lunes, 15 de julio de 2024

SOBRE BRENDA NAVARRO

 

¿Qué es un libro? Un libro es un símbolo, una señal que pertenece al mundo de la civilización humana. Si fuera un trueno o un relámpago sería un sigo: una señal que pertenece al mundo o universo del Ser, en términos metafísicos. ¿Y qué me dices sobre los libros de Brenda Navarro? Es la cultura pop, pero al mismo tiempo, como ya desde hace tiempo son los escritores “jóvenes” del país, son libros que abrevan y sacian su sed a partir de las obras de Jorge Ibargüengoitia.

La historia que relata la novela Casas vacías está plagada de sexo entre los personajes, insultos y cosas de ese estilo, es una narración despiadada, pero también eso quiere la cultura Pop. Me resulta sorprendente cómo la autora es demoledora al destruir las señas de lo que pensamos que es la “maternidad” para una escritora de sus cuarenta y dos años. Hay un viaje desesperado a España y una vuelta a la Ciudad de México, la forma de proceder de la autora ha sido colocarse como la madre y lo hace muy bien y se ha puesto a cortar a machetazo limpio, toda nuestra inocencia al respecto: negación de Dios, la sordidez de la vida en cualquier parte, y en todas partes parece que no hay ninguna importancia de lo real: mejor dicho: no hay nadie quién le importe en lo social sobre qué le ocurra a éstos personajes ni a nadie más, testigos mudos somos todos de nuestra propia pestilencia. Parte de este proyecto era lanzarme a CDMX en autobús a entrevistarlas. Fernanda Melchor me dijo vía e-mail que no podría hacerlo “por cuestiones de seguridad”, en fin… Por esa razón ofrezco la siguiente entrevista, sí en copy-paste y respetando el derecho de autor del entrevistador:

Brenda Navarro: «Hay que combatir que a las autoras nos traten como vendedoras y a los lectores como clientes»

Tras su gran debut novelístico con 'Casas vacías', la escritora mexicana publica 'Ceniza en la boca'. Enriquece su literatura e interpela a todos con temas como la migración, física y espiritual, la desigualdad, la búsqueda de red de afectos y los sueños postergados y reivindica el mundo de los adolescentes:

Después de que Brenda Navarro, con 31 años, empezara a probarse a sí misma de si era capaz o no de escribir una novela, con el resultado exitoso de Casas vacías, en 2018, la escritura de su siguiente libro, Ceniza en la boca, fue más serena, y, a la vez, con nuevos desafíos: no quería repetir fórmulas, ni de temas ni de estilos; y con un propósito inesperado: romper las etiquetas que ha intentado ponerle el ecosistema del libro por ser mujer, mujer latinoamericana y con temas de maternidad. La escritora mexicana aspira a que la valoren desde la calidad literaria y se hable, sobre todo, de literatura.

Ceniza en la boca (Sexto Piso) empieza el proceso del desenlace desde el principio: un hilo narrativo dramático alrededor de la vida de una pareja de hermanos jóvenes migrantes en España, cuando uno de ellos, Diego, se suicida. En el arco de esas vidas, Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982) aborda el tiempo, como el péndulo de un reloj silencioso, y el espacio como prueba del Tiempo, del movimiento. La escritora se sirve de ese tic tac mudo para abordar, de manera natural y fluida, aspectos relacionados con las raíces, la desigualdad, la xenofobia y la búsqueda de afectos de manera instintiva para sobrevivir y vivir, la identidad como algo móvil, la orfandad ante la propia vida que suelen sentir algunos, los duelos de todo tipo que encadenan en silencio las personas… Todo eso confluye en una idea conmovedora y profunda que palpita en la novela y que es reconocible a todos los lectores: los sueños postergados, ¿a dónde van?, ¿qué efectos dejan cuando ya no pueden ser? ¿O hay algo más determinante, desde lo íntimo, que esté relacionado con las raíces, la identidad, la migración y el ser?

Veinte minutos después de empezar esta video-entrevista, el rostro juvenil de Brenda Navarro esboza una sonrisa ensombrecida por lo que acaba de revelarse ella misma con su voz pausada:

«Hablándolo con mi pareja y con mis amigas, que ya rondamos los 40 años, cuando ya sabemos que los sueños ya no están postergados, simplemente ya no van a ser realizables, creo que sí tenemos algo allí atorado en el estómago que no nos deja digerir los duelos de esos sueños postergados, creo que los sueños postergados se van disipando y sabemos que van a morir o que ya han muerto… Es un duelo que no sabemos afrontar porque nadie nos preparó para esto. No le hemos dado un nombre a lo que estamos viviendo. Es un momento en el que deberíamos construir una palabra para describir eso de ‘Las cosas no van a ser como nos dijeron ni como soñamos que iban a ser’. Pensábamos que si pasábamos un poquito más, o si trabajábamos más, o si le sonreíamos más a quien iba tomar decisiones sucedería algo a favor de ese sueño, o nos iba quedar la lotería, pero ya sabemos que no… ¡Ay!… me acabo de poner un poco triste al pensar que se han muerto nuestros sueños en general ¿no? Si se postergan, se mueren…”.

A la escritora se le escapa el sonido de una sonrisa entrecortada que enmudece al sorprenderse por lo que acaba de comprobar. Es julio, ha vuelto por unas semanas a Ciudad de México. Allí nació en 1982, hace 40 años. De formación sociológica, economista y feminista, y con trabajos en el mundo editorial, como correctora y demás, Navarro llegó a España en 2015 con su pareja española, primero Barcelona donde hizo un máster, luego en 2019 se trasladaron a Madrid, donde trabajó en una fundación sobre temas de migración. Ya lleva en el país siete años y dos novelas que la sitúan como una de las voces más literarias e interesantes de España y América Latina.

Su génesis como escritora se remonta a sus 31 años, en 2013. Cuando vivía en México escribió la primera versión de Casas vacías. En España, en 2015 terminó el borrador, lo envió a un editor que le dijo que no, pero que la novela tenía algo. Eso la animó a trabajar más a fondo el libro. Cuando lo terminó sintió la necesidad de saltarse el proceso de las editoriales y le propuso al proyecto mexicano online La caja negra, más de periodismo y de derechos humanos, publicar allí la novela. Así lo hicieron en 2018.

“Salieron dos o tres reseñas y entrevistas. Creí que ahí había terminado mi trabajo Y cuando estaba pensando en otras cosas vino este boom gracias a la recomendación de lectoras, que de boca en boca se pasaron el archivo, y a la reseña de Fernanda Melchor (otra de las nuevas y grandes voces literarias del español) que fue decisiva para lanzarla en México. De ahí vino todo, un agente, luego ofertas de editoriales y me decanté, en 2019, por Sexto Piso, por su cercanía hacia México”.

