UNO
En busca del Rosetón de Plata
Después
de una lista interminable de aventuras, disipaciones, vagabundeos, locuras y mujeres, decidí en 1997 comenzar mi
primera novela de largo aliento. Las primeras noventa cuartillas fluyeron tal
cual se esperaba, es decir con la fuerza y energía natural de un joven
escritor, pero con lo que no contaba era
que desaparecerían para siempre de un tirón por un falso contacto que tenía el
CPU de segunda generación en que estaban salvadas. Le escribí por mail la
pinche noticia a Jazmín, cuando regresaba de tomar unos tragos en el Hijo del
Cuervo de Coyoacán, donde había
escuchado las hilarantes palabras de Alejandro Aura porque me lo habían
presentado y también a Pablo Molinet, que le conté a grandes rasgos la historia
de la novela con varios tragos de vodka y se quedó riendo suspicacias con
quienes compartíamos mesa. “¡Quiero
verla publicada!” Gritó desde adentro con el desmadre del alcohol y seguramente
no lo creía, ya que su propia fama iba en aumento por el famoso “caso Molinet”.
El pobre Pablo, poeta él, había estado en la cárcel de verdad jodidísimo según
esto acusado de un asesinato que obviamente no cometió. “¡Ya te diré!” Le dije,
desde la puerta y la cadena antes de las
mesas de adentro donde, además del escándalo musical, pululaban los meseros que
ni abasto se daban o una pausa para salir a fumar donde se ponen las
motos. “¡Me la publicará Gallimard!” Le
aseguré despidiéndome, y aunque no lo creía ni por un instante, desde ahí
empezó a crecer la apuesta por El jardín
del pulpo, tal era el nombre de mi hijo, como la canción de Los
Beatles.
Jazmín
era una ex (una de las pocas ex con quien he logrado llevarme bien) y vivía en
ese entonces en Aguascalientes y yo en la Ciudad de México. Cuando tiempo
después quise saber de ella, supe que se había ido a Salamanca a estudiar una
maestría en Historia del Arte. Pero en ese momento yo la giraba de Barman y,
como sabía que entraría el año siguiente a la Escuela de Escritores de la
SOGEM, quería llegar a enmendarles la plana a los maestros según ciertas ideas
malditas que tenía, como cualquier voyeur literario pescando frases y locos
descubrimientos. Así de fácil me las daba de escritor, no sólo quería estudiar
ahí, yo quería corregir mentalidades chatas, catolicismos hipócritas y
malentendidos, quería despertar traumas a los compañeros y sobre todo quería
pervertir perversos. Ya sabemos todos
que escribir es usar una máscara o arrancársela toda. Sí pues. ¿Quién quería
hacer eso? ¿Yo? Pero por supuesto, mis pequeños bastarditos. O tal vez yo y mi
sombra la muerte o tal vez yo y el alter ego de Antonin Artaud. (Ojo: si eres
escritor y no conoces el texto fundamental Piratas/Poetas
de José Vicente Anaya, sigue leyendo
pero de vez en cuando, por honestidad, ponme los ojos en blanco ante mis
palabras o si no te consideraré un pre-inocente desde donde yo me encuentre). Y
la memoria estaba al rojo vivo, retumbando anécdotas a todo tren y a toda hora,
así que no sólo salieron las noventa cuartillas: el resultado final fueron
doscientas setenta, mismas que terminé ese año pero la seguí corrigiendo. Usted
lo sabe: En Francia el poeta Paul Valéry lo dijo hace un poco más de cien años
y es el canon de los talleres literarios de todo el País que resuena por
enésima vez en boca del que lo coordine
(y resuena de mala gana además) ante un texto logrado: “Bien, no está mal, habrá que podarle algunos ripios, pero bien. Acuérdense que
Paul Valéry lo dijo: un texto nunca se acaba; sólo se abandona.” ¡¿Pero cómo
abandonar al adefesio que le tenemos más cariño y más amor, el frankenstein mil
veces re-cosido que amamos porque lo construimos a imagen y semejanza de lo que
nos hace vivir porque afirma nuestro
desprecio ante la maldita muerte que todo lo iguala y uniforma?! ¿Cuál
escritor no tiene ese tipo de cadáver apasionado apestando en el cajón o en su
computadora personal y que cree que es una obra maestra?
