viernes, 29 de noviembre de 2024

JULIO MORALES MEX, HIDRO RAVEN (CUENTO INVITADO )


SIN LUISA

POR JULIO MORALES

 

Luisa era rara, aun así, la quise mucho. Tenía el cabello lacio siempre suelto, largo y negro; era morena y de buen cuerpo, sus ojos oscuros y misteriosos nunca manifestaban lo que su boca hablaba, sino un rencor por lo que la vida le había quitado alguna vez. Nunca supe, en realidad, que era; la falta de su papá, el acoso constante de los hombres, los regaños de su hermano o los cambios de domicilio por el trabajo de su mamá. Era intensa, me llamaba todo el tiempo para preguntarme si la quería; pero si mi tono de voz era inconvincente, o no le ponía suficiente atención, dejaba de hablarme muchos días. Por eso tenía que pensar cada una de mis respuestas. Nuestra relación era rara. Dejábamos de vernos durante semanas o meses y luego no podíamos permanecer separados ni una hora. Nunca me avisaba que se cambiaría de casa y cuando llegaba ya se había ido con todo y su gato negro, el del relámpago blanco en el pecho. No dejaba teléfono, nueva dirección ni recados de última hora. La perdía por completo, la extrañaba un montón, y cuando estaba a punto de olvidarla o de comenzar otra relación, aparecía. Como si adivinara. En realidad, creo que adivinaba, porque leía bien el tarot y su abuela era bruja, según me dijo su hermano mayor, el que la regañaba. Pero no sólo era tarotista, también leía la mano y estaba en un grupo de hechiceras. Me parecía una excentricidad, pero de alguna manera me sentía protegido por su magia. Yo tenía diecisiete, Luisa quince. Teníamos que besuquearnos a escondidas de su hermano porque nos regañaba. A los amigos les decíamos que éramos amigos, a los extraños que éramos hermanos. Alguna vez, por mantener la mentira, tuve que arreglarle una cita con un

compañero de la prepa. Yo iba de chaperón y él pagó todo, el cine, las palomitas, la pizza, los refrescos y los camiones. Nunca se dio cuenta de nada. Su hermano, Ramón, me caía bien. A veces, cuando me enojaba con Luisa, lo iba a visitar y fingía que ella no estaba. Escuchábamos música, jugábamos con la ouija de su abuelita, fumábamos los cigarros mentolados de su mamá, escuchábamos los discos de Led Zeppelin y de Pink Floyd de su papá, fallecido en un incendio cuando eran pequeños. Me caía bien, Ramón, el hermano de Luisa. Estudiaba administración, se pasaba haciendo apuntes y operaciones y leyendo libros. Decía que cuando tuviera empleo él iba a pagarle la carrera a su hermana y sacaría de trabajar a su madre.

 

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Lo de su papá fue una historia trágica. Durante una navidad, los foquitos del árbol se quedaron prendidos por un descuido de Ramón, a quien le encargaron desconectarlos. Salieron de vacaciones unos días y cuando regresaron, la casa ardía. El señor pensó que no era un incendio tan grande, así que decidió entrar a salvar unos papeles que necesitaba, pero ya no salió, los bomberos lo sacaron muerto por asfixia. Desde entonces, su mamá fue el sostén de la casa y su trabajo le impedía permanecer mucho tiempo en un solo lugar. Mentiría si dijera que sé en qué trabajaba. Nunca pregunté y ellos tampoco me contaron. Uno de adolescente como que es distraído o, por lo menos, yo lo era en ese tiempo. De hecho, lo soy todavía. Olvido paraguas, llaves, sombreros, entradas, boletos de estacionamiento y dinero. Una vez olvidé el auto afuera del consultorio de mi psicoanalista −un tipo joven e inexperto− y me regresé en taxi a casa, mi esposa tuvo que recordarme que había ido

en auto. Tuve que regresar por él a medianoche. De no ser por ella, por mi esposa, no sabría dónde dejé la cabeza. Me lo repite a cada rato. El que soy distraído. Por eso no me doy cuenta de ciertos signos o señales. Por ejemplo, cuando Luisa me pidió una foto y una prenda de ropa yo pensé que era para hacerme algún hechizo o embrujo y, como no tenía ningún inconveniente, pues no podía estar más enamorado de ella, le di unas fotos instantáneas a color y mi suéter preferido rojo de lana. Ella, a cambio, me regaló un chocolate envuelto en papel china, que devoré casi en el momento. Al verme masticarlo, movió la cabeza negativamente, como desilusionada, me dijo triste que le hubiera gustado que lo guardara. Respondí con la mitad de una sonrisa, mostrando pena. Al otro día, cuando fui a buscarla se había mudado. Como era su costumbre no dejó teléfono, nueva dirección, ni recados de última hora. Comprendí, entonces, que el chocolate que me regaló tenía la finalidad de ser conservado como recuerdo, pero acabé con él en un minuto, por eso la decepción en su mirada misteriosa; así también mis fotografías de máquina y mi suéter de lana rojo fueron decomisados para conservar huellas de los días que estuvimos juntos. Rara que era, Luisa. No se despidió ni dijo nada, como otras veces sucedió y, por pensar que ésta era como las otras veces, esperé mucho tiempo su llamada. Pero fue un adiós definitivo. O casi. Esperé su llamada cuando me gradué de prepa. Esperé durante la licenciatura. La miré en las muchachas que platicaban en la cafetería. Su cabello apareció en alguna conferencia, su figura en el auditorio principal, su mirada misteriosa entre los pasillos, su gato negro con

