Desde lejos, a 15, 30 o 100 metros, Paco Ignacio
Taibo II parece un fenómeno meteorológico, una tormenta de arena, un chaparrón
veraniego: rápido, intenso, inevitable. Da miedo acercarse, igual que dan miedo
los truenos. Verle fumar es atestiguar un incendio. Se mueve y la tierra
tiembla. Hasta el último pescador de Acapulco se para entonces y se acerca a
mirar: “¿Qué pasó, qué dijo Taibo?”.
Popular, excesivo, vehemente, pocos escritores
atraen a las masas en México como lo hace él. Quizá Benito, su hermano. Director del Fondo de Cultura Económica, una de las
editoriales públicas más importantes del mundo, ha empeñado su prestigio en convertir al país en una “república
de lectores”. Triunfará, seguramente. Y si no quedará cerca. Solo hay que darse
una vuelta por alguna de las decenas de ferias del libro que organiza cada año
en cada uno de los rincones de México. Siempre llena. Siempre.
La tormenta se toma un descanso estos primeros
días de noviembre. No es que no trabaje: lo hace desde la cama. La Feria del
libro del Zócalo destruyó su espalda y la de su mujer, Paloma Sáiz, directora
del evento. Así que ahora ambos adaptan su vida a la horizontalidad del lecho,
espacio donde el escritor no puede fumar. De ahí la tos que sufre esta tarde,
argumenta incomprensiblemente, espasmos violentos que disparan marejadas en sus
mejillas. “No tengas miedo, no es mortal”, asegura. Pero ya es tarde.
La cercanía contiene al escritor, que recuerda
alguno de sus últimos libros, caso de La Libertad / La Bicicleta,
publicado en 2018. Ahí, Taibo (Gijón, 72 años) rescata la afición de su padre
periodista por las vueltas ciclistas en los años de la España franquista. De
repente, el tono es sobrio, tranquilo, reflexivo. Pero es solo un espejismo,
porque a la mínima se desata y carga contra un enemigo más o menos reconocible,
que él llama “kultura con ka”. Y dice: “¿Sabes lo que le molesta más a la
inteligencia del viejo régimen, los de kultura con ka? Que soy un apache:
arremeto, insulto”.
Pregunta. ¿Qué es eso de kultura con ka?
Respuesta. Lo que llamaría Andrés Manuel el sector pirrurris de
la inteligencia del viejo régimen. Les pone nerviosos que soy un apache, pero
soy un apache culto. Lo mismo puedo empezar una diatriba contra el América de
fútbol citando a Dostoyevski.
P. ¿Eso lo ha
hecho hace poco o se le acaba de ocurrir?
R. Frecuentemente.
P. Y, ¿cómo es?
R. Ah… No, espera. La
última vez me metí en un problema por hablar de futbol. Se me ocurrió decir que
la cultura tradicional progre-inútil establece el antagonismo entre el libro y
cualquier otra forma de diversión. Y yo: ¡no! Entré con hacha y martillo a
decir que no, futbol sí y libros también.
P. Pero ese
dilema huele ya un poquito, ¿no?
R. Tú eres de
otra generación, debías oírlo.
P. Hombre ya, pero eso
era hace 30 o 40 años.
R. Tú crees que
los dinosaurios se extinguieron. Eres un inocente, colega.
P. Leí hace poco un
libro de su padre, Breviario de la Fabada.
R. En mi familia solíamos comer así una vez a la semana.
Fabada, cocido… Mi madre, gran cocinera, mi tía abuela, gran cocinera, mi otra abuela, gran cocinera.
En una familia de cocineras, papá gastrónomo. Mi padre no sabía freír un huevo.
P. No me diga.
R. Los freía a
distancia. Pero tenía un tratado sobre la fabada, un tratado sobre el
chilindrón, un libro de gastronomía sobre la conexión de la comida prehispánica
y la de la conquista.
P. ¿Y respetaban la
receta de la fabada que decía él? Porque en el breviario apunta que la fabada
debe llevar fabes, chorizo, morcilla, lacón, tocino, hueso de jamón, azafrán,
sal y agua.