Dejé
la escuela del Barman y el trabajo de los alcoholes y entré a la SOGEM, en ese
tiempo otro de mis trabajos era hacerla de extra para los programas de TV
Azteca, yo creo que fue el trabajo más cómico de toda mi historia laboral. José
Antonio Alcaraz, (la gorda como le decían algunos pesados) considerado en ese
entonces el hombre más culto de México (incluso más que Octavio Paz, incluso
cuando Paz murió), por la prensa más importante de la Ciudad de México, me
entrevistó, me preguntó por mis autores favoritos: “Milan Kundera, Carlos
Fuentes, Fernando Savater, Henry Miller y otros y otras más”, le dije y se dijo
honrado de tenerme entre la nueva generación, me dijo que sí se me notaban los
aires de escritor. El cabrón me dijo que yo me creía saberlo todo. (¿O me
entrevistó Eduardo Casar? ¿O Alejandro César Rendón o Teodoro Villegas?). El
caso es que entré y poco a poco me siguió subiendo por las venas ese veneno
delicioso que yo ya conocía gracias a mis doscientas setenta páginas: La
Creación Literaria que genera las Mayúsculas del Honor, la perra literatura con
las minúsculas de fragores
cantineros y prostitutas viene
siendo lo mismo. Günter Grass también se fue con las putas en Alemania cuando
era chamaco durante la guerra y ya tiene años que fue Premio Nobel.
Cuando
dejé la aventura de la SOGEM ya tenía en mi carrera de escritor dos premios: El
Salvador Gallardo Dávalos de Narrativa Joven por otra novela y un premio-torneo
al mejor poema de la Ciudad de México, además de varias cosillas publicadas:
ensayitos filosóficos, cuentitos de doble historia a lo Julio Cortázar,
poemotas de chicle motita y poemas amorosos, pasionales y caníbales, etc.
(¿Cuál poeta no empieza dándose cuenta de la luminosidad desquiciada de la carne?) Pero la otra, la novela vital,
la verdadera porque era de literatura maldita, no la había logrado publicar.
Eso me calaba como la negativa de la mujer de mi vida o como ver el rostro
imbécil y aterrorizador de la muerte que sólo te niega y te niega y te niega...
¿Entonces? No basta ser escritor para ser escritor, siempre hay que ser algo
más: Estudiante, trabajador, barman incluso, o llantero como Juan Rulfo,
amante, tu propio editor, secretaria, etcétera. Además de mantener alimentada tu propia preocupación activa
sobre las mierdas del mundo. Tu propio mensajero del texto. Por eso fui a editorial Aldus, donde Pablo Soler
Frost (¿o era Álvaro Enrigue? ¿o era Marcelo Uribe?), se tomó “la molestia”
formal de enseñarme cómo era una
editorial, solamente hablé y me dijo quitándose los lentes: mire usted joven,
maldito sea usted joven, de hecho: “¿quién chingados es usted?” Parecía salir
la frase por detrás de los retratos colgados en la oficina. Desde ahí, se veía
toda la casa editora, los libros empaquetados, el departamento de cobros, las
maquinarias de las rotativas de imprenta, el personal laborando, etc. Cuando me tocó hablar a mí para decirle
que modestamente le dejaba mi primer manuscrito de novela (eso sí, ante el
oficio y en honor a las letras que dejaron a la posteridad gente y genios como
André Malraux, Borges, Alfonso Reyes, Guillermo Cabrera Infante o Kafka lo
mejor es ser muy humilde), sonó su teléfono y creo que su secretaria le avisó
de un encuentro literario en Monterrey,
me despidió con rapidez y dijo con visible molestia sosteniendo el
teléfono y señalando a su escritorio: “sí, sí, ahí déjame tu manuscrito, sí
gracias, hasta luego”. Y ahí voy de pendejo
saliendo y creyendo que sí la dictaminarían como si nada. Luego fui a
Alfaguara, quise hablar con Sealtiel Alatriste y/o la persona encargada de
recibir manuscritos y ni siquiera me abrieron la puerta. En fin, la novela se
hizo famosa entre ilustres dictaminadores anónimos que de seguro la utilizaron
para limpiarse el culo o vaya usted a saber; quizá como papel reciclable o como
garrote para pegarles a sus hijos por si se les ocurría ser escritores… ¡Pero
era mi Opera Prima! ¡Mi primer y única novela maldita! Cada que pasaban los
días seguía recibiendo largas de los editores y se seguía dándola por muerta en
todo, hasta en el radio y en la tele me aplastaron la cara y me pisotearon por “atreverme” a escribir una novela maldita
de corte autobiográfico, de hecho, mi vida entera estaba cambiando y estaba yo
atrapado todavía ¡en la historia de la novela! (Ojo: si eres escritor sabes muy
bien de qué estoy hablando y, si no lo sabes, regrésate y vuelve a leer desde el primer paréntesis… ja ¡Te voy a traer como en Rayuela!). Ni modo, decía yo, muerto de coraje,
embriaguez y locura, —esa novela —decía— pésele a quien le pese, se va a
publicar.
