HÉCTOR AGUILAR CAMÍN01/12/2014 01:58 AM
Guadalajara
Jorge G. Castañeda, Amarres perros.
“No digo que tenga razón, digo que soy así”. Estas líneas
de Paul Valery pueden resumir el espíritu desbordante, convincente y envolvente
con que ha sido escrita lo que muchos juzgarán la autobiografía precoz o
pretenciosa de Jorge G. Castañeda.
Precoz por razones de calendario, porque a los sesenta años
en que Castañeda empezó a escribir este libro, se es un infante para efectos
del género. Pretenciosa, por razones de madurez de la mirada: porque a los
sesenta años apenas empieza el ciclo de cavilación melancólica y necesidad
testimonial que acompaña a la autobiografía y que le otorga la gravedad
necesaria: el equilibrio, los matices, la sabiduría y la densidad de lo vivido
que en principio son consustanciales al género.
La autobiografía es un género de viejos, de vidas
cumplidas. En la figura pública y las actitudes personales de Jorge G.
Castañeda es posible encontrar muchos rasgos, pero no el de la vejez. Castañeda
es, en todo caso, un joven diferido que todos los días expulsa de su vida al
viejo que se asoma.
Las mismísimas razones por las que Castañeda dice haber
emprendido esta tarea de viejos tienen un rasgo de soberbia y dureza juvenil.
Las escribe ahora, dice, porque ahora puede hacerlo, porque tiene el tiempo, la
juventud y la memoria suficientes, cosas que no puede garantizar del Castañeda
viejo que lo espera adelante. El joven se anticipa al viejo entonces y hace la
tarea.
Estamos frente a un libro raro, a su manera único en
nuestro linaje literario y biográfico. Es un libro sobre la vida cumplida que
desborda ganas de vivir: vigor, desfachatez y frescura juveniles. En esas
fuentes abreva el libro la mayor de sus virtudes: su ritmo nervioso y
sostenido. Tiene el espíritu primaveral de un galope, más que la parsimonia
otoñal de un paseo.
Amarres perros cumple con los requisitos del género
pero, como se ve, no es una autobiografía común y corriente. Para empezar no
avanza cronológicamente, de los primeros años de la vida a los últimos, sino
que va saltando, con agilidad y sorpresa, del pasado al presente, de los hechos
a las reflexiones, de la academia a la política, de la vida personal a la
historia, de la vida pública a la vida privada y, por momentos, a la vida
secreta.
El primer capítulo del libro, por ejemplo, empieza con el
nacimiento del autor en 1953, fruto del encuentro de una madre judía lituana,
viuda y políglota, Oma Gutman Rudinsky, y de un padre mexicano divorciado,
miembro reciente del servicio exterior, que se ha buscado antes la vida como
empresario y como heredero de un mítico latifundio chiapaneco, Jorge Castañeda
Álvarez de la Rosa.
La narración retrocede entonces a la historia de Oma y sus
estudios en Europa. Avanza luego hacia el viaje del autor en el año 2010 a la
ciudad lituana de origen de su madre. Regresa al barrio de Actipan de la Ciudad de México de los
cincuenta del siglo pasado, donde la nueva familia Castañeda Gutman pasa sus
primeros años, y el autor su irrenunciable infancia mexicana. Avanza hacia el
traslado de la familia a Nueva York en los años sesenta. Regresa a los años
veinte, a la historia de la familia paterna que incluye un vínculo
extraordinario con el general Felipe Ángeles y con la vida de su familia en el
exilio. Avanza nuevamente a la ciudad de México de los cincuenta y a la
exploración de la historia de un personaje conocido de la familia en aquellos
años, el entonces famoso jefe de la estación de la CIA en México, Winston Scott,
en cuyo torno se desenvuelve la historia mexicana del asesino de Kennedy, Lee
Harvey Oswald. Oswald viene al DF y va a la embajada cubana con la intención de
ir a Cuba y conversar allá, quizás, de sus planes magnicidas, más tarde
cumplidos.
La pequeña pero eficiente máquina del tiempo de Castañeda
avanza entonces nuevamente al año de 2010, y reconstruye aquel momento de
Oswald en México con las investigaciones y libros posteriores en torno a uno de
los misterios no resueltos del crimen: ¿supo Fidel Castro que un tipo llamado
Lee Harvey Oswald quería matar a Kennedy y nunca informó a los servicios de
inteligencia americanos de ese riesgo, en venganza por los atentados que esos
servicios le habían montado a él?
Amarres perros es un libro largo, de 10 capítulos extensos
y más de 600 páginas. Pero es también un libro ágil, ligero y legible. Como su
título indica, sus guías conductoras son los enganches pasionales de la vida,
no sus itinerarios racionales o sus recuerdos serenos. Castañeda avanza sobre
sus filias y sus fobias con disciplina militar. Nada de lo que usualmente se
esconde en estos libros escapa a su escrutinio, su reflexión, su revisión
sincera, entusiasta o enconada. Empezando por el personaje central de la
historia, que es él mismo.
Quizá lo verdaderamente raro, único, de este largo y
divertido libro, es la absoluta falta de autocomplacencia de un autor que a la
vez se reconoce en el texto, una vez y otra, como hombre vanidoso, mitómano y
pagado de sí. No es un libro autocelebratorio sino una alegre y honesta travesía
por las pasiones centrales de su vida: la política y la academia, los viajes,
los amigos, las mujeres, la vida intelectual, la vida pública y una intensa,
inteligente, bien resuelta, vida personal.
Castañeda no se ahorra nada: ni amores ni pleitos, ni
aciertos ni equivocaciones, ni triunfos ni derrotas., ni amigos ni enemigos. Su
punto de partida y su ethos sostenido es que la vida abre puertas incluso
cuando las cierra, si no es que precisamente entonces. Hay en efecto a lo largo
de este libro un optimismo cardinal, unas contagiosas ganas de estar en el
mundo, de participar, de pensar y de hacer, de pelear y construir, de viajar,
ver, probar, vivir.
Me impone el nombre que voy a decir, pero creo que
desde Vasconcelos nadie ha escrito en México sobre su propia vida con el
desparpajo, la claridad, la honradez, el bienvenido impudor, de Jorge Castañeda
Gutman.
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