Visita
a Coatlicue
Aquí
estoy, de pie frente a la historia,
como
quien encuentra los fundamentos
de
su realidad hechos escombros,
como quien regresa a su sitio después
de largas caminatas.
Aquí
estoy, derribando la distancia
entre
el pueblo azteca y el mío, su único punto de referencia:
la
mirada de mi pueblo vuelve sobre sus rastros
y
encuentra un presente avejentado.
Año
tras año, siglo tras siglo,
la
historia se repite,
en
sus propias metáforas tangibles de verdades ocultas
como
la piedra, el pedernal azul, el barro tallado,
la
cerámica indeleble.
Año
tras año, la cosecha,
la
sorpresa de lo perdido y la noción de lo que vuelve,
de
lo que nos expresa o nos guarda en un silencio de noches que
duran
semanas, de largos recorridos periféricos
en
la circularidad del tiempo.
Aquí
estoy, erguido junto al jaguar de piedra que se
impone
como el recuerdo de una celebración olvidada,
de
un rito y una ceremonia, de un beso y un sacrificio,
de
un espejo y un derroche de maíz y de salitres que cuartean
teorías
y descubrimientos novedosos.
Aquí
estoy, junto a la serpiente ondulante
que
se enrosca en mi cuello
y
me asfixia como la prueba de recuerdos que nunca he poseído.
Sin
embargo la flama persiste y no se ahoga
en
la contemplación de lo desconocido.
De
la posesión del conocimiento que se eleva a la distancia entre el olvido
y
la presencia.
Imagino
las comarcas de mis ancestros, su mundo y sus mujeres.
Su
resultado es este presente vacío de modernidad, de una realidad
más
nuestra en cuanto nos es más ajena.
Existe
un vestigio roto que me habla
desde
la canoa donde ellos navegaron,
existe
su verdad en el sello de la tinta de arcilla,
donde
los escribas y los sacerdotes
hablaron
a la gran Coatlicue, madre de los dioses,
manto
de esperanzas, redención para un pueblo que estaba
condenado
a perecer en manos ajenas e insensibles,
cuya
brutalidad impuso
un
dios occidental en esta tierra de cactus y piedras.
Te
hablo a tí, Coatlicue, bestia doblegada por la Virgen,
le
hablo a tus ambas cabezas de serpiente,
a
tu dualidad inhumana y sedienta de sangre,
a
tu cola de jade y de escamas gruesas, a tu vientre poderoso del
cual salían miles de guerreros, a tu
collar de palmas humanas
y
a la bestialidad que me sucitas, me recuerdas el alma de mi
pueblo,
todo aquello que he olvidado o rescatado
sin
imaginar que nada sujetaría sino un rescoldo
de
preguntas vacuas, de acero infinito de desilusión y de tristeza.
Sin
embargo he crecido para contemplarte,
para
no titubear con el espanto y descubrir en tí,
un
cauce de ternura y breves accesos de odio
por
mi nostalgia que se atrevía a soñarte sin conocerte.
Te
escucho a través del tiempo, te veo reconstruída y así puedo
comprender,
acaso algo, acaso en un segundo de velada claridad,
la
muestra palpable en tu cuerpo de roca erguida,
a
la voluntad de la creencia humana atrapada en el vaivén de las
inmortalidades
que nos dejaste, tu legado de enseñanza: el respeto
de
lo humano por lo divino.
Año
tras año, siglo tras siglo, la historia se regenera y se vuelve
a
inventar: no es lo mismo lo que de tí pensó el siglo XIX
de
lo que pensó el XX y no lo será del XXI.
Me
hablas de mis ruinas, me hablas de mi sangre y mis derrotas,
pero
me hablas y te escucho: monstruo a punto de decir su
verdad
en un salto de magia por el tiempo.
Porque
el tiempo me llevará y seré olvidado,
pero
mis ruinas quedarán incrustadas en tu roca,
para
que la historia vuelva sobre sí misma, y en mi pueblo
haya
nuevos ritos y ofrendas tendidas como oraciones en tu
nombre
y en tus pies.
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