“¿Qué
chingados tendrá Aguascalientes que toda la banda valiosa se larga de aquí pero
toda termina por regresar?” Creo que fueron
palabras con las que me recibió un loco amigo que ahora no recuerdo su
nombre pero estoy seguro
que me lo dijo cuando regresé acá en el 2006.
—Ni
modo, —dije— ya me regresé.
Fue
en ese entonces, además del golpe del cambio de ciudad, (que si cala y cala
fuerte) que alguien me recomendó conocer al maestro Ángel Mota, reconocido
filósofo de Aguascalientes que también se las daba de escritor y tenía varios
libros publicados de filosofía y narrativa. Para como estaba mi situación, (yo
creo que los momentos más desesperantes de mi vida: no sólo vivía al día,
contaba casi para cada día con ¡veinte pinches pesos y tenía qué ahorrar para
el vicio mínimo de todo escritor: el maldito cigarro y el horroroso nescafé!)
Ángel fue un verdadero arcángel que me vino a salvar de la ignominia y, a pesar
de su carácter demasiado sobrio y nunca propenso a la vidita de poetas salvajes
y briagos —como eran la mayoría de mis amigos de La Capirucha—, sentí que se iban definitivamente de mi vida
aquellos tiempos y fue duro aceptarlo, pero a cambio me ofreció una amistad
sólida y a toda prueba. (Cuando le
platicaba de mis andanzas en el D.F. sólo me guiñaba el ojo).
En
el año 2004 dejé de corregir la novela y la di por terminada; recuerdo que lo
celebré oyendo esos días todo el disco Mule
variations de Tom Waits. Salí un día temprano a la calle con la novela
digitalizada en disco compacto, compré La
Jornada y luego la imprimí, la
engargolé y me fui de la jaula en la
Colonia Escandón y tomé el metro bus durante todo avenida Insurgentes sur hasta llegar al
edificio altísimo que, entre otras empresas y oficinas, se encontraban las
oficinas de Editorial Planeta México. Era en los pisos más altos y por ahí
también estaban las oficinas de OCESA, la empresa encargada de traer músicos de
talla internacional a la Ciudad de México, como Dead Can Dance, The Cure, Oasis,
Placebo, Joan Manuel Serrat o U2. No encontré a Andrés Ramírez, que era el
editor, pero le dejé el manuscrito a su secretaria. Para ser una empresa del
tamaño e importancia de Planeta México,
me pareció que me habían recibido con mucha cordialidad. Digo esto porque
llegué yo mismo un poco jadeante y sudoroso, con las manos oliendo a tubo de
metro bus y no me acompañaba mi
representante o agente literario,
digamos, como si yo fuera alguien como Laura Restrepo. A la semana siguiente hablé con Andrés para
recordarle que le había dejado el manuscrito y me fui a chupar con mis amigos
los quijotes y sanchos de la Poesía y buscar mujeres en los bares de la Condesa
y seguramente, mientras tanto, Tom Waits escupía y me echaba un ojo por encima
de su periódico.