 

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relámpago en alguno que cruzó por ahí, su risa en las escaleras antes de subir a clase de periodismo y su carácter en las más locas novias de mis amigos. Todo lo que trataba de construir se desmoronaba al escuchar su nombre. No había nada de ella en el ambiente y, absurdamente, todo era ella. Lo cierto es que no la tenía. Sólo pedazos sueltos de unas tardes que pasaron para siempre, me dije en la fiesta de graduación de la carrera, en la que me sentí solo, con todo y que había globos, bebidas y un grupo musical que hizo bailar a todos con “Juana la Cubana”. Por eso me fui en medio de la fiesta, agarré un taxi y me senté en una banca en la Alameda del Sur a llorar en mitad de la noche, mientras empinaba un vino espumoso que había robado de la barra del salón. Me emborraché. Tambaleando, caminé hacia un árbol y comencé a decirle mis más profundos secretos a un agujero que tenía en el tronco; cosa que había visto en una película, donde decían que uno podía guardar sus más íntimos secretos en esas grietas. Pensé que ese era el inicio del olvido, no podía seguir así, debía enterrar el recuerdo de alguien que no formaba ya parte de mi vida y, probablemente, ya ni me recordara. Pero me equivoqué, porque Luisa, me llamó el día en que me contrataron para mi primer trabajo. Me habían dado la noticia del ingreso apenas, iba a diseñar fotos de licuadoras para una revista de cocina, era poco pero no importaba, era mi primer trabajo. Comenzaría al día siguiente a las nueve de la mañana, tendría dos horas de comida y saldría a las siete de la noche de lunes a viernes. Había un sueldo bastante miserable, la verdad, pero no me pesaba, la cosa era hacer experiencia y enviar algunos escritos de opinión a revistas y periódicos para ver si me publicaban. No era que muriera de alegría, pero la contratación de mi primer trabajo me puso contento.

A las once de la noche estaba dispuesto a dormir para levantarme temprano, puse el

despertador, me cobijé con la manta de invierno de leones. Abracé el desdibujado recuerdo de Luisa. No me fue posible conciliar el sueño. En cambio, sonó el teléfono. Mi madre contestó. Colgaron. Otra vez sonó. Ahora mi padre dijo enojado que qué horas eran estas de llamar. Volvieron a colgar. Hubo un silencio largo. Luisa sabía que no era capaz de notar ciertos signos, como lo de colgar repetidamente. Era demasiado ingenuo como para sospechar que mi respuesta era el objetivo del sonar constante. Ella lo sabía, así que, elegiría entre dejar de llamar o apelar a mi hartazgo. Seguramente pensó en dejarme de llamar, por eso el silencio largo. Pero, esta vez,

 

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supe descifrar que la llamada era para mí. Sólo vivíamos tres en esa casa y por descarte, el único que quedaba por contestar era yo. Volvió a sonar.  −Hola, perdido− exclamó con aire divertido por la bocina, para luego sonreír y confesar−me dijo el tarot que lloraste por mí en un árbol la noche de tu graduación ¿Sabes quién habla o te lo tengo que decir?

−Hola− dije y guardé un silencio incrédulo.

−Diles que dejen de estar molestando a esta hora− gritó mi madre desde su recámara, y añadió− mañana tienes que ir a trabajar temprano.

−Estoy en el Hotel Jardines, el que está cerca de tu casa, en la habitación 406, si quieres verme, aquí voy a estar, o quién sabe, tal vez me vaya antes de que llegues porque está haciendo mucho frío y sólo nos pusieron una cobija. Salí de mi casa corriendo, con todo y los reproches de mi madre, con todo y que me tenía que levantar a las seis de la mañana, con todo y que sería mi primer día en mi primer empleo. No me importaba, en mi cabeza sólo cabía una cosa: habitación 406, hotel Jardines. Se ubicaba sobre la avenida principal a unas cinco calles de mi casa, tenía una recepción pequeña cercada por vidrios polarizados y una sala de estar con muebles gastados, aunque limpios. Olía a detergente de pino, como que acababan de trapear. Me crucé con el que cuidaba los autos, quien se quedó atento al piyama de lunas que me había regalado mi madre en Navidad. Ni siquiera dije nada en la ventanilla oscura, directamente fui al elevador, subí al cuarto piso, caminé hasta el 406 y toqué la puerta. Sólo falta que ya no esté, me dije, y era predecible, porque Luisa era impredecible.

