

Voz. Psicoanálisis en el Diccionario Filosófico de Fernando Savater

Voz. PSICOANÁLISIS en el Diccionario Filosófico, de Fernando Savater Fue el propio Freud el encargado de señalar que las tres grandes humillaciones que la ciencia ha propinado al hombre moderno son la copernicana, que nos desplazó del centro del sistema solar (luego hemos sido sucesivamente desahuciados también del centro de nuestra galaxia hasta la periferia del universo), la darwiniana, que desestimó nuestra prosapia y nos redujo a descendientes hipernerviosos de antropoides más brutos pero también más serenos, y la psicoanalítica, que degradó nuestra conciencia racional a síntoma no siempre fiable de apetitos y conflictos inconscientes. En los tres casos sufre nuestro orgullo de hijos de Dios, que nos hacía creernos situados en el corazón de un universo creado para nosotros por un Padre que nos había hecho a su imagen y semejanza, dotándonos de una luz intelectual cuyo fulgor nada tenía que ver con las tinieblas espesas de la materia. Como en otras ofensas de menor alcance cósmico, la humillación sufrida no nos hace más indignos ni más despreciables sino más sabios. Me atrevería a decir que nos abre perspectivas vitales más inciertas, desde luego, pero también menos aburridas y con un mayor potencial emocionante. Ser hijos de un Dios paternal, creador del universo, etc., reduce todas las complejidades de nuestra carne a un simple asunto de obediencia o desobediencia. Lo cual no quiere decir nada moral, sino todo lo contrario: precisamente adquirimos la perspectiva ética cuando sabemos que para orientar la valoración de nuestras acciones no basta con obedecer o con desobedecer. A partir de esas tres humillaciones científicas, la vida puede ser realmente una aventura moral (es lógico en cambio que quienes tienen a la ética por cosa de obediencias y rebeldías consideren que la ciencia “deshumanizadora” es la peor enemiga de la moralidad). O sea, podemos comprender lo que significa estar hechos a imagen y semejanza de Dios, así como también entendemos por qué nuestros primeros dioses fueron los animales. Y, lo más importante de todo: estamos en disposición de pensar por qué “a imagen y semejanza” implica también “a imagen y diferencia”. La pequeña diferencia en que nos jugamos la vida. La verdadera audacia de Freud no estriba en decir que la conducta humana se mueve a impulsos de la vida, sino en insinuar que la propia vida se mueve a impulsos de la materia. El esfuerzo metafísico de Freud consistió en prolongar el buceo hacia los impulsos no hasta el fondo de la vida sino más allá, hasta una materia a veces animada y a veces inerte pero siempre hostigada por fuerzas dotadas de sentido, es decir: pulsiones. No sólo desplazó la volición de la epidermis racional humana para situarla en la instintualidad previa a lo consciente, sino que intentó llevarla más lejos y más atrás, hasta los dispositivos automáticos de una materia que no tiene que estar viva para querer, que quiere primero estar viva y quizá quiere luego morir. La materia volitiva, animada e inanimada tal como las olas del mar conocen crestas y valles, la misma entidad básica a la que Schopenhauer llamó voluntad (por lo que se ganó la reprimenda de quienes creían que voluntarizaba antropomórficamente el universo —lo que desde luego también hizo, al hablar del dolor universal— en lugar de advertir que iniciaba la homologación cósmica de la voluntad humana con el resto de los procesos materiales). No intento reescribir filosóficamente lo dicho por Freud, sino acompañarle pensando a partir de él. Con esta profundización en las raíces de la volición (su pregunta, no lo olvidemos, fue a fin de cuentas “¿Por qué lo que queremos nos trastorna?”), Freud no minimiza la importancia de la razón humana ni mucho menos niega que exista algo llamado “libertad”. Al contrario, toda la obra freudiana consiste en el empeño titánico, a menudo barroco y ampuloso, de tomarse la razón y la libertad profundamente en serio. Los supuestos racionalistas que dan por descontadas la plena transparencia del