Ese 2019, Casas vacías fue elegida por WMagazín como uno de los hallazgos literarios del año. En 2020 la misma editorial publicó la novela en España y se convirtió en uno de los debuts literarios de la temporada, y ella en una de las voces nuevas a tener en cuenta. Tras el tema de la maternidad, de ser o no ser madre y las violencias, en Casas vacías, Brenda Navarro cambió de registro en Ceniza en la boca: un tono más íntimo y a la vez muy social que interpela a todas las personas sobre diferentes aspectos. El resultado es una novela conmovedora por lo que cuenta y cómo lo cuenta con una voz serena que lleva el drama de la vida en una escritura delicada y muy cuidada.

“Escribí Casas vacías como un reto personal de ¿sé escribir una novela, o no? Cuando escribí Ceniza en la boca estaba muy tranquila porque sabía que, aunque gustara o no, la gente iba a ver una editorial respaldándome; ya no tenía que hacer este proceso de búsqueda en la angustia. Era una segunda novela sin miedo al rechazo, y eso permite una serenidad a la hora de sentarte a escribir. Además, apareció la pandemia, creo que eso nos trastocó a todo el mundo en las perspectivas. Aunque es un lenguaje muy latinoamericano, muy mexicano, sí pensé que se podía parecer a la segunda voz de Casas vacías. Tenía un poco de miedo de repetirme, pero después me di cuenta que esta era, justamente, la fuerza que necesitaba esta mujer mexicana hablando de problemas latinoamericanos en España. Así que me aferré un poco a esa voz.

Me gusta lo de serenidad. Es una narradora que trata de encontrar una respuesta sobre por qué se ha suicidado su hermano y por qué se siente como se siente. La novela puede interpelar a públicos más amplios. Casas vacías le puede gustar a muchos hombres, pero sé que su público son las mujeres. Ceniza en la boca interpela a todos. Decidí arriesgarme porque una escribe lo que tiene que escribir”.

La escritora siguió su instinto literario, no el comercial o de querer gustar. No pensó en un tema para crear una historia, sino que se le apareció la historia. Hizo una apuesta por la literatura con temas que tocan a todos, recuperó una voz de su anterior libro y la enriqueció. Se rebeló, también, contra una práctica del ecosistema del libro que tiende a cosificar y etiquetar a autores y obras en aras de la venta pura y tratar a los lectores como clientes.

“El mercado editorial empieza a vender las novelas por temáticas y le quitan la universalidad… Mientras escribía pensaba de qué iba Ceniza en la boca… Y va de un montón de cosas. Justamente, no quiero que haya una temática, eso entrampa a las obras que estamos escribiendo, porque sino encajamos como maternidades o encajamos como problemas de mujeres… y puede ser vendible, pero a costa de meternos en etiquetas. A mí me preocupaba esto, mientras escribía, en el sentido de que necesito que esta obra se defienda porque es un libro, una novela…

Hay una gran presión a las escritoras para que escribamos de todo esto descarnado, salvaje, revolucionario como latinoamericanas. Es algo que peleo mucho en los círculos de lectura y con los periodistas cuando les digo que a una autora francesa o a una inglesa no le estás pidiendo que sea descarnada, le estás pidiendo que escriba una buena historia. A mí me gustaría llegar a ese punto en el que solo me pidan escribir una buena historia, y no que responda a lo que pide el mercado editorial o los prejuicios de fuera de Latinoamérica que no sirven más que para que las escritoras se sientan interpeladas a estar hablando de maternidades o de cosas súper salvajes. Ojalá un día nos pudieran decir: ‘Has escrito un libro’ a secas, esa es mi aspiración”.

Algo así ocurrió en los años sesenta con el boom latinoamericano cuya sombra duró varias décadas, y aún se siente, a través del realismo mágico, cuando la verdad es que muy pocos de esos escritores hicieron realismo mágico, pero es la etiqueta popular. Solo hizo que muchos autores latinoamericanos de los años setenta y ochenta fueran fagocitados o no fueran tenidos en cuenta.

Algunas lectoras, lectores, me han dicho de Ceniza en la boca que estaban esperando un dolor descarnado como en Casas vacías. Me parece que también tiene que ver con lo que tú dices de fagocitar. Vivimos en una época en la que a los lectores y las lectoras nos están tratando como clientes, y no como lectores y lectoras. Entonces, cuando tú eres cliente, claro, pides calidad y quieres servicio al cliente, y si no te gusta algo reclamas o pides te cambien el final de Game of Thrones o lo que sea.

Pero la literatura no va de eso. La cultura no debería ir de eso. No somos ni clientes, ni somos vendedores. Somos personas que tenemos el privilegio de poder escribir una historia y hay que valorarla en términos de conjunto, no de temáticas ni de deseos de los lectores. Si el cliente no tiene la razón los lectores tampoco, ni los autores. Es bastante perverso y desgastante. Además, ponen a las autoras a hablar en ese sentido como si nosotras fuéramos el producto mismo; entonces, es como ‘tú eres escritora latinoamericana, eres vendible, te vamos a dar espacio’. A mí me gustaría que habláramos del libro, de la historia y no de mí…”.

Hablar de literatura, ni más ni menos… Eso pide Brenda Navarro, recuperar para la cultura y la literatura en el sector y en los medios de comunicación su esencia y la propia dignidad de la creación artística.

“Exactamente. Yo muy pocas veces hablo de literatura, y a mí me gusta aprender un montón de literatura de los lectores y las lectoras. Pero poco hablo de eso porque siempre tengo que estar justificando que soy una escritora latinoamericana que, además, por circunstancias que se dan por hechas tengo el privilegio de estar aquí”.

 

Estas reflexiones de la novelista mexicana están conectadas con aspectos narrativos de Ceniza en la boca, y, sobre todo, con dos conceptos omnipresentes en la obra de manera muy especial: el Tiempo y el espacio. El manejo del tiempo como desplazamiento-movimiento de las personas que ocupan un espacio, en este caso muy contemporáneo como la migración. Siempre el ser humano se ha movido en busca de sueños, y en ese desplazamiento de intento de vivir o sobrevivir los une la misma búsqueda: vínculos afectivos. Esto eleva Ceniza en la boca y la hace universal.