−Bonita piyama− dijo y comenzaron los besos. Ahora no teníamos que escondernos de su hermano Ramón, buscar los rincones solitarios de los parques ni fingir que éramos amigos o hermanos. Los cuerpos se entendían bien, como un matrimonio que hubiera dejado de tocarse mucho tiempo. Todo fue piel y oscuridad en aquel cuarto envolvente. Ni siquiera fui por condones, pensé en un momento, a Luisa parecía no importarle y, aunque la única persona con la que hubiera querido tener un hijo era con ella, de pronto me asaltaban las posibles complicaciones que eso podía tener. Que sea lo que Dios quiera, dije para mí, aunque ya por ese tiempo era ateo. Por eso, como a las dos de la mañana, le dije que me preocupaba no haber ido

por condones y que temía no levantarme a las seis para ir a trabajar. Me dijo que se cuidaba para

 

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no tener hijos y llamó a recepción para que nos despertaran a las seis. Supuse que tomaba pastillas, pero no supe más porque durante las pausas de los encuentros me puse a contarle de mi primer empleo y de mi reciente graduación. Luisa me escuchó con paciencia e interés, hasta me preguntó por detalles. Le dije que me daba pena hablar solamente yo y no saber nada de ella. A las seis de la mañana llamó la recepcionista para despertarme. En la televisión transmitían un concierto de Miguel Bosé. No había rastros de Luisa por ningún rincón polvoso de la habitación. Sólo las sábanas sin tender, el olor de dos cuerpos que se habían querido y el recuerdo de los besos colgados en el aire de la mañana. Me preguntaron si iba a tomar el desayuno. Les pregunté que cuál desayuno. Me respondieron que la señorita había reservado el

cuarto con derecho a desayuno. Les pregunté si sabían algo de la señorita. Me contestaron que no. Me puse el piyama de lunas, tomé el desayuno y me fui a la casa para arreglarme. Mi madre tenía una lista de cosas que hice mal, como el salir en medio de la noche, no dormir en la casa y llegar apenas con tiempo para salir a trabajar. Me preguntó que si era un hombre quien había llamado en la noche. Aseguró que por eso la persona que llamó había colgado antes de hablar con mi padre o con ella. Seguramente era un hombre ¿no?, preguntó mi madre. No le respondí. Ella sola se contestó: mira, no te conozco ninguna novia, ni amiga, y de pronto, una

llamada misteriosa te saca de la casa a mitad de la noche, era un hombre, seguramente, ¿por qué no confiesas tu homosexualidad a tu familia?, cuestionó mi madre inquisitivamente. Sólo sonreí y respondí: ay, mamá. Cada vez que Luisa llamaba mi madre se ponía así. Sonaba el teléfono a las once o doce de la noche, Luisa me decía el hotel y la habitación en la que debía encontrarla y, sin dudarlo, tomaba un taxi o me robaba el auto de mi padre por una noche. Mi madre me gritoneaba antes de salir y al volver en la mañana. Me advertía que así no iba a durar nada en ese trabajo. Mi padre no decía gran cosa, sólo preguntaba si no le había pasado nada al coche. Todo eso le contaba a Luisa y ella me escuchaba divertida. Salíamos a bailar o a cenar a mitad de la madrugada. Visitamos muchos hoteles en el centro y en el sur de la Ciudad de México, fue como un “Tour de Luisa y Yo”. Bailábamos en la calle con la música de las cantinas. Cenábamos en los cafés de chinos que cerraban tarde. Paseábamos abrazados en los parques públicos, siempre en la noche. Aparte de eso, no decíamos gran cosa. De ella supe más bien poco.

 

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Se alejó de su madre y de Ramón, vivía con una amiga, nunca me diría dónde, manejaba un úber, estudiaba psicología en la UNAM, los sábados, en la modalidad abierta; su gato murió años atrás, tenía problemas de dinero, tuvo novios y la acosaban pretendientes, pero ninguno importante. Me miraba con su universo de misterios detrás de los ojos. Fijamente, con una lectura profunda de mí mismo que yo nunca hice. Sabía cosas de mí que ni yo me imaginaba. Le pregunté que cómo supo lo de que lloré en el árbol. Sólo sonrió y me dijo: olvidas que soy bruja. Todavía conservo tu suéter rojo de lana, me confesó; tus fotos ya no, pero tu suéter sí. ¿Y si lo

intentamos, chava?, le pregunté una vez. Me respondió que, pues entonces qué estábamos haciendo, sino intentarlo. No, le dije, intentarlo de veras, vivir juntos, tal vez casarnos por el civil, tener hijos y eso. No, gracias, respondió, así estamos bien.