mundo y la cuasi-omnipotencia de la razón, cuyos límites no serían estructurales sino temporales (“aún no hemos llegado a saber... pero sabremos”), no se toman en serio la razón: creen en ella mágicamente, como los cristianos en la gracia divina; los que sostienen una idea incondicional de la libertad, confundiéndola con la omnipotencia, y profesan que —puesto que tiene sentido hablar de un querer libre— todo querer ha de ser libre, no se toman en serio la libertad: añoran la ilusoria plenitud de poderes de la primera infancia y pervierten la afirmación reflexiva de la libertad en profesión de fe cósmica del niño mimado. Estos pseudorracionalistas y pseudolibertarios son los verdaderos desviados del programa ilustrado (aunque por lo común crean representarlo con estrechez parroquial), mientras que autores como Nietzsche o Freud, lejos de rechazar o desmentir la indagación crítica y laica propuesta por la Ilustración, son sus ejecutores más rigurosos. El realismo ilustrado —su fidelidad a la inmanencia del concepto— estriba en fijar los límites y condiciones de nuestras potencias, no en beatificarlas ni tampoco en descartarlas entre gemidos por carecer de refrendo sobrenatural. ¿Por qué nos trastorna nuestro querer? Porque en él choca el impulso amorfo de la materia viviente con la discreta individualidad (“discreta” en el sentido en que hablamos de magnitudes “continuas o “discretas”) de los sujetos sociales (es decir, parlantes , simbolizantes) de la vida. Los socráticos —que no son, por cierto, los únicos “ilustrados” posibles— sostienen que el hombre desvaría y se equivoca porque ignora; Freud se une a la larga traza de pensadores antisocráticos (como Lucrecio, Montaigne o Nietzsche) que ponen las cosas más difíciles: el hombre no yerra por ignorancia, sino por deseo. Veamos los pasos de este malententido. La amoralidad de la libido infantil, canónicamente descrita como perversa y polimorfa, reside en su asocialidad o mejor dicho: antisocialidad. El infante (in-fans, que no habla) no cree en Dios sino que se toma por Dios omnipotente; el infante es divino y panteísta, un Dios que aún no ha creado el mundo como algo separado de sí mismo, ni tampoco a otros seres hechos a su imagen y semejanza. Por tanto es un Dios que aún no asume la necesidad de encarnar (es la carne la que nos pone entre los otros y a merced de ellos) ni tampoco la de sufrir como rescate social del estigma de la individualidad. Antes de crear al otro a su imagen y semejanza, el infante tendrá que hacerse un yo a su imagen y semejanza: un representante en el intercambio simbólico que le degradará del alucinatorio estatuto divino a su humanidad real. Este yo será el sujeto de la palabra y de la actividad responsable, el acosado inquilino racional del mundo. El trastorno es su estatuto propio, porque debe trazar su camino permanentemente hostigado por los impulsos infernales (es decir, inferiores) de la materia viviente y por la sombra represiva del consorcio simbólico establecido con sus parientes, los demás hablantes. Se encuentra en una situación semejante a la del enérgico caballero que protagoniza un grabado de Durero, cabalgando con prudente pero orgullosa firmeza a través del bosque de la existencia mientras sufre el hostigamiento del Diablo y de la Muerte... sin cuya ominosa compañía olvidaría ciertamente quién es y adónde va. La inscripción interna de la ley a la que como ser simbólico debe someterse el infante —ahora representado por su yo— es denominada por Freud “super yo”. Depuesto de su panteísmo, destituido de su pasada omnipotencia divina, el infante-yo ha de reconocer que no es Dios, que Dios es Otro, el Otro. Y que Dios le impone sus prohibiciones, bajo amenaza de muerte. No entremos en que si el super-yo es siempre necesariamente una interiorización del complejo de Edipo, como parece haber sostenido Freud, ni si la muerte que con su guadaña simbólica nos persigue es más bien la castración de nuestro deseo, la mutilación del instrumento del placer: ésta no es la parte más sólida de la teoría y aquí probablemente las