Dejé
pasar tres meses cuando ya estaba
ubicado en la geografía antes citada y se me ocurrió marcarle a Andrés Ramírez.
—Tu
novela me encantó —me dijo— pero yo ya no represento la última decisión,
tendrás que esperar mes y medio.
En
esa misma llamada le conté que por angas o por mangas ya estaba yo acá en Hot
Waters City y ¡claro! ¡Tenía que presumirle del evento Poetas del Mundo Latino
en Aguascalientes!
—¿Qué
tal se puso? —dijo Andrés.
Que
tan aferrado estaba con esa novela y en un estado de pobreza tan manifiesto y
evidente, que tenía que tener el orgullo de decirle:
—Buenísimo
Andrés, checa mi blog-spot, ahí viene
una crónica del evento. (Al Poetas del Mundo Latino había arribado entre otros
mi amigo el poeta y traductor José Vicente Anaya y había dado una conferencia
magistral).
—¿Cuál
es la dirección electrónica?—dijo Andrés interesado.
—Googléame
y ya verás —le dije.
Esperé
mes y medio sumido en la pobreza que me rodeaba: ni cubiertos ni alacena ni
refrigerador ni muebles había en mi departamento pero estaba decidido a
publicar esa novela y volví a marcarle a Andrés Ramírez, desde un teléfono
público debajo de los edificios donde estaba dicho departamento en el que
vivía.
—¿Qué?
¿Usted es Mateo Gargallo Castellanos, de dónde? ¿Cuál Mateo Gargallo
Castellanos? —dijo Andrés, que ya no se acordaba.
—El
de la novela El Jardín del pulpo
—dije yo, cruzando los dedos adentro de la bolsa del pantalón donde hacía mucho tiempo no había ni un peso, más que lo
que le cobraba de renta al arquitecto que vivía conmigo y quería representar el
movimiento de López Obrador después del fraude o, por lo menos si no fue fraude
sí quedó la enorme duda y es un momento que
ya se conoce demasiado en la historia reciente del País como para que yo
diga alguna opinión intrascendente.
—Aaaah,
es verdad, fíjate que te tengo malas noticias, defendí tu novela lo más que
pude, pero no sé por qué, pero el
Corporativo tomó la decisión final de no publicarla. ¿Cuál dijiste que es la dirección de tu blog?
Me
sentí tan triste (evidentemente había personas que ya la habían leído:
familiares, amigos, incluso literatos serios y a muchos les había gustado,
tanto en Aguascalientes como en el D.F., incluso al dueño de una librería le
llegó el manuscrito y me dijo que era imposible que Planeta México dijera que
no, es decir, que era muy buena desde el punto de vista mercadotécnico) que le
dije a Andrés que ahora tenía otros planes literarios bla bla bla y que ya ni
siquiera tenía un blog-spot. Sólo le dije que me saludara a su hermano, porque
lo había conocido en La SOGEM, creo que lo había visto fumar mota y como los
dos son hijos del ondero José Agustín, era probable que su padre se inspirara
en ellos para sus nuevas historias.
Al
año siguiente (2007) se acabó finalmente la perra miseria: dejé al arquitecto
que se arreglara con el dueño del departamento y me fui a vivir con mi madre, que también venía de México y
empezamos a vivir juntos en un barrio de más categoría o burgués, aunque ese
tipo de barrios y la gente que vive en ellos en la actualidad se les debería decir
de ricachos o la nueva ricada a secas.
Comencé entonces a planear lo que verdaderamente venía a hacer a
Aguascalientes: entrar a estudiar la licenciatura de Filosofía en la
Universidad Autónoma de Aguascalientes.
¿Y
la famosa novela maldita tan buena?
Entiéndase:
Era novela maldita porque era novela enferma, enfermiza, nociva…
Hubo
que hacer muchos ahorros y conjurarles a varios miembros de la familia que la
novela era excelente para que se mocharan/apoquinaran
con unos dineros; la verdad es que la mayoría ya lo pensaban, así que ese año se
decidió que no habría otro modo de publicarla más que por edición de autor. Mi
padre me dijo que sí se debería publicar. Y él y desde México comenzaron a
tramar en serio la publicación. Les
mandé la versión final y ellos comenzaron a sacar pruebas y corregir, eso duró
todo el 2007.