Después de la noche en que le propuse intentarlo, sólo nos volvimos a ver un par de

ocasiones más. Desapareció de nuevo sin dejar teléfono, nueva dirección o recados de última hora. Me enojé mucho con ella porque pensaba que teníamos algo. Esperé su llamada muchas noches y mi madre me soltaba en el desayuno un: ¿ya no te han llamado? Y le tenía que contestar que no y quedarme callado mirando a un punto perdido en la pared. Mi padre soltaba entonces un: Ya no has usado el coche. Y le confirmaba que no. Notaban que traía algo, pero no decían nada. Prefería no hacerlos participar de mi coraje, huella del abandono constante de una chofer de úber. Y, aunque prefería no volverla a ver, esperaba su llamada, de nuevo. Por eso fui a buscarla un sábado a la Facultad de Psicología. Era el único lugar fijo donde podía encontrarla. Pregunté aquí y allá, algunos la conocían, pero no me supieron decir dónde estaba. Hacía tiempo que no asistía a clases. Sus participaciones y tareas eran irreprochables, pero dejó de venir, me dijo la maestra Colmenares. Volví a ir un sábado sí, otro también. Pero nada. No dudaba que cambió a modalidad a distancia para no encontrarme. Pero, podía ser que dejara la carrera, o que tuviera planes de retomarla en el futuro. Todo eso me decía cada sábado en la cafetería de la Facultad de Psicología de CU, mientras me comía una sincronizada. Luego, llegaba a casa a preguntar si alguien me había llamado. Qué tonto, me dije un día, lo mejor es no volverla a buscar ni esperar otra llamada. Aunque, en el fondo la seguía esperando.

Por eso dudé un momento antes de subir al vuelo definitivo que me trajo a Mexicali. Me ofrecieron una sección en un periódico local. En la Ciudad de México no había otra cosa que la publicidad de licuadoras y, en cambio, en la frontera iba a tener un espacio para escribir y

 

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publicar. No era gran cosa, es cierto, pero me gustaba más que diseñar fotos de productos de cocina en una revista de ventas por catálogo. Es mejor ser cabeza de ratón que cola de león, dijo mi padre al despedirse. Espero que no se te olvide nada, dijo mi madre, pero si después te acuerdas te lo puedo enviar.

Antes de subir al avión me dije que el día que Luisa hablara a casa de mis padres no me encontraría y, tal vez, entonces, me buscaría de veras. Estoy completamente desquiciado, si no pasó en tantos años, qué me dice que llamará, qué tal que perdió mi teléfono, se casó, se fue del país o se murió; terminé pensando. Subí y me tocó sentarme junto a una chica que fue de vacaciones a conocer el Palacio de Bellas Artes, en el centro de la Ciudad de México, ahora iba de regreso a su hogar en Mexicali. Platicamos durante todo el vuelo. Me dolió el estómago durante las tres horas del viaje. Ella me atendió, como buena enfermera que era. Un año después, estábamos casados. No tuvimos hijos, cambié de periódico a uno más importante, me comprometí más con la investigación que con la opinión. Era jefe y tenía mi propio equipo de trabajo. Pero las cosas no iban bien, me sentía insatisfecho, sin propósito. Tal vez era que sólo le daba los últimos retoques a las notas que escribían mis colaboradores. Por otro lado, el matrimonio naufragaba en el tedio y la cotidianeidad, el deseo frustrado de tener hijos, las deudas de los automóviles, de la casa, de los viajes en verano o no sé. El vacío de la vida lo sentí como un pesado agujero en el pecho. Engordé para llenar ese hueco, pero no funcionó. El agujero me llevó al alcohol, el alcohol a los tugurios de mala muerte, los tugurios a la cocaína y la cocaína a las malas compañías. Lejos estaban los besos a escondidas de Luisa, las butacas traseras de los cines, las nieves en el centro de Coyoacán, las películas raras de la cineteca, los discos del papá de Ramón, los cigarros mentolados de su mamá, las ausencias largas y las llamadas sorpresivas, seguidas de paseos a medianoche. Mi vida era un bodrio, era un gordo sumergido en la droga, en el sexo con prostitutas y en un matrimonio sin emociones; aunque tenía algunos lujos y un buen empleo, eso

sí. Por eso entré al psicoanálisis, para buscar algunas respuestas, pero el terapeuta era muy joven e inexperto, yo le tuve que ayudar. A veces no soportaba y le impedía hablar en toda la sesión, me ponía a decir palabras como merolico y, aunque seguramente no tiene que ver con la terapia, me llegaban momentos de lucidez.