R. ¡Qué va, era
pura invención! Mi padre era un sociólogo de primera. Y un narrador de hábitos
y costumbres excelente. Primero fue novelista, periodista desde que lo conocí:
tenía yo dos meses y papá ya era periodista. Y llegaba a las cinco de la
mañana, porque tenía horario de cierre. Yo lo esperaba debajo de la mesa
escondido. Veía a mi padre en las madrugadas. Así tengo el sueño distorsionado
que he tenido toda la vida.
P. ¿Su mamá no le
decía nada?
R. Mamá dormía
cada vez que podía. Siempre fue de sueño pesado y largo. Entonces, nada. Era
cosa de padre e hijo. Llegaba él derrumbado y tenía un ritual. Se iba a la
cocina, una esquina de la casa en Gijón. Y en esa esquina ponía una toalla
sobre una mesita de mármol. Y sobre la toalla su Remington. Escribía de noche
sus cosas.
P. ¿De madrugada?
R. Sí, y entonces yo
me arrastraba subrepticiamente debajo de la mesa. No me veía. Y ahí me echaba el
último sueño, bajo la mesa, arrullado por las teclas. ¡Qué iba a ser yo de
mayor, un niño que se arrullaba con una Remington!
P. En La
Libertad / La Bicicleta habla usted de sus enfermedades infantiles.
Hay una página en la que cuenta que en un solo año pasó hepatitis negra,
escarlatina, dos veces anginas, sarampión, gripe, paperas y media docena de
catarros.
R. Y tos ferina.
Y más, bronquitis también, dos veces.
P. ¿Por qué se
enfermaba tanto?
R. Pregúntaselo
a los médicos. Yo qué cojones voy a saber si tenía siete años, ja, ja.
P. Bueno, pero
luego se lo habrá preguntado, ¿no?
R. No, lo que
hice fue reconocer los grandes tiempos de felicidad que me permitieron volverme
un gran lector a los cinco años. En una sociedad donde lo más emocionante que podía
suceder era que Joselito cantara en la radio “es un toro enamorado de la luna” o “doce
cascabeles tiene mi caballo”, sin tele, en una ciudad provinciana como Gijón…
Lo mío era Dick Turpin y Sandokan. Me volví un lector feroz. Y llegó un momento
en que inventaba enfermedades.
P. ¿Para leer
qué libro se inventó usted enfermedades?
R. Para todos.
Pero mi máximo fue la batalla por La Pimpinela Escarlata. Para
poder leer los siete tomos tuve que inventar una bronquitis y aprendí a toser,
líquido y seco. Hasta la fecha.
P. A ver si
resulta que ahora está usted fingiendo.
R. No, no, ahora ya no
necesito pedir permiso para leer lo que me sale de los cojones. Lo que sí es
que mi padre me descubrió y me dijo, ‘¿quieres los 21 tomos de Les
Pardaillan? Y yo, ‘¡sííí!’ Entonces, dijo, ‘pues no te enfermas en este
mes’. Y yo, ‘puta madre’. Para poderlos conseguir no me enfermé ese mes.
P. Dentro de semana y media se cumple el aniversario de
la muerte de su padre. El 14 de noviembre.
R. Lo que pasa
es que si no me lo dices no me entero. Porque no me quiero enterar.
P. Me preguntaba
cómo lo recuerda ahora, después de varios años.
R. Yo creo que
conforme envejezco me reconozco en más cosas de él. Y en otras… Leíste el
libro, ¿no? La Libertad / La Bicicleta. Para volver a estar sentado
escribiendo al lado de papá, tuve que reconstruir la historia de la bicicleta,
que era una de las más emotivas de mi infancia. Nunca supe por qué a mí el
ciclismo me resultaba tan atractivo. Yo, que nunca me he subido a una
bicicleta. En eso me parecía a mi padre. Supongo que me resultaba tan atractivo
el hombre ante el esfuerzo supremo, ante sí mismo, la pasión de mi padre.
Fíjate qué curioso, cuando salió de España nunca volvió a escribir de ciclismo.
Nunca.
P. En el libro
escribe que eso es porque aquí en México encontró otras libertades.
R. Y porque ya
no necesitaba del ciclismo para ir a París. El franquismo no creas que era
broma… Ay, no. ¡Era un país cerrado, cerrado! Traté de meterme en él [su
padre], un hijo de la revolución de octubre y la guerra civil.