En
ese entonces, pensaba yo en las aulas de filosofía de la Autónoma, “la
filosofía es algo demasiado vasto he importante para tener que estudiarla en la
academia”. Y convencido de esos nebulosos argumentos comencé a faltar a clases,
a decir verdad no tenía mayor problema con la tira de materias a excepción de
la lógica simbólica. El maldito asunto desarrollado de “p entonces q” me
resultaba farragoso y estúpido. (Yo creo que la tiranía de la lógica no la
aceptaba mi lado poético) Ángel Mota daba clases ahí y cuando supo que me salí
definitivamente, no se molestó ni se desilusionó de mí. Sólo me dijo: “Morro, dedícate a vender algo
en la Purísima, yo qué sé, ropa, pantalones, playeras”.
Seguí
publicando artículos y ensayos en portales de internet y cuando finalmente dejé
la UAA en noviembre de 2007, me dediqué
a ser maestro de iniciación artística para niños de primaria, trabajo en el que
me sentía y me desenvolvía bastante bien, y la mejor prueba es que los niños me
querían.
Recuérdese
que narrar y contar es traficar con lo que llamamos verdad… puede ser verdad
100% colombiana o verdad y narración donde el diller literario te da solamente
30% verdadero material colombiano, pero el diller o el escritor siempre jura y perjura que da lo
mejor o, por lo menos, la mercadotecnia editorial se encarga de que lo creamos
los que estamos del otro lado de las letras, la “inmensa minoría” como se dice.
Así que entonces, debería de conocerse a la musa del diller, o quizá
preguntarle al dueño de la librería si éste fulano que escribió el libro de
portada tan llamativa escribe poesía,
que como todos sabemos, es el verdadero
núcleo de todo el arte. Si nos pudiéramos asegurar que no escribe poesía ni
para la mujer que le acaricia las tetas,
es un diller que nada más nos da 20% o 30% del porcentaje total de lo
que sí te intoxica sabroso: el sagrado pedazo de arrachera literaria que debe
de consumirse con cero mostaza (la pura comunicación de muchos “escritores” que
sólo aburren) pero con un buen Casillero del Diablo al lado para saber o
encontrarse uno en la pregunta: ¿me
gustó más el libro o el vino? Lo demás
depende qué tan alto te eleves o qué tan alto te eleve el diller; en éste caso,
por ejemplo, debes imaginar dos salones de sexto de primaria con decenas de niños peleles gritando y
pataleando, burlándose día con día del maestro que sueña presentar su novela
maldita en Bellas Artes y niñas que juegan
a ser lolitas y te preguntan: “¿oiga profe, usted tiene novia?” y que a
esa bola de mocosos que son un farragoso fastidio, los quieres llevar por la buena
senda del estudio para que ¡pues claro,
por el coño de Afrodita! Por lo menos nunca le hagan caso a un diller de los de
a grapas y rayas de cocaína y mariguanita y le hagan caso a los dillers de a de
veras como el enorme diller Ernesto Sábato (Sobre
héroes y tumbas es una obra con 100% material argentino de alta calidad,
tanto que se debería de prohibir a los
menores de edad, si no lo has leído ya te chingué); y mientras tanto la novela maldita se
imprimía en una imprenta clandestina de La Capirucha en los momentos y horas extra de los dueños,
tal fue la consigna que les impuso mi padre y el equipo de edición.
En agosto de 2008 me llegó a la casa
del barrio de los ricachos el primer ejemplar de la novela. En la portada noté
que aparecía una señal urgente: “CUIDADO CON EL TREN”. “Qué chistoso
—pensé—, en la novela se habla de muchos
de mis vagabundeos alusivos a la portada”. Lo arrullé en los brazos de
felicidad y lo llevé a acostar a su cuna, creo que de ver a su papá hasta se
alegró y me pidió que lo arrullara (es decir
que lo releyera), pero como no soy un padre consentidor lo puse al lado de un libro de Carlos Fuentes y otro de Georges Bataille y
le dije: “así es la vida hijito, a ver si ellos te quieren en la familia”. Y el
niño sintió que se le imponía Gringo
viejo y El Verdadero Barba Azul
pero logró dormir y reposar hasta roncando en su primera noche en Hot Waters.