 

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En esos lapsus de luz, me llegó la idea de que podía retomar el periodismo con más

compromiso. Tenía el poder y los medios de hacerlo. Un martes, después de una sesión psicoanalítica o como fuera que se llamara lo que hacíamos, hablé con mi equipo, pusimos una lista de temas en los que deseábamos investigar a fondo y nos entusiasmamos. Ya no haríamos notas de superficie, teníamos que entrar en aguas profundas. De ahí salió la idea de investigar una posible red de prostitución que manejaba negocios clandestinos en Mexicali. Estaba familiarizado con algunas malas compañías, como dije antes, así también con lugares donde circulaba la droga y con la misma prostitución (eso no lo sabía mi equipo). Ya estaba ahí, era prácticamente un actor que podía atestiguar y dar algunas pistas de lo que buscábamos, que no fue mucho, porque se hablaba entonces de algunas casas donde se trataba con menores y dimos fácilmente con dichos lugares. Esa misma noche actuaría como cliente, pero no me acostaría con las niñas, claro, sólo trataría de crear confianza y saber algunas cosas. Llegamos a una casa de color rosa, en avenida Xochimilco, casi esquina con Lombardo Toledano. Del lado izquierdo había una tienda de autoservicio, del lado derecho un salón de fiestas. La fachada del lugar era un negocio de autos viejos, dentro se encontraba la casa rosada, que, según nos informaron, funcionaba como prostíbulo de menores de edad. Las muchachas o niñas eran traídas del sur del país, tal vez Tlaxcala o Puebla o el Estado de México; de ahí las trasladaban a esta parte de la frontera, las “probaban” o, lo que es igual, las evaluaban según su belleza y aptitudes en el trabajo sexual y, cuando miraban qué tanto eran requeridas por los clientes mexicanos y estadunidenses, las introducían en una red en Estados Unidos que venía por ellas una vez cada dos meses. Eso sabíamos o, por lo menos, nos habían informado mis malas compañías. Por eso, un viernes, entré en la casa rosa perfumado y con mi mejor cara de avidez sexual. No fue tan fácil como lo platico, tuve que dar algunos datos y una contraseña en la entrada para que me dejaran pasar, seguido de una revisión corporal exhaustiva. En la entrada había hombres de traje y corbata, cuya vestimenta contrastaba con la fachada desgastada del lugar. De puro milagro no llevaba una grabadora ni micrófono, como había sido el plan en un principio. Ya adentro, circuló

la droga y el alcohol. Había cocaína, pero no consumí porque esa vez iba con otros fines. El piso de abajo era una estancia más bien pequeña. Porque arriba estaban los cuartos, que contaban con un medidor de tiempo. Pero las niñas no salían a recibir a los clientes, ni

 

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mucho menos. Primero había prostitutas mayores de edad que lo recibían y, al hacer algunas referencias de lo que uno buscaba, lo pasaban a una sala aparte, donde estaban las niñas. Al verlas, sentí pesar y vergüenza, era como ver a Luisa cuando la conocí antes de entrar a la prepa. Algunas tenían quince, o decían tener esa edad, otras eran todavía más chicas. Subí con una de ellas a una habitación. Una de las prostitutas de más edad cerró la puerta con llave y puso el cronómetro. La niña comenzó a quitarse la ropa y yo la detuve. Le dije que sólo íbamos a platicar. Mi finalidad era crear confianza, no que la chica me confesara quién la contactó o cómo. Pero la verdad salió rápidamente. Ella quería escaparse y regresar con sus padres y sus hermanitos a Tlaxcala, me diría lo que fuera para que la ayudara. Me confesó que

había hombres jóvenes que las enamoraban y las metían a la red. Ya adentro, una señora manejaba todo. Pero no era la jefa, a los jefes nadie los conocía, sólo a ella, era como el rostro de todo. Le pregunté si sabía su nombre, me dijo que no, pero que tenía su teléfono. Le prometí que la ayudaría. Dijo llamarse Ana Lilia Martínez. Salí de ahí apesadumbrado y con mucha información. Cerca de ahí me encontré con el equipo de trabajo, con quienes me reuní para almacenar información. Cuando llegué a mi casa, mi esposa dormía. Dejó un rompecabezas a medio armar, tal vez esperó a que llegara para terminarlo y se cansó. Me acosté pensando que teníamos poca información sobre la red de prostitución. Tal vez me faltó inmiscuirme profundamente, me dije. Teníamos un número de teléfono, nada más. No tenía fe en lo que podríamos encontrar después. Hice una promesa sin fundamento a una niña por lástima, me dije. Con un teléfono no conseguiríamos gran cosa. Así, pues, alguno de mi equipo dijo que fingiría ser un proxeneta y llamó. Cuando escuché la voz de la mujer me sorprendí. La conocía. Por medio de señas, le pedí al compañero que la hiciera hablar más. No tuve dudas, era Luisa. Tuve que contenerme para no hacer nada, sino escuchar. El compañero le propuso realizar un negocio grande que abarcaba el norte de California, pero necesitaba reunirse con ella para saber que podía confiar. Luisa, dijo que, aunque rara vez visitaba las casas de los negocios que manejaba, podía visitar Mexicali, por esta vez, el viernes siguiente, entonces, en la casa rosada se verían. No podía creer lo que acababa de escuchar. No tenía dudas sobre su voz o su manera de hablar, era ella. No sabía cómo había llegado a manejar o ser el rostro de un negocio de prostitución de menores de edad. Había que llevar esto a las últimas consecuencias. No nos

