CUANDO EL VINO ERA UNA LEYENDA
Marcho en
un oscuro tren
donde
oigo golpear a mis costados
al infatigable bramido
de los años
carcomidos y rancios,
como fantasmas de la
frialdad de la niebla
y su reverso: el fuego del
deseo.
El deseo es un pájaro
herido que escapa de su jaula
y vuela por el mundo
hasta que es sumergido
en unos labios que sonríen y recuerdan lo que
tú, o yo,
o cualquiera, puede ser en la contradicción
que singulariza y que otorga el matiz,
la llaga certera donde uno parte y busca su
madera propia.
Pero nosotros vamos en este
tren y ya es tarde.
El pájaro vuela y escapa
de aquí, se marcha
a cualquier parte, sólo
depositará sus plumas
en la retrospectiva de
la nostalgia insoportable.
En el beso que yo esperaba
la semana pasada,
para que este mundo fuera menos grotesco
simplemente por una mujer desconocida,
que pasó rozando mi existencia y liquidó mi
propia mitología,
pero yo encontré una nueva a la vuelta de la
esquina.
Marcho en este oscuro
tren y ya es de noche, la poesía
golpea las puertas
cuando todavía no hay nadie, no obstante,
ese niño que duerme en mi memoria la
escribirá algún día,
llegará a ser capaz del poema.
Trepará a un árbol jugando
a ver más allá del horizonte
y sentirá en medio del
áspero tronco la sensación
de falta de firmeza, de
niñez cobarde.
Pero el pájaro ahí va con
él y no ha escapado.
¿Quién no lo recuerda?
Aquellas tardes
infantiles y eternas,
cuando el alma tenía esos colmillos de
azúcar,
cuando la sombra daba
una media vuelta en la nuca y se iba,
cuando una toronja sabía
a aguardiente,
y cuando el vino era una
leyenda.
¡Salud! Amigos
fraternos, déjenme escalar por su árbol
y que no me venza la
torpeza de una prosa mal entendida,
que tenga la frente
limpia y pueda llegar hasta el fruto del árbol
para
que al fin, el pájaro pueda volar,
y una mujer, a lo lejos,
me sonría caminando su propia vida.
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