(Yo recordaba la noche en que fue fecundado y los días en que fue planeada su
llegada a la repútica de las letras mexicanas). El tiraje fueron 500 ejemplares
en total, después sólo me llegaron ciento cincuenta. Pero como ya dije varias
veces el hijo tenía mucho de maldito, ya se quería ir pronto de casa a probar suerte en el mundo. Y esto se
puede decir en los dos sentidos: a mi hijo le urgía que lo leyeran y le urgía
que lo leyeran lejos, no sólo donde fue escrito y concebido (el Distrito) sino
en otras latitudes.
Ahí
fue cuando salió la brillante oportunidad: un amigo en Zacatecas, editor y creador de la magnífica revista Dos Filos, José de Jesús Sampedro,
conocido en todo México como un poeta experto
de la contracultura, amigo con el
cual ya había establecido contacto desde que estaba en Hot Waters y que
de hecho ya colaboraba desde antes en la
revista, me comentó por teléfono que si tenía una segunda novela, había la
posibilidad de presentarla en La Semana Cultural de Zacatecas y que me
reservaría un lugar y un foro durante esos días. ¡Estupendo! Cosa que le
comenté a Ángel Mota y le pedí que fuéramos en su nave, un Pointer rojo casi
nuevo.
—Simón —dijo animándose —¿Cuándo es?
Gracias a Sampedro, me puse en
contacto con los organizadores de la Semana Cultural y me dieron foro: se
confirmó mi presencia en el Foyer del clásico e histórico Teatro Fernando
Calderón de Zacatecas en un día entre el 4 y el 18 de abril de 2009. El día preciso
ya no lo recuerdo, ni importa, pero recuerdo que fue entre semana; Ángel Mota
pidió ese día en la Universidad, llegó en su Pointer a mi casa como a las 10:30
de la mañana, saludó a mi madre y me dijo que afuera me esperaba. Pensé llevar
cincuenta ejemplares para la presentación pero con unos cuarenta me pareció
suficiente, cada ejemplar costaba cien
pesos. Me despidió mi madre y cuando nos subimos al Pointer, mi madre
nos dijo: “Me saludan a Sampedro.” Ángel se echó a reír y dijo:
—Je,je, parece que nos fuéramos a
morir.
Tomamos carretera y durante largo rato
estuvimos escuchando el blues de Real de Catorce, mandé mensajitos por celular
a dos amigas de México para que supieran que el trabajo de mi vida por fin se
iba a dar a conocer. “¡Mucha suerte Mateo, besos!” Me respondieron. También
Ángel y yo platicamos de nuestros futuros planes literarios. “¿Quieres que yo
ponga un blog-spot?” Me dijo. “¿Para qué quiero yo un blof-spot? Mejor véndeme tu edición de Aguilar de Las Mil y Una Noches.” Así era Ángel, él preferiría mucho más meterse a estudiar
y enfrentarse a los grandes autores que leer novelas de moda o libros
recientes. Y cuando digo “grandes autores” los pequeños autores que leía ese
cabrón eran Schopenhauer o Vargas Llosa.
Ciertamente el camino entre Aguascalientes y Zacatecas es corto, pero más corto
con los atajos de Ángel, y decidió dejar el Pointer en las afueras del centro y
me dijo: “Ándele pues señor, a cargar su obra maestra”. Y se reía.
Y ahí me tienen cargando cual Pípila
posmoderno los cuarenta ejemplares empaquetados calle arriba, estaban casi tan
pesados como un saco de cemento. Es cierto que escribir con potencia cansa más
que levantar una barda de ladrillos, pero yo estaba hasta la madre y sudando
como albañil al final de la jornada. La gente pasaba de un lado para otro y se
me quedaban viendo, Ángel cargaba solamente las hojitas que iba a leer en la
presentación y nuestras fichas bibliográficas para el moderador de la mesa, que
era de Zacatecas.