“A veces pienso que una forma de tratar de describir lo que le puede suceder a una persona que se mueve de lugar, no necesariamente de país, es lo que políticamente decimos que es desarraigo, que para mí es el quedarte sin afectos. El volverte a poner en un espacio nuevo y experimentar esta cosa muy de adolescentes que es querer entrar a un espacio, ser aceptado, presentarte muy cool para que crean que eres muy simpática y que te abran el espacio y te permitan entrar a su mesa o a su círculo social… Es como volver a ser adolescente, pero, generalmente, las personas migrantes migran cuando ya son adultas, entonces tienen que volver a pasar esa adolescencia, y eso es mucho más duro porque a uno como adulto le es más difícil dejar sus ideas preconcebidas.

Extrapolándolo socialmente es lo que nos está pasando ahora. De pronto, ya no hay una dirección: si nuestros padres tenían como dirección capitalismo, comunismo y después estado de bienestar, de pronto las narrativas oficiales ahora nos dicen cambio climático, te vas a morir… Parece que ya no hay hacia dónde avanzar. Eso genera una sensación de adolecer de cosas, y eso era algo que me rondaba mucho cuando estaba escribiendo, porque si bien Diego es un adolescente y la narradora protagonista no es una adulta todavía, en realidad, la mayoría de los personajes van un poco adoleciendo de cosas y tratando de encontrar ese cariño y ternura que las ciudades no nos están permitiendo tener, para mí ese era un gran tema. Hay una desestructuración y no hay forma de tejer afectos cómodos para las personas».

El Tiempo medido en afectos. La gran búsqueda de todos. El ser humano siempre se está moviendo, física y espiritualmente, en función de esto, aunque delante ponga otras cosas y objetivos. Es parte del acierto de Ceniza en la boca, haber escogido a un grupo, a los migrantes, como pudo escoger a otros que están en Yale o en Japón, pero que en el fondo buscan lo mismo y eso hace reconocible la historia a toda clase de lectores.

“Para mí ese era el tema. Lo que pasa es que la novela se inicia con una lectura, con una noticia en un portal de internet, justamente de un chico que se había arrojado de un quinto piso en Usera, un barrio al sur de Madrid, y mi primera reacción fue: ‘¡Uy, ha de ser un chico migrante!”. Luego empecé a leer la noticia y era un chico migrante, pero de Galicia a Madrid. Ahí me di cuenta de mi propio prejuicio. Supe que ahí había una historia porque justo tú puedes tener estos prejuicios.

Parece que hablo de la adolescencia, pero en realidad hablo de que todas las personas estamos sintiendo que hemos nacido en un momento en el que estamos adoleciendo de un montón de cosas y necesitamos algo y el mercado nos hace creer que necesitamos consumir; pero, en realidad, necesitamos generar redes de afecto, que es lo que nos puede ayudar a bien vivir”.

Adolecer es la palabra que utiliza Brenda Navarro, pero en esos personajes está una especie de orfandad existencial. Diego muere y es su hermana y su madre quienes se quedan sin él, huérfanas de sueños, de trabajos, orfandad en el sentido amplio bajo la luz o la sombra del duelo.

“También eso, estamos viviendo: un duelo perpetuo, y no sabemos bien por qué… Nunca lo había pensado en términos de orfandad. Seguía pensando en términos de que hay una madre y que, además, es una madre distinta a la de mi primera novela en la que ella no se está preguntando si quiere ser mamá; aquí es mamá y tiene que hacer lo que le corresponde, pero yo ya no quería caer en ese tema de querer o no ser madre, eso para mí ya estaba finiquitado. Y es verdad que, por ejemplo, casi nunca hablo de padres.

Ahora, con lo que tú dices de orfandad, me parece que hablamos como de una orfandad, no quiero usar la palabra valores, porque eso me puede llevar a la moral, y no quiero entrar por ahí; pero sí como a sentir que estamos huérfanos de… ¿qué será? ¿de deseos? O más bien nuestros deseos están huérfanos de directrices, no sé…

Vivimos en una época en la que todo parece muy catastrófico y que, además, estamos culpando a nuestros padres Estado, que tampoco ya existe mucho. Ahora sí es el sálvese quien pueda porque no estamos dando una en ningún sentido”.

Esa orfandad y duelo en sentidos amplios se sustancia en el último párrafo de Ceniza en la boca cuando se habla de los sueños postergados. Todas las personas cargan los suyos en algún rincón secreto de su alma. Es cuando Brenda Navarro, al otro lado de la pantalla habla de ellos y se descubre que ella también tiene lo suyos como se dice al comienzo de este artículo:

“Hablándolo con mi pareja y con mis amigas, que ya rondamos los 40 años, cuando ya sabemos que los sueños ya no están postergados, simplemente ya no van a ser realizables…”.

 

Sueños postergados o ya muertos se suelen convertir en fantasmas insomnes y contribuyen a la forma de ser o identidad de las personas siempre en construcción.

“La identidad da para hablar mil horas. La identidad latinoamericana o la identidad como mujer, etcétera. De pronto, te das cuenta como por muy deconstruidas o deconstruidos que estemos, y por mucho que nos interpelen ciertos discursos que tampoco quieres etiquetarte. Sí, yo pertenezco a Latinoamérica porque ahí nací y, digámoslo, de alguna manera, pero, ¿realmente, yo tengo cosas en común con Latinoamérica?, no estoy tan segura. Ahora mismo, ¿como tú eres una mexicana establecida en España, qué tanto te pareces a España?, seguramente un montón, porque estoy viviendo ahí y con sus códigos culturales, pero ¿necesito una etiqueta para esto?, ¿como mujer necesito una etiqueta para que me digan que yo soy o no soy mujer?

Es lo que hablábamos de la manera como te van configurando como ser humano para que respondas a ciertas etiquetas externas y no lo que tú necesitas como ser humano. Igual como escritora, con esa etiqueta de lo que tiene que ser una escritora. ¡Ay por Dios¡, yo qué sé que tiene que ser un escritor, yo solo quería escribir un libro.

De pronto, hay que responder a etiquetas que tú ni siquiera has pedido y que te lo exige la gente. Vuelvo a lo que ya dije, parece que antes que ciudadanos o seres humanos somos clientes. Hay que combatir eso porque es terrible, que a las autoras nos traten como vendedoras y a los lectores como clientes, porque cuando tú como cliente quieres buscar la mejor etiqueta de un producto es fenomenal; pero como ser humano responder a etiquetas preconcebidas siempre vas a fallar, y fallas sin ni siquiera haber sabido que estabas en una competencia. ¿Ah, yo estaba compitiendo por ser una buena mujer o una buena madre o una buena escritora? No sabía, avísenme antes para saber si quiero competir ¿no?”.