 

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podemos echar de reversa, le dije esa noche a mi equipo. Pero no conté nada sobre mi pasado, ni mi relación con la mujer con la que acabábamos de hablar. Nadie lo sabía, no estaba consciente de por qué guardaba ese secreto; le dije al psicoanalista joven e inexperto. Pero no me dijo nada, porque era demasiado joven e inexperto. Aun así, él sabía todo lo que vivía.

−El tarot me dijo que te vería hoy, supuse que estabas en esta ciudad caliente y con olor a mierda− dijo Luisa −lo que no me dijo es que serías la persona con la que tenía que tratar. No sé por qué estás aquí, si eres policía, detective, periodista o familiar de alguna de las chavitas que viven en esta pocilga. Pero estoy segura de que no tienes nada que ver con el negocio. Si no quieres tener problemas, mejor vete. No me rendiría tan fácil. Luisa lo sabía. Por eso contuvo el llanto. Respiró profundamente, le dio un trago al vaso con hielo que tenía en la mesa de centro. Trató de parecer tranquila, pero sus manos temblaban y los ojos misteriosos se llenaron de agua al cruzarse con los míos. Algo pasaba y no estaba enterado. No me iría. Mejor muerto que dar un paso atrás, a la vida insípida que llevaba hasta hace unas semanas. Por eso me acerqué, le acomodé el cabello, y le di un beso en la frente. En ese momento me abrazó y comenzó a llorar. La música de la sala de la planta baja sirvió para que nadie la escuchara. Trató de decir algo, pero el llanto lo hizo imposible. Cuando estuvo más tranquila me alejé un paso para mirarla. El cabello lo llevaba diferente, con tinte y bien arreglado; vestía con ropa cara, adelgazó mucho, la piel morena y brillante de otros tiempos era opaca y maquillada.

−Sabes que no me voy a ir así nada más, idiota− le dije, sonriendo.

−Eres un pendejo, un pendejo− replicó varias veces −pero no sabes cuántas veces rogué al destino que aparecieras.

−Cuéntame todo, desde el principio− le propuse.

−Tendrías que matarme −dijo seria− ni siquiera tengo tanto tiempo para hablar contigo, pero te comparto un plan que vengo trabajando desde hace tiempo y lo tienes que seguir al pie de la letra− me miró seriamente y sacó una pequeña hoja blanca y una pluma del bolso para anotar algunos datos que necesitaría.

 

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Me dijo que trabajaba para “el Diablo”, un tratante de blancas que tenía su casa en el Estado de México. Un delincuente de importancia en la zona, solapado por algunos políticos y empresarios. Luisa, llegó a deberle mucho dinero, también batallaba con la cocaína, y el hombre secuestró a su hijo como garantía de pago. Pero ella, en ese momento, no tenía con qué pagar. Así que accedió a ser quien manejara los tratos con los que llevaban a las muchachas a las casas de prostitución. Cualquier movimiento en falso, como intento de fuga, venganza o tratar de recuperar a su hijo le costaría la vida a este último. Lo que mi equipo y yo teníamos que hacer era proponerle un negocio ficticio que no pudiera rechazar. Ella contaba con una buena cuenta en el banco. Suficiente para pagar la deuda que tenía con el hombre tres o cuatro veces, pero él no aceptaría su dinero, estaba demasiado metida en el negocio como para intentar un arreglo. Ya había intentado comprar la libertad del niño, pero siempre la rechazó. Únicamente lo podía ver los fines de semana y llamarle de vez en

cuando. Lo que ella quería era que él estuviera lejos del tal “Diablo”. Cuando ella supiera que el niño estaba en buenas manos buscaría la forma de escapar.

−Qué gordo estás, por cierto− dijo después de explicarme todo y darme la hojita que

ahora tenía teléfonos, nombres y direcciones que necesitaría.