circunstancias étnicas e históricas relativizan decisivamente las categorías psicoanalíticas. En cambio resulta relevante que el super-yo exija invariable e imperiosamente la renuncia, es decir, que sea una instancia negativa siempre: tanto cuando expresamente formula su “no debes” como cuando exhorta al ideal del yo, fraguado con la positivización en relieve del hueco de nuestras carencias y con la glorificación de la disciplina que nos separa de la inmediatez del placer. Se trata pues de la forma más elevada y sublime de malestar: no simplemente la autoridad interiorizada, sino algo más amplio y más hondo, la presencia inesquivable de los otros, la frustración que impone la sociedad de los hablantes (en la que todo yo es un tú entre ellos y cada cual debe esperar su turno para hacerse oír, aun ante sí mismo), el peso de los semejantes experimentado en cada individualidad misma por los diversos miembros de la única especie que conoce tan singular anomalía... Lacan habló en algún sitio de la crueldad del super-yo, “obsceno y feroz”. Malestar despiadado, enemigo sin concesiones del bienestar paradisíaco del infante cuando en las tardes venturosas del Paraíso ni bestias ni flores tenían aún nombre. El trastorno de nuestro querer no proviene de la nostalgia del Jardín ni del temor de las torturas del Infierno, sino de la incesante puja entre ambas ofertas. Las psicopatías revelan ante todo la deserción del yo en este permanente combate: su huida hacia la amoralidad muda, hacia la inmediatez de goces que ya no pueden ser disfrutados con la ingenuidad primigenia (goces nunca “egoístas”, puesto que desconocen las cláusulas de viabilidad del ego) o la sumisión aterrada a rituales que mimetizan los gestos de la castración para mantenerla alejada, quizá al menos para aplazarla. El seudo infante aferrándose a caprichos destructivos que remedan cojeando la omnipotencia imposible, el adulto sumiso que no experimenta del reconocimiento simbólico de los semejantes y de la ley común que nos rige sino la culpabilidad perpetuamente amenazada. A partir de los impulsos inconscientes, amorales y antisociales (creo que Freud exageró estos aspectos, a despecho de Darwin: existen en nuestra dotación genética formas de simpatía y cooperación tan espontáneamente vitales como predatorias), y bajo la revelación ominosa de la heteronomía intersubjetiva —socialmente objetivada— propone el inventor del psicoanálisis un modelo maduro de salud mental y una forma de autonomía ética. La autoconciencia activa del yo, que Freud pretende estimular o liberar por medio de su análisis personalizado, es una cordura con alcance moral. En modo alguno, insisto, hay en el proyecto de Freud (ni tampoco en el de sus discípulos moralmente más esclarecidos: Otto Rank, Alfred Adler, Erich Fromm, ni siquiera me parece que en lo más significativo de la obra jungiana) un anegamiento del yo consciente en las pulsiones de lo inconsciente o una identificación del esfuerzo ético con las crueles y psicopatógenas imposiciones del super-yo. Se trata en cambio de acudir en ayuda de lo así asediado. Algo que sólo puede hacer quien conoce la severidad de ese asedio y los específicos tormentos del yo deseante. El psicoanalista fue pues concebido por Freud como el cómplice de nuestra cordura autónoma, no como el invocador de fuerzas oscuras o el representante de la coacción social en forma de tantas mutilaciones innecesarias. Fluctuat nec mergitur. Es obvio que los representantes posteriores de este inédito oficio no siempre han permanecido fieles a tal programa… que quizá ni el propio Freud supo continuamente desempeñar. Pero sigue siendo defendible que salvar la consciencia es rescatar la conciencia (lo moral debe pervivir a lo racional). Pese a las limitaciones que circunscriben su alcance y humillan el desvarío alucinatorio de algunas de sus pasadas identificaciones, consciencia y conciencia resultan así como la vida: quizá no valgan mucho, pero son todo aquello de que disponemos frente a lo que dispone de nosotros.

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