Es Brenda Navarro ciudadana, lectora y autora de su segunda novela Ceniza en la boca en cuya escritura estuvo presente otra mujer:

“Yo regreso mucho a Agota Kristof. Por supuesto que leí La analfabeta y, por supuesto, no iba a escribir La analfabeta. Algo tenía que aprender de ella, además de ella como ser humano. Cuando me atoraba volvía a Agota. Ya alguien lo hizo bien. Ya lo que vayas a hacer ya es lo que te toca con tus herramientas, con tus límites. Ella me ayudó a entender que lo que yo admiro ya está escrito y que no puedo llegar a ese lugar, y eso me ayudó como escritora”.

Así fue como Brenda Navarro llegó a otro lugar y lo iluminó desde un grupo de edad que con los años se tiende a mirar con incomprensión, la adolescencia como punto de encuentro y eclosión, a la vez, de los temas aquí tratados:

“Quise construir dos personajes no adultos que tuvieran una claridad de pensamiento que yo sí creo que tiene la adolescencia. Lo que pasa es que como nos lo confrontan de una manera muy efervescente, nos cuesta trabajo escucharlo. Y nosotros lo fuimos alguna vez. El ser adolescente nos permitió hacer cosas y construir sueños que no sabíamos que se iban postergar, pero nos hicieron seguir adelante. Aunque la narrativa actual nos dice que no hay que ir a los adolescentes, y nos estamos perdiendo de un mundo que podría ser más vivible si los escucháramos. Nosotros también lo fuimos, y también logramos construir cosas, para bien y para mal, que nos han permitido seguir vivos.

Yo apuesto mucho a la adolescencia, a lo nuevo, a destruir cosas. Ya no nos va tocar a nosotros, pero que ellos vengan y rompan nuestros propios prejuicios me parece fenomenal, lo agradezco un montón”.

Hasta aquí la entrevista.

Brenda Navarro es, diríamos pues, una inteligencia brillante, necesaria, además, es mi propia pasión inútil.

 

sábado, 13 de julio de 2024

EL CAMALEÓN Y LA TARÁNTULA


POR MARCOS GARCÍA CABALLERO

PARA ARMANDO BAYONA CELIS

 

 

Es un relato que he contado ya varias veces con algunas variantes a lo largo de muchas sobremesas o cruzando tragos con amigos. Ya mucho tiempo después y en mi edad  adulta; los sucesos que voy a mostrar ahora: La escena inicial debe  verse en 1984, en mi salón de quinto o sexto de primaria, con niños y niñas sin uniforme ni enseñanza religiosa, se trataba de tener apertura mental, excelencia y gusto por la vida combinada con los estudios.

 

Una primaria privada en el sur de la ciudad de México que contaba con buen prestigio para entonces y, en particular, detrás de los salones normales de clase y el patio con cancha de basquetbol y una pequeña tienda para las horas recreativas, un jardín alambrado -para que los estudiantes no jugáramos a destruir las macetas-,  y un refulgente salón especial que era el laboratorio de biología de todos los grupos. Ese fue mi primer y único laboratorio de biología en mi vida y lo recuerdo como si al entrar en él junto con mi grupo de generación, nos convirtiéramos de ipso facto en naturalistas franceses del siglo XIX de esos que viajaban por todo el mundo y llegaban hasta tierras ignotas del África o Suramérica debido a su ansia exploradora y la verdad es que no exagero tanto: en ése laboratorio había desde avispas atrapadas en ámbar, hasta toda clase de insectos disecados y en planos, un cráneo de un puma y la colección más sorprendente de escarabajos que haya visto nunca, avispas, arañas, lagartijas disecadas también y planos del cuerpo humano; es decir, todo un mundo por descubrir para nosotros solos y cada viernes.

 

Además Mario, el maestro, era amigo de mi familia y eso ante mis compañeros me daba un plus, un plus algo loco porque había un par de encimosos que de “wookie”, no me bajaban. (Sí, el wookie de la película híper famosa, el tal chewbacca, que le llaman) Pero así las cosas, sucedió ese gran día, habíamos terminado con la lección de inglés y el maestro de biología nos llamó para ir al laboratorio. Debo detenerme en el momento en que ese día, un amigo llamado Diego, había llevado muy presumidamente a la escuela una tarántula viva, casi tan grande como del tamaño de una mano. La llevaba en un frasco y ese día él fue la sensación de toda la escuela, ese muchacho ese día no se movió ni se ajetreó mucho  como los demás a la hora del descanso, jugando al básket o lo que fuera, estaba simplemente sentado afuera de la dirección de la escuela y todo mundo venía a preguntarle de dónde había sacado eso.

 

Que supuestamente de un pueblo cercano a Cuernavaca donde sus padres estaban fincando un terreno, y que los albañiles la habían encontrado. Que su padre le había dicho que tal vez sería bueno llevarla a la clase de biología. La cosa esa causaba miedo, pero seguramente la pobre estaba más espantada, por esa nuestra pequeña potencia infantil o casi adolescente: digamos, ¿Qué hubiera pasado si  algún loco se lo hubiera arrebatado y hubiera destapado el frasco encima de una muchacha? O peor: ¿de un maestro? Qué bueno que hasta eso, Diego aguantaba todos los jaloneos y se pasó el recreo con una paleta helada chupándosela y el frasco con esa cosa a un lado. Pero como dije, había acabado la clase de inglés y llegaba hora del laboratorio de biología… Entonces sí, Diego, muy presumido, bajó inmediatamente las escaleras de los salones, muy orgulloso de ser la sensación de la escuela, todos bajábamos igual que él como si fuéramos sus escoltas, ya que el frasco era el precioso tesoro para el laboratorio. Llegamos al laboratorio y vimos a Mario platicando con los dos muchachos de la limpieza de la escuela y cargando un serpentario. ¿Un serpentario? Sí, una especie de caja rectangular con poca arena en su interior y para sorpresa, lo que veía Mario adentro ya que le pidió a todo el grupo que tomara sus bancos: un camaleón pequeño un poco más chico que la tarántula.

 

No fui yo el primero en comunicarle a Mario lo que traía el frasco de Diego, todo el grupo se lo dijo. Por eso hablaba Mario con los de la limpieza: ellos habían encontrado al camaleón en el jardín alambrado.

 

Mario pidió al grupo que le bajaran al escándalo, miró la tarántula en el frasco y luego al serpentario, luego, sonriendo con malicia dijo que podíamos hacer un experimento esta vez.

 

Le preguntó a Diego: –¿No te importaría regalarnos tu tarántula?

 

Diego respondió que se podía usar para la clase de biología.

 

Perfecto, respondió Mario, tomó el frasco, inspeccionó la tarántula y luego al camaleón.

 

Como que el salón no entendía pero todos estaban en ascuas.

 

Mario nos pidió que nos acercáramos para ver el experimento. Así lo hicimos.

