Bocanada
La
brasa de mi cigarrillo
muerde
el silencio,
lo
retuerce hasta inimaginables costas
donde
las palmeras, abatidas de tanto tirar cocos,
enmudecen
como enmudece una fotografía
de
blanco y negro en la que una viuda teje
su
próxima cavilación con el estambre de la ausencia.
Por
la brasa de mi cigarrillo desfila un ejército
de
hormigas nómadas después de su nuevo festín
y
uno se pregunta: ¿es esto el pensar?
¿Será
la causa y el efecto de este tacto mudo
la
condena de una manada de gansos salvajes
enterrados
vivos con una espada aristotélica,
la
que dictará la nueva pauta al tacto, para que así
obtenga
de nuevo su propio corazón?
Hay
que arrancar de tajo la permanencia,
hay
que galopar con sogas para ahorcar las sombras
que
se comen los edificios y dejan en las esquinas
limones
sucios y tulipanes vencidos; ropajes que no son los nuestros,
espumas
de ángeles con alas de ceniza en perpetuo abandono.
Chupar
como un ogro de cuatro dentaduras frías
y
dejar caer un octavo cráneo de oleajes escarlatas
en
la noche de tu esfinge.
De
tu asombro leve y tus siete veredictos sobre mí.
Los
cuales abren mil puertas hacia espejos de carreteras hostiles
que
me surcan por los dedos como el silencio, como el tacto mudo
de mi cigarrillo consumido.
El
Carraspeo de una lágrima
Al
poema le duele tanto la garganta de no gritar
que
mi sufrimiento se ve pequeño,
podrido
y rancio, hecho comida para moscas,
como
lágrimas adulteradas que nunca vieron el sol.
La
otredad es una llaga con rencor,
o
en su reverso, el paraíso de una imaginación que se contempla
en
las doradas cuencas de un instante.
La
poesía sólo respira hondo cuando levanta peso,
pero
mi desconcierto, mi indignación y
toda
mi culpa de miserable paria alcanzan si acaso
a
robarle un suspiro de indiferencia a mi poema.
Si
derramara mis intestinos por las escaleras
o
por la dulce apariencia de los recuerdos,
ya
sea los más hondos o los más tristes,
él
seguiría inamovible, con la frente roja
llena
de fiebre y sin decir palabras en su defensa.
El
que necesita defenderse no lo merece,
esta sombra de párpados en fuego lo sabe,
sabe
que la carne toca fondo,
sabe
que el fondo es el silencio de la cara
en
busca de su nombre y que el nombre
debe
ser el eje de simetría de su voluntad,
que
es infatigable en su querer dejar de querer
y
que se alimenta de la paradoja
que
la muerte le impone con su sonrisa de primavera
o
una máscara que todos descansan en su nuca.
Sabe
que la carne es asombro y luminosidad,
que
la ignorancia pública es necia y
vertical como un cadalso,
que
la injusticia se nutre de ilusiones chaparras,
que
de espejos se nutre la justicia,
que
los vientos del horizonte
traen
silenciosos barcos que
llevan
cantando sus rostros y que los dos
van
disputando por el esperma de la verdad,
aunque
de ella sólo salgan engendros mudos.
Al
poema sólo le pertenece la dignidad de
lo inatacable.
Lleva
en vilo sus palabras
por
esta efímera noche que me crece
en
el puño con una ranura en las falanges
para
mirar tu vida, tu festín o tu miseria.
Correrás
con suerte si mi poema decide llevarte
sobre
sus hombros, si en su frente roja y enfebrecida
reconoces
tu casa, el lugar donde te quitas los zapatos.
No
hay esquema que no se resquebraje
al
querer domar la poesía,
sus
tentáculos van más allá de la esclavitud
a
la letra impresa y al vaivén de la opinión.
Su
recapitulación no puede ser la música,
pues
si acaso ella es su hija más fiel, menos sumisa,
el
cráneo y las vértebras de su tramado
deben
bailar hasta saciar lo innombrable
y
ahí y sólo ahí, arrancar su permanencia,
su
transcurrir, para devolverla al vertedero
del
que nace, cuando el mundo era como una toronja
y
la toronja como una hamaca para esperar
la
llegada de los hombres.
No
pide ni rinde cuentas, no se agacha
para
admitir su presencia, su dentadura cabalga
en
los muslos de la amada y en el aguardiente del mendigo,
en la función, en el féretro de su
creador y de su pueblo,
mastica
fuerte hasta chupar la palabra
y
despojarla de la trivialidad cotidiana,
al
descubrirse, como un oso desnudo o un huracán
se
palpa la rebelión en su frente, se tienta, como el esclavo
tentando la idea de libertad.
Ahora
vuela, hinchada regresa y se acomoda
como
bastón en la pared para rasgar el tapiz de la rutina.
Su
casco se detiene, pero su mueca no envejece,
su
curso es inmutable.
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