sábado, 16 de julio de 2022

CON LA PARKER FIJA EN LA BOTELLA POR MARCOS GARCÍA CABALLERO

 

Buenas tardes:

Dentro de este coloquio dedicado al tratamiento de las sensaciones, las opciones ante la tarea de elaborar mi ponencia eran múltiples: pasamos toda la vida experimentando sensaciones y frecuentemente en las más cruciales no reparamos a reflexionar en qué estriba precisamente aquello que experimentamos. Cuando me bañaba hoy en la mañana traté de experimentar alguna sensación placentera y cuando me puse los zapatos otra igualmente inexplicable gracias a la rapidez de su ejecución: abrocharse los zapatos se parece mucho a la sensación de envolver un regalo a una persona a la cual deseamos mostrarle nuestro afecto. Por ejemplo, nunca he conocido a ninguna mujer que no le fascinen los regalos. Lo cual, por cierto, no quiere decir que mi pie desnudo sea un buen regalo, ¿pero que me dicen acerca de la sensación de caminar descalzo arriba de un árbol…? Sensación curiosa e inolvidable, pero de la cual no ha de tocarme hablar hoy. ¿O qué me dicen de la sensación de hablar por teléfono con una mujer que hubiera preferido que no marcáramos su número y nos habla a regañadientes? Antes de comenzar a escribir estas líneas tuve la mala suerte de experimentar esa sensación con una vieja amiga con la cual quería entrar en materia, pero como no hay nada agradable sobre lo cual extenderse cuando la otra suspira por que ya le cuelgue, prefiero que otros traten de describir aquella sensación inaguantable.

            Como voy a hablar de una de mis sensaciones favoritas, empezaré por explicar su título: "Empino ergo sum" no viene a ser más que una variante del dictamen cartesiano que en  México todo mundo sabe que significa: "pienso, luego soy", que si me permiten y no me cae un rayo para achicharrarme, diría que no es más que un ingenuo e ingenioso truquito para demostrarnos que en realidad somos alguien, que el "ser" al que se refieren los filósofos, indudablemente está presente incluso en quien se atreve a tergiversar un poco aquellas palabras históricas.

            Muy bien, Descartes pese a todo me convenció y no me parece aventurado jactarme de que, por lo menos, soy alguien, tal como consta en los archivos de todas las preparatorias donde me corrieron y de donde, por fortuna salí por patas. Otra fortuna, es la vía subversiva de la filosofía moderna o la llamada corriente de las “filosofías individualistas” (Arthur Schopenhauer, Nietzsche y los que los siguieron, como el español García Calvo, o los escritos de Georges Bataille, “la mayor cabeza pensante de toda Francia, le decía Martin Heidegger en los sesentas), que trató  de desentrañar en que estribaba ese ser del cual ya no cabía duda, pero había que ayudarlo para que no se fosilizara como entidad auto referente, es decir, no se transformara en cosa, en objeto; aunque había que verlo, paradójicamente, con mucha objetividad. Saltándome la mayoría de los argumentos contundentes haría un cruel esfuerzo sintetizador para decir que me parece válido el argumento de Nietzsche reforzado luego lúcidamente por Fernando Savater: el movimiento esencial del ser estriba en su querer, el querer quizá como apuntó Heidegger permanece oculto para el hombre; el querer profundo, pero indudablemente lo primero que quiere es ser queriendo ser y, como bien lo dijo el filósofo alemán querer ser no significa otra cosa que querer ser más, y es ahí donde entra mi propuesta "empino ergo sum" para demostrar que empinar, empinar la botella, es una forma cruel aunque no por eso menos placentera de querer ser más.

            La sensación que aquí voy a tratar de comentar del modo más sobrio posible y con la pluma fija en la botella, es la de estar borracho, estar borracho hasta las manitas. Aunque claro, primero habría que olvidarnos del superficial denominador social que empaña esta noble palabra. Para el común de la gente ser borracho no significa otra cosa que ser irresponsable, que socialmente y con razón, es la primera característica que buscamos en nuestros semejantes para establecer un eficaz compromiso de comercio entre todos, todos aquellos que por principio, no son borrachos y sí son responsables.