 

Mario abrió el frasco y aventó a la tarántula al serpentario donde estaba el camaleón tan tranquilo como si nada, con los ojos entrecerrados. La tarántula sintió de inmediato que pisaba arena…

 

–¿Qué va a pasar? –gritó todo el grupo.

 

–Ahorita lo van a ver –dijo Mario sonriendo.

 

La tarántula empezó a mover sus patas y a caminar, tal vez, con ganas de causarnos miedo, ya que de eso viven cuando no comen, según decía Mario, pero en cuanto la tarántula vió al camaleón acurrucado en una esquina, entró en pánico, corría de un lado para otro del serpentario como queriendo salirse, lo cual, debido a la altura de las paredes de cristal era imposible; corría y corría de un lado para otro, mientras, el camaleón tan campante echaba la flojera; de repente la tarántula pasó un poco más cerca del camaleón y nada más abrió la boca y sacó la lengua y ¡órale! Una pata menos para la tarántula, que seguía queriendo escaparse y no podía hacerlo. De repente pasó cerca otra vez y ¡órale! Otra pata menos para la tarántula. Nos quedamos impresionados. Así pasó todo el rato hasta que la tarántula sólo tenía tres patas. Y el camaleón tan campante ni siquiera se había movido de su sitio… Cuando la tarántula ya no se podía mover, ahora sí se movió el camaleón, volvió a abrir la boca y se la tragó entera.

 

¡Óoooorales!–dijimos todos a coro.

 

El inolvidable Mario se echó a reír y dijo: “¿Quién trae un jaguar y un venado para la próxima clase?”

 

viernes, 12 de julio de 2024

CUENTO DE NAVIDAD HISTÓRICO.


POR MARCOS GARCÍA CABALLERO

 

Para empezar ahorrémonos los chismosos vocablos supuestamente novedosos  del grosero referente inicial “resulta que esto o lo otro”, y comencemos este aparatoso cuento navideño (como lo son todos los demás) a la manera de alguien ahondando hacia lo profundo de una alberca diáfana, como en el acto de quien busca rescatar una joya o un collar valioso extraviado  hace pocos segundos por su pareja; sólo que en este caso la joya se trata de  mi memoria particular y rescatémosla para que  luzca refulgente y, a través de ella, vislumbremos todo el cuadro de la cena de  Nochebuena del año 2010 de mi familia. Ahí son cerca de las diez y media de la noche y es el momento de dar los regalos a los niños. El abuelo materno, noventa y tres años cumplidos, habla y se involucra ya demasiado poco, persigue la conversación con los ojos medio cerrados y se enfurece demasiado azotando el bastón en la mesa del radio, su único contacto con el mundo porque además está casi ciego. Mi madre y mis tías ocupan desde hace cerca de nueve años el lugar de capitanas de abordo cuando la familia entera se reúne y esto, sobre todo, porque las cuatro tienen muy buen sazón. La sirvienta sólo se dedica a cuidar al abuelo y en sus ratos libres, a chismear con el novio y las vecinas. Mi tío político, de origen escocés, acaba de volver de Inglaterra con mis primas. Ha traído buenos regalos para todos desde Heatrow. Para mi abuelo, un par de botellas de genuino whisky escocés. Se me hace agua la boca de solo mirarlas. Una de mis tías se las lleva al sillón donde mi abuelo está empotrado y al abuelo le sale con una voz desmadejada y cavernosa el agradecimiento:

—Aah, gracias Jimmy, whisky Glenfiddich, es muy bueno…mmm…                             

Y vuelve a cerrarse en sí mismo y a cavilar meditaciones sobre mi abuela. Ella murió en 2005. Y como cada año desde entonces, todos resentimos su ausencia en éstas fechas. ¿Pero y quién entonces es el hombre fuerte de la casa? Ahora sí puedo decirte que “resulta” que ése papel lo ocupo yo como el primogénito de la familia y, entonces, para alejar el espectro de la ausencia triste de la abuela muerta, me apuro haciendo chistes a las primitas pequeñas y los otros chamacos  sobre sus regalos y recuerdo que una de mis tías me ha comentado hace un par de noches que compramos los preparativos para ahora mismo, que entre los antepasados de la familia se encontraba alguien que logró… pero ya leíste el título del relato. Entonces ahondemos más atrás, vayamos más allá de la memoria personal para llegar a la verdadera joya, e imaginemos otro aspecto para todo el inmenso territorio del Valle de México; no veremos edificios modernos ni multitudes ni nada que nos parezca un referente a la megalópolis monstruosa de la actual Ciudad de México.

            El referente exacto comienza en Francia, en París, en la Revolución Francesa y con la Toma de la Bastilla; quizá en esos albores de la modernidad (esa sí, que a no dudarlo, comenzó con ese magno hecho histórico) podamos ver las calles de París dejando atrás la vieja arquitectura gótica y dando paso a las novedosas construcciones de vidrio. Como se sabe, Charles Baudelaire, uno de los tres o cuatro  grandes poetas franceses del momento (y no hay que decir que tuvo y tiene todavía una influencia enorme en la literatura universal), paseaba por ahí con alguna de sus amantes planeando su obra cumbre: Las Flores del Mal. El poeta nació en 1821, pero la toma de la Bastilla fue antes. Mis antepasados por la parte materna se remontan al año 1790, cuando nació Laurent Duprée y formó luego su familia con La Bella Anita. La Señora Duprée estaba embarazada cuando fue separada de su marido, así que dadas las condiciones en Francia en aquella época, sabemos que Laurent Duprée nació en alguna cárcel hedionda como cañería.

            Es entonces cuando se anima la Nochebuena de la familia, porque mi tía, copa de vino en la mano e hijo pequeño restregándosele en los pantalones, nos tiene la semblanza nada menos que de ¡la genealogía de la familia! “¡Hey, presten atención a su tía!”, le grito a tanto mocoso y mocosa corriendo entre moños deshechos, regalos  y un árbol de Navidad verde con esferas rojas y azules que, ciertamente, no fue comprado en las faldas del Popocatépetl, como se acostumbraba cuando yo era niño y, supongo, los mayores defendían este abolengo que, intuyo, ya no es algo que propiamente me pertenece de facto: en mi niñez yo jugaba otro rol o era otra etapa  en esta familia, y para no desperdiciar ni un solo adjetivo sobre el niño que fui (no acostumbro hablar para nada de mi infancia, ni en lo personal ni en lo escrito), prefiero asistir completamente oídos abiertos a esta cena y llevarme la joya del relato. (Ojo eh: todo esto es solamente evitar el papelón de ser el hombre fuerte de la casa y estar, simultáneamente, en el desempleo desde hace un par de meses. Espero que Laurent Duprée me lo perdone hasta allá donde se encuentre.)