Cuando vi la enorme arquitectura
barroca del Teatro Calderón, pensé que definitivamente valió la pena matarse un
poco cargando al niño. Ya nos esperaban arriba en el Foyer en el segundo piso,
que estaba lleno con cerca de setenta sillas, el público, los reporteros,
Sampedro y el círculo literario zacatecano. Nos sentamos en la mesa ante los
micrófonos y después de que el moderador dijera unas palabras preliminares,
Ángel dio de sí sobre mi obra con sus cuartillas. Ni siquiera pensé que le
hubiera gustado tanto el texto. Le di la mano en público por su generosidad. Yo
estaba feliz de estar ahí, triunfando con la novela que supuestamente su
destino final era el anonimato y francamente no sabía qué hacer, “como todos
los poetas salvados” (Efraín Huerta dixit). Las hermosas reporteras de los periódicos
de Zacatecas se me quedaban viendo y yo veía mucha emoción en sus ojos. Algo
así como: “sabemos cuánto has tenido que luchar para estar aquí nene, eres lo
máximo”. Y sentía que todas las demás también me lo decían. Después hablé yo, le
saqué unas cuantas risas al público —como debe ser— y después de los aplausos
la gente comenzó a comprar el libro. Una
persona por parte de los organizadores me entregó un reconocimiento firmado por
la gobernadora del estado Amalia García, me pagaron 3,000.00 pesos en cheque
por la participación y ¡zas! Que dice el encargado del evento: “Ahora a nuestro
invitado a La Semana Cultural Mateo Gargallo
Castellanos, por parte del Gobierno y el Pueblo de Zacatecas le
otorgamos merecidamente EL ROSETÓN DE PLATA por su brillante trayectoria
artística”.
Largo duró el aplauso, me sentía tan
feliz que me empecé a sentir excitado sexualmente, empecé a sudar y, como
cualquiera le hubiera pasado en ese momento, comencé a soñar que todas las
mujeres presentes estaban muy deseosas conmigo y el broche del pantalón empezó a castigar al otro protagonista. El
Rosetón de Plata era un cuadro de madera vertical como para adornar un
escritorio, con letras grabadas y un sol de plata brillante.
La gente siguió comprando el libro,
otros comentaban, comían la botana y el vino de honor; Ángel platicaba con
Sampedro y mucha gente me pidió autógrafos, me tomaron varias fotografías y,
mientras tanto, el broche me castigaba la
erección del pene. Tenía en la mano una copa y me empecé a marear con el
vino blanco, me tomé cinco copas pero quería todavía más. Luego se me acercaron dos reporteras de buen
ver, una de radio y otra de La Jornada Zacatecas, con la excitación
del momento escuché que me decían con susurros coquetos: “¿Oyes Mateo? ¿No
quieres que te masturbemos el pene con la boca?
Somos buenas para eso que te
gusta, no te hagas...”
—Soy Gabriela de La Jornada Zacatecas Mateo ¿Me puedes decir cuál es el lugar de la
escritura autobiográfica en estos tiempos?
Y la otra: “Mateo, dime unas
palabras para Radio Universidad, por ejemplo, ¿tu novela es un ejercicio auto
terapéutico para exorcizar tus demonios del pasado?”
—¿Eh? (“¿De qué me hablarán éstas
bellezas?” Me decía una voz adentro de la cabeza) ¡Ha! Claro… —y entonces ahí
ya pude decir las sagradas palabras—: “Hace trece años, con mi propia lectura
de las obras de Henry Miller y con Gargantúa
y Pantagruel de Francois
Rabelais, aprendí que la escritura es
muchas cosas, pero que también puede llegar a ser un juego a muerte con la tumba ó los ojos
negros del anciano”. Dije citando a Efraín Huerta y quizá, mientras tanto, Tom
Waits, el divino hipócrita, el santo patrono de todos los perdedores, el de la
voz tamizada por toneles de alcoholes, más mexicano que norteamericano, quizá
maldecía y cerraba los ojos ante Los
Angeles Times.
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