            A defender esta noble y alcohólica actitud es a la que pienso referirme y vayamos de una vez quitando paja: estar borracho no significa ponerse “pedo”, perderse en el alcohol y quedar desnudo ante los demás como bulto o peor aún, con el alma desatada que lo desatiende todo incluyendo la cortesía. Desde mi punto de vista, afortunadamente existe una diferencia crucial entre los dos movimientos, ya que el borracho es el que puede todavía irse caminando de la fiesta o del bar mientras que al que se puso pedo sin remedio hay que engancharle una cadena y jalarlo puesto que ha perdido la conciencia y además la voluntad de decir: "Todavía puedo caminar yo solo". Esta frase es la que los distingue, precisamente, puesto que el borracho, si en realidad lo es, se esfuerza por no perder el estilo y la congratulación amistosa con quienes lo rodean. Como quien dice, “el borracho no la arma de pedos”, aunque esté más mareado que un astronauta. Estar borracho es percibir como la realidad se va descuadrando, es percibir como la realidad pareciera imposible de volverse referencia de sí misma, es percibir cómo la realidad pierde la crueldad de su virginidad, cómo la realidad se diluye entre vasos y litros de vodka, ron, tequila, tabacos, música de jazz, ver cómo brillan los ojos por otras cervezas, el olor del alcohol y el sexo se levantan, se dan la bienvenida a la parranda a Baco y el eco de su gente… En el alcohol, se ve por qué Miles Davis y Charlie Parker y John Lee Hooker o B.B. King y Eric Clapton son descomunales, en alcohol toda preocupación es banal, una tontería incomprensible, ¡por eso salud! Una buena noche de sexo siempre es alcohólica. Con tres botellas de vino rojo la realidad se va abismando irremediablemente en la sensualidad de su contexto y de su marco de referencia. El borracho no se embriaga de otra cosa más que de sí mismo: la plenitud de su querer, que es solamente querer ser más, se ve exitosamente cumplida en su propósito: me emborracho y luego soy, porque al emborracharme consigo ser más, incluso más de lo que suponía.

            Los verdaderos borrachos saben que las palabras no son suficientes para enfrentar violentamente a la realidad y resuelven el conflicto caduco de la separación; de la dualidad inverosímil entre cuerpo y alma entregándose por completo a lo que más les gusta, la sensación de bailar casi sobre el abismo pero con un hilito conductor que los mantiene unidos a la realidad. El borracho sabe significar y elucubrar sus diferentes visiones, sobre todo aquellos que nos gusta seguir con la misma sensación durante semanas enteras y visualizar la vida tan trivial como podría ser observar un conjunto de botes de basura arrastrados por una aplanadora y observar cómo la vida se va yendo a la misma chingada, pero con la gratificante de que sabemos pedir nuestro arsenal etílico con un sincero: buenas noches doña, -a la de la vinatería  clandestina- “por favor otras cuatro botellas de ron y un cartón de chelas pal físico, sí, sí Doña… de esas Pacífico”. Pero, ojo: el borracho no se identifica con lo que se destruye ni con lo destructor sino con el sabor que implica tener un huracán en la cabeza y frente a los sobrios decimos cuando, después de la cruda, nos duele y sentenciamos, como nadie más podría decir: "El que adentro de la cabeza no tiene una idea que se la rompa, no merece tenerla; por supuesto, nos referimos a la cabeza".

            Que quieren que les diga, es la sensación en la que al mismo tiempo, se intersectan lo más crudo de mi estupidez y lo más coherente de mi lucidez. Las mejores y peores palabras que he dicho han sido siempre acompañadas de la embriaguez. Nunca será lo mismo un suspirante: “te amo, mi amor, no llegues tarde, besos.”  Que el incomparable grito del briago: “¡No te largues de la casa vieja, ya no lo vuelvo a hacer!” Tal vez se me pueda objetar que todo esto no es más que irracionalismo o peor aún: insistir en la bohemia para los escritores; siendo que realmente no hay peor enemigo para un escritor en estos tiempos que una idea preconcebida de la bohemia; o que la razón y su contraparte, el irracionalismo, no podrán nunca confundirse: yo los invito a que se emborrachen previamente documentados con el sabio argumento de Séneca, que sin que le temblara el pulso recomendaba: "No dudemos, de vez en cuando, en emborracharnos, no para ahogarnos en el vino sino para encontrar en él un poco de reposo: la embriaguez barre nuestras preocupaciones, nos agita profundamente y cura nuestra morosidad como cura ciertas enfermedades. No llamaron al inventor del vino Liberador porque suelte la lengua, sino porque libera nuestra alma de las preocupaciones que la avasallan, la sostiene, la vivifica y le devuelve el valor para todas sus empresas" (De tranquillitate animi).