Dice mi tía: “De la cárcel llegaron a escapar debido a la amistad que la doncella desarrolló con el carcelero… Su padre y hermanos mayores huyeron en tanto a un convento, en donde permanecieron por varios años. Sus hermanos fueron pintores, aparentemente de la escuela de Delacroix. Una vez ya fuera de la cárcel, la Sra. Duprée e hijo se marcharon al pueblo y casa de la doncella, pueblo posiblemente localizado en un valle de los Alpes franceses.”

“Laurent creció como hombre del pueblo, estudió medicina, fue un hombre de ideas liberales que casó con una mujer del pueblo (plebeya) que era conocida como La Bella Anita. Fue menospreciado por sus hermanos por la vida sencilla que llevaba, particularmente por la elección de su esposa ya que sus hermanos siempre fueron conservadores y se sentían nobles y aristócratas. Como tantos otros en busca de nuevas oportunidades, Laurent y su esposa viajaron al nuevo mundo y llegaron a México, posiblemente hacia 1810 o más probablemente hasta alrededor de 1821 o poco después. (Ojo eh: ¡Pisaron tierra mexicana mientras Charles Baudelaire nacía y terminaba la Guerra de Independencia de México!). En este país ejerció su profesión, particularmente trabajó en la lucha contra el cólera, enfermedad que hacía estragos en el puerto de Veracruz durante los años veinte del siglo XIX. En México nació su descendencia que consistió sólo de mujeres; una de ellas llamada Celestine, se casó con un ingeniero de minas inglés recién acabado de arribar. Laurent, quién a la posteridad fue referido en la familia como Bon Papá, murió en Veracruz combatiendo el cólera.”

—Pero la historia no termina ahí ¿verdad? —digo mientras sostengo en mis piernas a su hija y termino de leerle un fragmento de un cuento de los Hermanos Grimm, de un grueso volumen de edición inglesa, que le tocó de regalo.

—No, claro —dice mi tía— continúa nuestra descendencia con Marie Celestine Charlotte Duprée, que se casó con Henry Glennie.

“Los Glennie eran escoceses, dos de ellos vinieron a México: Henry Frederick y William, en tanto que otros se cuenta que fueron a África, a Camerún; todos eran ingenieros de minas. En su viaje a México su barco naufragó, así que los sobrevivientes subieron a las lanchas de salvamento. La lancha donde iban los Glennie tenía un agujero que al parecer estaba taponado, pero el tapón se perdió y entonces empezó a entrar el agua. El abuelo Glennie usó su sombrero y puso encima su rodilla y de esta forma lograron salvarse. Debido a este heroico incidente quedó mal de su pierna.”

“En México hicieron una excursión al Popocatépetl en 1827, la primera excursión reconocida[1] donde colectaron muestras de roca y tomaron mediciones barométricas para calcular su altura, (aproximadamente 5,450 metros sobre el nivel del mar) mismas que ni siquiera Humboldt había realizado, así como también se dedicaron a hacer otras observaciones de exploraciones a otras partes del territorio nacional.

 “Uno de los Glennie llamado Henry fue el que se casó con Celestine, la hija de Laurent Duprée y tuvieron tres hijas: Ana Carlota, Laura y Constanza. William debió haber tenido al menos un hijo de nombre Frederick que continuó con la tradición minera.”

“De Celestine Duprée, inglesa (escocesa por matrimonio), se cuenta una anécdota igualmente heroica. Cuando se alzó Leonardo Márquez, el Tigre de Tacubaya (1859), sus hombres quisieron asaltar la casa donde vivía la familia de Henry Glennie, estando éste presuntamente ausente (¿quizás trabajando en alguna mina?) y su mujer acabada de parir y con hijas jóvenes adolescentes (Ana Carlota de 17 años y Laura algo menor), Celestine Duprée escondió a sus hijas y en el momento de querer entrar los asaltantes, con una bandera inglesa en la mano se les enfrentó gritando: “¡Éste es territorio Inglés, si entran se atienen a las consecuencias!”, y era cierto, para ese tiempo su marido ya era cónsul. Los asaltantes titubearon pero finalmente se retiraron.

“Parece ser que después de este episodio ella murió alrededor de 1860 y después de ella su pequeña hija recién nacida llamada Constanza. Ana Carlota (nuestra lejana parienta) casó con un alemán: Diedrich Graue, con quien tuvo 10 varones y 2 mujeres, de ahí proviene nuestra parentela con los Graue, como el destacado Doctor Enrique Graue, director de la Facultad de Medicina de la UNAM.”

“Diedrich Graue  llegó a México como cónsul de Bélgica, hecho un tanto extraño ya que era alemán, procedente de Hamburgo. Él era comerciante y recordaba nuestra abuela (que fue su nieta) que era muy exigente en la atención que se le brindaba, particularmente en lo concerniente a los alimentos. Comía y cenaba de lo más formal y nunca permitía que se le repitieran las mismas viandas de una comida a  otra, sino que cada vez se le tenían que ofrecer platillos diferentes y variados. Con frecuencia había en casa vinos y productos de procedencia alemana. Era adinerado y seguramente gordo.”

“Ana Carlota —la adolescente que defendiera Celestine— era una mujer culta y desenvuelta para su época, nació el 6 de agosto de 1843, hablaba varios idiomas y viajó bastante, tal vez debido a quedar huérfana de madre en edad temprana. Su padre Glennie la envió a Inglaterra para que se educara y asistió a la Abadía de Westminster. De joven concurrió a los bailes de Maximiliano (llevados a cabo durante 1863 y 1867, tiempo que duró el imperio de Maximiliano) y muy probablemente ahí fue donde conoció a Diedrich Graue, cuando éste llegó como cónsul belga. Ana Carlota tuvo 10 hijos y 2 hijas. Una de las hijas fue Carlota Elizabeth, madre de mi abuela, la otra era una mujer con discapacidad intelectual, algo “retrasadita”, decía mi abuelita, llamada Tía Nenita. Entre las manías de esta tía, prueba de su “retraso mental” (¿autista quizás?), estaba que le gustaba guardar y atesorar retazos e hilos.” En este punto de la historia todos los varones presentes nos reímos incluido el abuelo y las niñas de la familia presumen sus talentos escolares: “Yo tengo 10 de promedio, ¿eh Mateo?” “Y yo soy la mejor de mi clase de gimnasia, eh?” Pero les digo que mejor escuchen porque esto es importante.