P. ¿Y dice que
cada vez hace más cosas que le recuerdan a las suyas?
(Se rasca la cabeza)
P. ¿Rascarse el
cogote?
R. No de
cualquier manera.
(Se rasca otra vez)
R. ¿A quién viste?
P. …
R. ¡Stan Laurel! El
Gordo y el Flaco. La próxima vez que los veas fíjate. Y yo digo, ¿de dónde coño
saqué esto? Es de papá.
P. ¿El recuerdo, las
cosas que le vienen a la cabeza de él, se han modificado con el tiempo?
R. No lo sé. Me
quedo con que no recuerdo haber tenido una bronca él y yo. Fuerte. Algunos
agarrones nos dimos, sobre todo en momentos en que él tenía miedo por mi
seguridad y me apretaba.
P. En el 68.
R. Y en el 71, los
años de clandestinidad y trabajo obrero.
P. ¿En qué
momento se puso bravo con usted?
R. El 30 de
septiembre de 1968 me mandó en un avión a España. Yo no viví el 2 de octubre.
P. Y para el
Halconazo, ¿ya había vuelto?
R. Sí, claro, en
cuanto leí lo del 2 de octubre, regresé. Tres días después. Cambié el billete y
vámonos. A vivir con culpa durante año y medio.
P. ¿Qué hizo con la
culpa?
R. Me la tragué,
compadre. Hay dos disparadores en la vida de la gente. Uno es la culpa y el
otro es el descrédito de la autoimagen. Yo creo que como disparadores son
cabrones. La culpa es cabrona. Siempre es irracional, ¿por qué ellos sí y yo
no, por qué los mataron y a mí no, por qué están en la cárcel y yo en la calle?
P. ¿Su imagen
perdió crédito ante sí mismo?
R. Ja, ja, no,
pero es un buen tema de conversación.
P. ¿Con quién?
R. Con quien
sea, colega, yo no desperdicio posibilidades. Un escritor es alguien que
convierte el diálogo con otros y el diálogo consigo mismo en diálogo con los
lectores. Practica sociología instantánea. Vas por la calle y ves a un hombre
con traje y corbata pero sin calcetines. Tiene la mirada huidiza y conviertes
esa imagen en palabras. Porque si no lo verbalizas se lo lleva el viento.
Conversar es una manera de preservar en palabras algo que luego podrás o no
usar. Pero ya lo preservaste. No creo demasiado en las imágenes fotográficas,
pero sí en las imágenes vueltas palabras.
P. Hablando de eso, su
padre escribió una columna muy divertida en El Universal, en 2005.
Por algún motivo le obligaron a armar un curriculum y escribió: “Si algo
pervivió entre tanta minucia es el recuerdo de lo que nunca supe contar”.
R. Mi padre era
plenamente consciente de que las enormes virtudes del periodismo se ocultan y
desvanecen en medio de la rutina periodística. Papa decía cosas como, ‘si
quieres ser buen novelista, deja el periodismo, que te envilece el lenguaje.
Dedícate a ser zapatero, oficios que no envilezcan el lenguaje’. Era
contradictorio en cierto sentido, porque papá fue toda la vida un gran defensor
del periodismo como género. Él y mi tío abuelo decían cosas que eran verdaderas
losas en la espalda cuando las hacías tuyas. Como ‘el periodismo es la voz de
los ciegos’. ¡Coño!
P. Sí... Periodismo
útil, periodismo envilecedor.
R. Usaste
palabras que papá jamás hubiera usado. No, no es útil, ¡es glorioso, huevón, glorioso!
Útil es para los oficios nobles, panaderos, carpinteros.
P. ¿Ha experimentado
la sensación de no saber contar algo alguna vez?
R. No. De que me
tome más tiempo, sí. De que rebote contra el muro de la página en blanco, no.
La imagen del escritor que combate la página en blanco me resulta aburrida,
molesta, tediosa. Me interesa el escritor que cuando encuentra la página en
blanco cambia de tema. Toda mi vida he trabajado así. En estos momentos tengo
siete novelas empezadas, un libro de cuentos, dos de crónica y un ensayo
biográfico. ¿Qué escribo cuando me pongo a escribir? ¿Ese no quiere? Querrá
otro.