Una semana más tarde estaba sentado en una sala de una casa en Ecatepec en un sillón de piel, bebiendo wiski, frente a una mesa de centro de cocobolo, mirando a través de unos ventanales que daban a un jardín con alberca. Esperaba que llegara el “Diablo”, un joven de metralleta me había acompañado de la puerta hasta la estancia. Yo no llevaría guaruras, era parte del trato, tampoco armas. Ellos no sabían que no pensaba llevar ninguna de las dos cosas. El “Diablo” apareció con una bata y chanclas. Acababa de salir de la alberca. Se sirvió wiski y chocó su vaso con el mío. Ya sabía para lo que iba, Luisa le informó del supuesto cliente que le propondría un trato.

−No me gustan los protocolos, amigo, así que dígame de una vez de qué vamos a hablar− mandó el hombre, secándose el cabello negro con una toalla. Le expliqué que trabajaba junto con el general Lora Martínez, teníamos formas de pasar lo que quisiéramos con camiones por la garita de Nuevo Mexicali. Teníamos transporte y todas las rutas hechas para hacer contacto con sus conexiones en EE. UU. Las autoridades mexicanas

 

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en la aduana estaban de nuestro lado. Eso le expliqué y me quedé callado para que mi lengua no me metiera en demasiados detalles que tuviera que explicar después.

−Entiendo, eso me facilitaría las cosas, sin duda, pero lo más difícil es tratar con los

gringos, los aduanales güeros son unos perros, más los descendientes de latinos, esos no aceptan mordida. −Le digo que tenemos todo arreglado. No le puedo decir con quién ni cómo, tenemos contactos del otro lado que ya saben qué dejar pasar y qué no. No estoy hablando de agentes aduanales, sino de un par de jefes güeros encargados de la segunda revisión, con horas, nombres y personas específicas. Si me da chance de cruzar transporte con unas diez chavillas, tres horas después las podemos entregar en Los Ángeles o donde usted me diga− dije, tratando de aparentar seguridad y conocimiento del tema. En ese momento miré al hijo de Luisa jugando junto a la alberca. Tendría unos nueve años. Parecía introvertido, era como si su pensamiento estuviera en otra parte, heredó los ojos misteriosos de ella. Se acercó, pasó en medio de nosotros y dijo un “buenas tardes” sin emoción. No respondí. Me quedé callado, tratando de no ponerle ninguna atención. Habiéndose ido, le pregunté al “Diablo” por el niño que pasó por ahí. Me respondió que era hijo de una conocida, pero seguimos hablando de los supuestos negocios que teníamos. Casi como por decir algo, le mencioné que siempre había querido tener un hijo. Fingí estar borracho y sincerarme frente a él. Mi esposa no había podido embarazarse y como que algo nos faltaba, ese niño me había gustado para hijo, le dije, como si lo dijera francamente. El “Diablo” ya me tenía confianza y me dijo que ni lo pensara. Tendría que matar a su madre para dármelo. Seguimos bebiendo y quiso entregarme dinero en una maleta. Le dije que no porque no iba a tener cómo pasarlo en el aeropuerto, pero que necesitaba una garantía del cierre del trato. Me dijo que me llevara al joven de la metralleta, era buen guarura. Le dije que mejor al niño, insistí. Su madre no tendría que enterarse, le dije, sólo lo llevaría de vacaciones a la frontera unas semanas, en lo que el dinero llegaba a mi cuenta. Después te lo devuelvo. En la borrachera accedió, tuve qué contener mi emoción. No te lo vayas a coger, me dijo borracho el “Diablo” y se burló de mí, pensando que para eso lo quería, fingí la mejor risa que encontré. Llamó al niño, le dijo que se iría de vacaciones unos días a Mexicali conmigo. El niño levantó los hombros.

 

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Miré a Luisa en la terminal dos del Aeropuerto Benito Juárez. Todo tenía que ser rápido, me había advertido por teléfono. Me fue difícil reconocerla, llevaba unas gafas oscuras grandísimas, una falda larga y el cabello recogido, teñido de otro color. Había adoptado una apariencia diferente por si algo salía mal, seguramente. Caminó levantando la mano, como si acariciara el aire sobre de ella. Era temporada alta y mucha gente esperaba en los asientos, o se dirigía a mirar las pantallas, o se enfocaba en su celular. El niño se resistió a caminar de la mano conmigo, así que lo tenía cogido de la playera. Una amarilla con estampado del Club América. No sabía para qué estábamos ahí hasta que vio a su madre. Corrió hacia ella. Se abrazaron. Me sentí orgulloso de mí por un momento. Fui feliz por ellos unos minutos. Luisa, tenía los boletos del vuelo en la mano. Eran tres. Quién viaja con ustedes, le pregunté, buscando a una tercera persona. Me miró y me dijo que fuera con ellos, que si recordaba que le había propuesto que lo intentáramos. Le dije que de eso habían pasado más de nueve años. Me dijo, pues ya va siendo hora de que ejerzas tu paternidad después de tanto tiempo. Me quedé serio y le pregunté: ¿Cómo?