Para ese momento ya he logrado probar el Glenfiddich que Jimmy le ha regalado a mi abuelo, por lo cual a mi árbol genealógico ya puedo olerle la resina como a la de un pino de los Alpes Franceses y sólo pienso: “Qué cosa más curiosa,  hasta hace sólo seis años un descendiente de Bon Papá vestía con playeras de The Cure, U2 y Placebo.” Pero mi tía continúa con la historia: “La hija mayor de Ana Carlota fue Carlota Elizabeth, que nació en 1869, la cual casó con Julius Bacmeister-Poggenphol (1855 –1932), un hombre de carácter afable y de origen alemán, que llegó a México como contador de la casa Böker. Pertenecía a una familia numerosa, su madre -Luisa Poggenpohl- había tenido 7 hijos y según las leyes del Kaiser el séptimo podía merecer toda su educación a cargo del estado. No obstante su orgulloso padre -Lucas Bacmeister- no aceptó este beneficio. Cinco de sus hermanos fueron militares a excepción de él y su hermano Ludwig, que fue arquitecto o ingeniero, y con quien vino a asentarse a México.”

“Perteneció a una familia con un gran orgullo de sus orígenes, su árbol genealógico, reconstruido por los Bacmeister que permanecieron en Alemania, se remonta ¡a 1284!, siendo muchos de sus remotos integrantes abogados y reverendos protestantes. Fuera de Alemania, los Bacmeister se encuentran en Inglaterra y Estados Unidos, además de México. Julius Bacmeister tenía un defecto físico que le impidió seguir el camino de sus hermanos militares si hubiera querido (dicen que si quería) y esa limitante para ingresar al Ejército era que estaba ligeramente cojo. Esa cojera la adquirió debido a que en su juventud al patinar en un lago helado se le hundió el pie y quedó por mucho tiempo en el agua helada, hecho que produjo su cojera.”

“Carlota Elizabeth, decía mi abuela, era una mujer muy encerrada en su casa. Como fue prácticamente la única hija mujer ayudó mucho a su madre cuidando a sus hermanos, sobre todo porque su madre tenía muchos compromisos sociales y pese a que seguramente tenían servidumbre suficiente para apoyar en estas actividades. Creció en un ambiente de riqueza, con la presencia de una figura paternal autoritaria y tradicional, tomando responsabilidades que no le correspondían, pero siendo tal vez un tanto inútil en varios aspectos en los que su madre y padre se desenvolvían con soltura. A Carlota Elizabeth la llamaban Lilly. Tuvo ocho hijos. Las cuatro mujeres fueron Luisa, Ema, Elsa y Margarita (nuestra abuela: 14 enero 1897 - 18 mayo 1980), es decir, la tatarabuela mía: de Mateo Gargallo Castellanos el que cuenta este relato ¡¡para la pedantería remota!!). Ema murió a los 13 años de una lesión cardiaca, la cual adquirió siendo pequeña como consecuencia de haberse caído a un pozo, de donde afortunadamente pudo ser rescatada. Tenía un cabello largo muy hermoso que cortaron antes de enterrarla y dice mi abuela que en ocasión de exhumarla para el entierro de un familiar, el cabello le había vuelto a crecer, aunque ya no de su rubio color original, sino de un tono grisáceo-opaco.”

“Los cuatro hijos hombres fueron Lucas Heinrich, Julius Carlos, Wilhelm Walter Diedrich y Friedrich Georg. Este último murió de 2 años debido al parecer a haberse tragado un objeto que le impidió respirar bien, le hicieron traqueotomía pero no funcionó. Julius se dedicó a la música y trabajó en la estación de radio XLA; él se consideraba el más brillante intelectualmente hablando de la familia.”

 “Tenemos foto de Lilly de viejita (foto 4 generaciones: la tatarabuela, la bisabuela, mi abuela y mi mamá), tenía un aspecto totalmente Graue y con eso quiero decir que no era muy agraciada.” En ese momento todos vemos la foto escaneada que luce inolvidable, como nuestro tesoro de navidad.

A estas alturas la narración ya toca tiempos más cercanos, referentes a la unión de la abuela Margarita Bacmeister Graue, con el abuelo Manuel Ignacio Miranda Díaz.

 “El padre del abuelo Miranda, era abogado. No se sabe mucho de él o su familia, salvo su memorable muerte: en una ocasión, la última, al estarse rasurando en su casa de Tacubaya sucedió que una góndola se soltó y fue a incrustarse dentro de su casa, matándolo por unos vidrios del espejo en el que se veía al rasurarse, los cuáles se le incrustaron en el vientre.”

 “El abuelo Miranda le llevaba catorce años a nuestra abuela, se conocieron en el trabajo que la abuela tenía de traductora en una revista geográfica similar al National Geographic que se llamaba El Mundo Ilustrado. Cuando se conocieron la abuela tendría entre 22 y 23 años (se consideraba algo mayor a una mujer que a esa edad no se hubiera ya casado) y había perdido los valores más preciados para esas épocas: virginidad y juventud”.

“De cómo perdió su virginidad la abuela y sucedieron los hechos que la marcarían de por vida, es todo un enigma, aunque es algo que al parecer sucedió en sus 17 años. Una primera historia que me fue contada es que había sido por un joven cadete militar y que por andar con él, sin la tutela debida, quedó embarazada de un niño que al nacer le fue arrebatado y asignado a una empleada doméstica como si fuese suyo. La familia obligaba a la abuela recién parida a asistir a los bailes y compromisos sociales, cuando el bebé requería de su presencia simplemente para alimentarlo, de hecho iba “chorreando en leche”. El bebé murió y el cadete nunca regresó. Después resultó que esa historia no era válida y que la abuela fue violada, pero ¿por quién? ¿Por un familiar, como con más frecuencia sucede?, ¿quién sería? ¿un hermano? No creo, ¿primo, tío? A eso me inclino más, o tal vez fuera una amistad cercana consuetudinaria, el caso es que quedó embarazada y efectivamente el nene se perdió.”

“Sea como haya sido, en ese estado en el que quedó, habiendo perdido virginidad, con un embarazo ya en la historia de su cuerpo y siendo ya no una jovencita es que conoció al abuelo y la historia parcialmente se repitió, volvió a embarazarse, ahora de quien sería nuestra mamá, a sus 24 años. En algún momento pudo escapar con su bebita de su casa, donde la tenían poco menos que secuestrada o en estado de sitio por reincidente, e inició su vida con el abuelo a un lado, pero ausente. El nacimiento de otra hija, Elena, marca el establecimiento de este nuevo régimen de unión de larga duración, aunque sin casamiento, como lo atestiguan los subsecuentes alumbramientos de Nacho, Beatriz, Manuel, seguidos por los de Gabriela y Carolina, esta última a quien tuvo a sus 47 años.

