Antes
de que una encuesta hecha por ahí de 1998 a José Antonio Alcaraz que denominó
al dramaturgo como “el hombre más culto de México”, la prensa de la Ciudad de
México le preguntó el por qué la literatura, más que cualquier otra disciplina
artística, estaba tan mezclada con el alcoholismo. Alcaraz respondió que todo
eso no era más que un pancho, solamente un mito, porque si así se produjera siempre
buena literatura —abusando del alcohol— él no sería un Director de una Escuela
de Escritores, sino que cerraría la Escuela y pondría rápidamente una buena y
pintoresca cantinucha.
Mi
opinión no dista del ahora fallecido dramaturgo, al que siempre recordaré como
mi maestro, pero sí puedo afirmar que la mitología del escritor bohemio y
decadente, desubicado o tristón, etcétera, ha existido siempre. Por ejemplo en
el siglo dos XX hubo dos grandes borrachos y lujuriosos que parecían ser sólo
unos pobres diablos como Henry Miller y Charles Bukowski que si están o no
están incluidos en el canon de tal o cual Universidad o estudio de la historia
de la Literatura Universal finalmente no
importa: sus escritos simplemente rebasan cualquier expectativa en términos de
fuerza expresiva y de riqueza vital y verbal, o para decirlo de otra manera,
gracias a sus escritos se han desbordado enormes cantidades de cerveza de
quienes los admiramos o de quienes quisieron ser sus epígonos en cualquier
parte y en muchos espacios (de éste y del otro lado del Atlántico); de estos
dos norteamericanos basta citar los famosos Trópicos
de Miller (uno de ellos estuvo prohibido durante 30 años o más, supuestamente
acusado de “pornografía” y “obscenidad”) y del segundo autor sus extensos
poemas malditos o sus novelas como Mujeres
o los cuentos de Música de
cañerías. Pero claro que inmediatamente hay que aclarar que no hay un Per se:
literatura de buena factura no necesariamente proviene de experiencias
alcohólicas ni mucho menos. Antes que cualquier otra cosa, escribir diez buenos
poemas, cinco buenos cuentos o un par de novelas excelentes es un trabajo
mezclado con algo que busca perseguir la inteligencia del autor, es trabajo y
es chamba, pues.
Éste
mito tiene su origen desde muy lejos; pero en los albores de la época moderna
podemos identificar a varios borrachos geniales en Francia en el siglo XIX:
Charles Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Lautréamont, etcétera. Ellos
experimentaron con el opio (Baudelaire tiene un extenso texto que se titula: acercamientos al opio y hachís), todo tipo de alcoholes
incluido el ajenjo y ellos pasaron a la historia de la Literatura Mundial como
los santos patrones del desmadre, la encarnación de personajes grotescos y
diabólicos, excesivos en todo, incluido el sexo y el espíritu contestatario de
la juventud, desde ese momento (1845 más o menos) hasta toda la juventud
rebelde en todos los tiempos y todos los espacios; aún a pesar de que Rimbaud
murió en pleno apego al cristianismo y a los demás de ellos… podemos imaginar
cómo les fue un poco más adelante. Todo esto también es o ya pasó a formar
parte de la inspiración actual de nuevas
generaciones de escritores y músicos en épocas más recientes como 1950 con las
poéticas de la generación beatnick o
los artistas del jazz hasta el rock and
roll: desde Charlie Parker, pasando por The Rolling Stones (quienes fueron
amigos del beatnick más drogo de
todos: William Bourruhgs y lo fueron a
visitar a Tánger, donde él vivía día y
noche escribiendo e inyectándose de tocho morocho), hasta los actuales The
Black Eyes Peas.
Pero
quedarse con las anécdotas es algo baladí, es algo snob: pose de poses. Todo lo
que este tipo de obras proclaman y pregonan, como diría Ciryl Connolly en La Tumba
sin sosiego, es: “¡Lee, leéme pero ya tú maldito lector!” Gritan desde
sus tumbas estos personajes. Por ejemplo, Las flores del mal de
Baudelaire, aparecidas por ahí de 1855 contienen una fuerte relación con los
mitos fundantes de la gloriosa época
micénica; los poemas de Baudelaire en una buena y cuidada edición mantienen
notas a pie de página para el lector de
habla hispana, es decir, este tipo de literatura nunca fue sólo
habladuría, como diríamos hoy; se trata de autores serios al momento de
enfrentarse con el acto creativo, el decir o como gustes y sí, eran también
autores de desmanes y desmadres pero nos legaron una nueva visión para entender
el contexto y el adentro del hombre a partir de esos momentos para lo que iba a
seguir después. Igualmente pasa con otros autores; incluso de la antigua Roma,
el filósofo Séneca recomendaba una buena borrachera de vez en cuando: “no para
ahogarnos en el vino sino para encontrar en él algo de reposo”.
Puede
decirse en pocas palabras y ahorrarse tantas explicaciones a las mentes que se
quedaron viviendo en el siglo XIX con esto: todos los grandes escritores,
bebedores o no bebedores desde el inicio de la modernidad han asumido la
dimensión trágica de la existencia y el habitar del hombre en la Tierra, porque
asumir esto es un intento de abstraer toda la substancia de la vida y la
literatura para verter esos venenos en la obra. ¿Entonces? Pues nunca estará
mal unas cucharadas para quitarse el bajón y salirse a las festividades de la
noche y en pleno fragor interrogar y platicar con Dios en la parranda para ver
cómo le va en sus cosas… etc. Como digo, es un mito exagerado, porque desde
entonces también existían las almas calmaditas que fueron, corrieron y le
dijeron a mami y papi: “¡Esos se drogan y hacen lo que quieren!” Y entonces por
eso se cree que casi por ley todo escritor es bebedor y ¡carajo! Los escritores
seguiremos bebiendo…
No hay comentarios:
Publicar un comentario