P. Lo decía en
realidad por la gastronomía. Viendo lo de la fabada y repasando su
bibliografía, no veo libros de comida.
R. Eso es gourmetismo.
Mi padre decía, ‘yo soy el gourmet, él es un tragón’.
P. ¿De usted?
R. Sí, claro, y tenía
toda la razón del mundo. Pero yo sé freír huevos cojonudos, a diferencia de mi
padre. ¡Yo sí cocino!
P. ¿No se le antoja?
R. ¿Ponerme a cocinar?
De vez en cuando...
P. No, no,
escribir de comida.
R. No, ahora
tengo temas mucho más interesantes. ¿Qué te lleva a escribir un libro sobre el
gueto de Varsovia? Yo sí sé. La obsesión, la culpa, la identidad y los
lectores.
(Se refiere a su último libro, Sabemos
cómo vamos a morir, un “reportaje histórico” sobre un grupo de
rebeldes durante la ocupación nazi).
P. ¿Cuál culpa?
R. ¡Joder, si no
tienes culpa por eso...!
P. Pero, ¿por
qué tiene culpa por el gueto de Varsovia?
R. ¿Por qué no? ¿Por
qué te puedes escapar de ella? ¿Hay una parte del género humano de la que no me
hago responsable o qué?
P. No, pero no
tiene que ver personalmente con usted.
R. A que sí,
verás que sí. Es algo que no había contado y debía contar.
P. Por esa regla
de tres debería sentirse culpable por un montón de cosas que no ha contado.
R. Y tengo
bastantes culpas.
P. Qué
autoexigencia…
R. No, no. La
culpa es motor.
P. Déjeme que
sea un poco impertinente, ¿el libro sobre su padre y el ciclismo nace también
de la culpa?
R. No, del
reencuentro. Quería volverme a sentar con papá a la mesa, de la manera que
fuera, yo abajo de la mesa y él arriba escribiendo. Porque nunca escribimos
juntos.
P. Los ciclistas
que menciona, Loroño, Bahamontes... En Alimentar a la Bestia, Al
Álvarez, poeta y editor de poesía del Observer, cuenta la
historia de Mo Anthoine, un escalador británico de los años 60 y 70. No era una
primer figura de la escalada, disfrutaba el trayecto, no de llegar. Ambas
lecturas hacen pensar en la épica.
R. Épica y montañismo.
En algún momento de un libro que ya escribí, que estoy escribiendo o que
escribiré, gloso la frase de ceremonia de Edmund Hillary, el conquistador del
Everest, cuando le preguntaron ‘y, ¿por qué?’ Y contestó, ‘porque está
ahí, because it’s there’. Y me pregunto, ¿bueno y el sherpa
Tenzing, que fue el que llegó con él a la cima? Él ya sabía que estaba ahí. Lo
conquistaron dos personas no una. Tenzing ya sabía que estaba ahí, esa es una
frase para la épica europea. ¿Dónde está la épica? Si eres populista de
izquierda como yo, tomaría el punto de vista de Tenzing. Pero no puedo tomar el
punto de vista del sherpa. No soy populista de raíz profunda, no puedo ponerme
a hablar a nombre de, o dentro de.
P. Pero, ¿por
qué no? Si se va a investigar allí…
R. ¿Tú crees que tengo
mucho tiempo como para irme al Himalaya?
P. No… Pero una cosa
es que no quiera y otra que no tenga tiempo.
R. Ni tiempo ni
ganas. Y además… Me desviaste otra vez. ¿Qué dijo García Márquez? Dijo, ‘uno
trabaja con sus desaciertos no con sus fortunas’. Si eres mal dialogador, no
dialogues, si eres pésimo descriptor de paisajes urbanos, no uses paisajes
urbanos.
P. ¿Quiere decir
que es usted un pésimo usurpador de sherpas nepalíes?
R. Que me
resulta más fácil adoptar el punto de vista imperial de Hillary, el punto de
vista de la épica europea, pero adoptarlo críticamente. La épica... La elección
de temas, el lado desde donde cuentas, el punto vista político está ahí. No
domina, ni condiciona al 100% lo que escribo, pero lo marca. Soy el que soy.
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