Del tiempo en que estuvo con su hija recién nacida en la casa paterna se tienen las anécdotas de que las hermanas no querían usar el mismo bacinal que ella porque quién sabe qué hubiese contraído de “el indio”, como le decían al abuelo, y como ésta seguramente otras humillaciones. En este tiempo tuvo una nutrida correspondencia con el abuelo, misma que rompió posteriormente cuando su estado de senectud avanzaba, incluso yo llegué a ver y medio leer algunas de ellas y cómo me arrepiento de no haber guardado algunas, ya que lo pude haber hecho.”

“Enfrentó las diversas adversidades que tuvo sin queja y buen ánimo, no tenía otra forma. Rompió con la familia: nada de contactos sociales con la sociedad germana o extranjera, renunció al propio idioma y a la religión presbiterana, pero no a partes de su educación germana, a la tradición doméstica y al orgullo aristocrático. Mantuvo casi sola a su familia, pues el abuelo prácticamente no contribuía más que con la transmisión de sus cromosomas. La manutención de su familia se hizo progresivamente más difícil conforme la prole crecía en tamaño y en número, con lo que se reducían las posibilidades de desarrollo de los mayores. Los trabajos que conseguía no eran muy bien remunerados, en parte por su falta de preparación y en parte por su estigma. Aunque tenía su carrera de educadora era en realidad imposible vivir de ella. Una persona que le ayudó a conseguir estos empleos fue Ludwig el marido de Luisa, su hermana. No obstante sus hermanas siempre fueron despreciativas hacia ella brindándole supuestamente ayuda con donaciones de objetos inservibles por desgastados y caducos y “cantando” siempre los apoyos que le hacían. Entre sus hermanos el que le brindó más comprensión y compañía fue Willy.”

“Al final del camino logró lo que quería: tener y llevar a buen término a sus hijos, que tuvieran una educación elemental y “casarlos bien”, sobre todo las mujeres, el que por poco se le escapa fue Manuel. Como es de esperar en familias con padre de personalidad dominante pero ausente, los varones fueron de más difícil crianza.”

“Y aquí estamos nosotros —dice mi tía— en Navidad del 2010, los hijos y nietos de sus hijos rememorando un poco de dónde venimos, admirando a nuestros maravillosos antepasados, cada uno con una historia a cual más interesante y admirándonos también de cómo pese a tener los mismos padres (o madre en específico en su caso), pueden los hijos salir con tan diversas inclinaciones, gustos y preferencias”.

Esta conversación duró hasta las dos de la madrugada. Por supuesto mis otras tías y mi madre también comentaban todo lo genealógico, Jimmy y yo bebíamos  Glenfiddich; los  chamacos, después del relajo que causaban,  fueron llevados a acostar y se volvió a comentar en la mesa temas de actualidad como la política, los libros o  la ciencia. Corrieron los vinos y las botanas de jamón serrano con queso chihuahua, el lomo y la ensalada con crema de nuez; el otro whisky Glenffidich  que sabía maravilloso y qué decir que también por parte de mi abuelo materno sé  de  grandes historias,  una en particular, en que en su juventud él y su pandilla de la preparatoria de San Ildefonso conocieron  a Diego Rivera en oscuras circunstancias de grillas políticas y una anécdota comunista entre todos ellos  la conjugué con los jóvenes personajes de los años noventa de una novela que ganaría el Premio Nacional “Salvador Gallardo Dávalos” de Narrativa Joven  y en verdad, la nochebuena  iba estupendamente hasta que mi abuelo preguntó desde el sillón:

—Oye Mateo  y a ver ¿cómo  va  el trabajo, a ver?

 Yo le contesté: —mira, la verdad soy podador de árboles genealógicos.

—¿Podador de árboles genealógicos? ¿Y Cómo es eso?

Y dije: —Si sigues chingando vas a ver mi oficio: voy a meter todas esas medicinas que te mantienen con vida al horno de micro hondas y después las voy a rociar con el whisky que te trajo Jimmy y ya verás como sí soy podador de árboles genealógicos.

Entonces la Navidad del 2010 estalló… creo que hasta el niño dios del nacimiento se puso de espaldas y prefirió pasar sin ver… todo mundo a la mañana siguiente festejó sus regalos y yo, por querer pasar por el hombre fuerte de la casa ni me dieron nada por no respetar tan sagrada dinastía… así que salí temprano a buscar a mis amigos para tomar unos vinos y hablar de esa locura favorable para los versos que tenía el fulano de tal llamado Charles Baudelaire… total –me dije– ese güey sólo escribía versitos y nunca escaló un volcán para medirlo, pero al pensarlo, rectifiqué: “¿Entonces, si no es por él, por quién chingados voy a brindar con mis amigos?”

 

Al respecto de sus actividades, como bien señalan[2]  algunas fuentes, hubo varios ejemplos de mineros británicos asociados con empresarios mexicanos que tuvieron injerencia en la minería. Tal es el caso de William y Frederick Glennie, quienes llegaron a México contratados por la United Mexican para trabajar en Guanajuato; su integración fue casi inmediata conforme ampliaron sus intereses mineros y los relativos a las actividades científicas y recreativas de reconocimiento del territorio al escalar el Popocatépetl en 1827. Aún cuando la compañía fue perdiendo vigor, se establecieron en México vinculados activamente a la minería. Sus ligas con Inglaterra fueron de utilidad a ambas partes, ya que su conocimiento del país y los mexicanos era una ventaja para el gobierno británico, que nombró a Frederick como Cónsul General en 1853[3].

Esto aparece en el libro de Ward (pág. 9), donde los señalan como hombres de ciencia: “Aludo en particular a... y al Sr. Glennie, uno de los comisionados de la United Mexican Asociation, quien ha trabajado infatigablemente en sus investigaciones…. El señor Glennie posee una serie de observaciones, hechas por él mismo, que comprenden desde Oaxaca hasta Chihuahua y Guaymas”.

 

 

 

 

 

 



[1] Alma Parra, “La conquista del cráter, el diario de viaje de dos mineros británicos al Popocatépetl” Rev.Historias, INAH, n. 69, p. 133-141, 2008. Artículo en línea en: http://www.estudioshistoricos.inah.gob.mx/revistaHistorias/articulos/historias_69_133-142.pdf

[2] Alma Parra y Paolo Riguzzi, “Capitales, compañías y manías británicas en las minas mexicanas, 1824-1914” de. Rev. Historias, INAH, n. 71, p. 35-60, 2008. Artículo en línea en: (http://www.estudioshistoricos.inah.gob.mx/revistaHistorias/articulos/historias_71_35-60.pdf)

[3] The Annual Register, Londres, Wood fall & Kinder, 1854, p. 292.