            En este punto me gustaría hacer una distinción entre la embriaguez y la alucinación que provoca cualquier otro tipo de droga. Me parece que las demás drogas no logran los efectos de una buena borrachera puesto que la droga juega con los mecanismos de introspección y todo aquello que nos vuelve pasivos y contempladores de nuestra propia miseria ridiculizada por esas mierdas. (Además guácala: ¡Son puros retorcidos químicos incomparables al Ron procedente de la caña de azúcar!) El alcohol en cambio, cuando se prueba con la prudencia del buen borracho, no nos provoca sino el elemento liberador del que habló Séneca en la cita anterior: el borracho sabe que la realidad nunca cambia, sino que cambia él mismo, la embriaguez nunca es una vuelta al paraíso perdido, sino un espasmo de tranquilidad frente al caos de la realidad y me atrevería a decir que en la mayoría de los casos no sólo como espasmo sino como incitación a la actividad. Si no son muy productivos, los borrachos por lo menos son activos.

            Cuando estoy borracho me vislumbro a mí mismo y me experimento como intensidad, con seis vasos de vodka con jugo de naranja se puede descubrir ante mí la calidad irrepetible de mi ser, vuelvo a pensar de arriba abajo la complejidad y la pasión que tiene la vida, me siento tan contento que puedo escribir un poema en mi mente y después olvidarlo para siempre, puesto que lo que aparece no es más que lo más mío de mí, aquello sin lo cual no valdría la pena ni siquiera dar el próximo párrafo o el próximo paso. Chupen, lean, anden, desanden, descórchense, averíguenze, más no debrayen… sin mí.

            Si me mojé tanto a mí mismo en estas líneas lamento desilusionarlos: cualquier burla que me hagan solo incrementará mi egolatría y de esa borrachera sí que prefiero permanecer lejano.

            El gran escritor de ciencia ficción Robert Heinlein decía que un poeta que lee en público sus versos es porque de seguro tiene otros vicios aún más feos, lo que me hace recordar que en la última borrachera que tuve incurrí en ese vicio y recordé a una mujer que en su ponencia del día de ayer apuntó que le gustaba provocar o mover a otros a la creación poética. Pues bien, sin hacerle caso a aquél viejo gruñón de Heinlein y tan embriagado como quisiera estar hoy, voy a citarle aquel poema:

 

                        "Cadáver lleno de mundo he sido,

                        cadáver lleno de mundo moriré,

                        y esta noche frente a tu mirada

                        tras el filo de una navaja me inclinaré".

 

            Como la mayoría de las buenas sensaciones, la embriaguez requiere y se ve reforzada gracias a nuestro contacto social y es en ella donde solamente la podríamos disfrutar como vale la pena llevarla a cabo. De ahí el: “Estamos chupando tranquilos…”

            Como todo buen literato invita a algo, en mi caso, a falta de poderlos invitar a algo mejor, los invito a la embriaguez y a ver si se atreven a desmentirme luego, recordando, por supuesto, las sabias palabras de Séneca. Documéntense sobre el tema: hay que ser buenos catadores y buenos exploradores de bares.

            Como última aparición ególatra invito a un amigo novelista que además es un excelente borracho y flaneur, Iván Ríos Gascón, que en su primera novela Tu imagen en el viento (Aldus, 1996, porque después publicó en Editorial Praxis Luz Estéril en 2003, que también es un grueso fresco de la vida nocturna de la Ciudad de México que es una golosina para ebrios) hizo decir a un personaje que todo mundo llevaba su Freud bajo el brazo. Yo más bien creo que todo mundo debería llevar su Charles Baudelaire bajo el brazo, créanme, él hubiera suscrito la mayoría de las argumentaciones aquí dichas. Acuérdense de la máxima de Baudelaire: “¡Embriagaos, de poesía, de amor, de vino, pero embriagaos!” Sólo que el sí continuó con esta búsqueda y creo por la cual murió antes de los cincuenta años siendo simultáneamente inmortal en la literatura y un pobre miserable en la vida cotidiana, en cambio a mí, sólo me queda la cruda moral de declararme casi  abstemio o ramadán permanente, en mi departamento la sirvienta se llama Fenárate y es una perra muy seria, es exageradamente seria, como en los gloriosos tiempos de su hijo, un tal Sócrates el santo patrono mentado.

 

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