−Que tú eres el padre de este niño y tengo boletos para irnos los tres a Canadá, tengo

quién nos puede recibir allá.

Me quedé viendo al niño y reconocí los pómulos de mi madre y las manos de mi padre. Sonreí. Me dije que en Canadá podía, tal vez, estar más a gusto. Siempre había amado a esa mujer y en ese momento tenía la oportunidad de dejar todo y largarme con ella. Ahora todo podía arreglarse a distancia, con la tecnología, así que podía divorciarme a distancia, renunciar a mi trabajo a distancia y escribir notas de opinión a distancia. Mexicali nunca me había gustado mucho, el calor del verano se ponía insoportable y todo el tiempo olía a carbón y carne asada. Acaricié la cabeza de mi hijo, lo miré a los ojos y le dije seriamente que siempre iba a poder contar conmigo, agregué que los Pumas eran mejor equipo que el Club América. Abracé fuerte a Luisa. Me dijo gracias. Le dije que siempre la amaría. Me fui de ahí llorando. Tenía estar en la terminal uno en cuatro horas para volar de regreso a Mexicali. Salí del aeropuerto a buscar un árbol urgentemente. Encontré el primero cerca de la estación del metro Hangares. Tenía un hueco en el tronco, parecía que me estaba esperando. Le conté mis más profundos sentimientos y me fui de ahí a arreglar mi equipaje, que consistía en una mochila con mi laptop y un cambio de ropa.

 

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En Mexicali llamé a mi esposa para avisar que había regresado. No podía ir a recogerme, tenía unos asuntos pendientes en el hospital donde trabajaba. Siempre era lo mismo, me dije y pensé en Luisa, en mi hijo y en Canadá. No me gustaba la idea de tomar un taxi del aeropuerto porque son carísimos y los úber no podían recoger pasaje ahí. Le llamé a mis compañeros de trabajo y ninguno estaba disponible. El único que me quedaba era el psicoanalista joven e inexperto que inmediatamente dijo que podía recogerme en una hora, sin ningún problema. Mientras tanto, subí toda la información sobre el caso de la trata de blancas a la nube de archivos del equipo de trabajo. Venían nombres, lugares, fechas y todo lo relacionado con la red. Se desmantelaría pronto ese cochinero, me dije. Lo único que no iba a poder hacer era rescatar a la niña Ana Lilia Ramírez, la que conocí en la casa rosa. Pero seguramente, cuando saliera la investigación publicada estaría libre. El “Diablo”, su nombre, su ubicación y contactos estaban ya en la nube. En unos días sale la publicación, me dije. Cuando llegó el psicoanalista joven e inexperto acababa de subir los últimos archivos. Le conté todo en el camino hacia mi casa. Horas más tarde, en la madrugada, a la hora de salir a fumar, llegó la camioneta. Sabía que venía por mí. De ella se bajó un joven de metralleta similar al que conocí en casa del “Diablo”, pero en versión frontera norte. Me miró y me dijo que qué pues, se sube o lo subimos. No tenía opción. Para qué gritar auxilio si de todos modos me iban a matar. Ni siquiera despedirme de mi mujer porque no le gusta que la despierten. Me mandaron traer mi laptop. Cargué con la mochila y me llevaron a la casa rosa. Apareció el “Diablo”. Prendieron una cámara que grabó el interrogatorio. Me preguntó que para quién trabajaba. Le dije la verdad, que para el periódico Frontera.

Después de decir todo lo que sabía me mandaron prender la computadora y mostrarles toda la información que tenía sobre ellos. A dónde se fue Luisa, preguntó el “Diablo”. No contesté. Por más que me lastimaron no dije nada de Canadá. Me subieron de nuevo a la camioneta. Me dijeron que me llevarían lejos porque, siendo periodista, lo mejor era que nunca encontraran mis restos. Me vendaron los ojos. Intuí que subimos la rumorosa y entramos en la sierra de Juárez. Iba amaneciendo. Me dijo el joven de metralleta versión frontera norte que, como era mi trabajo, no iban a ser tan crueles conmigo, nomás sería un tiro en la cabeza y ya. Lo enterraremos y todo, fíjese, dijo, como si fuera un premio exclusivo.

 

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Escriba su último mensaje a su familia, me pidió. Le pedí varias hojas. Me miró extrañado, le expliqué que era periodista y que necesitaba más de lo normal. Así comencé este relato, que va en un sobre cerrado, dirigido a quien pregunte por mí.

 

 

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