SIN LUISA
JULIO MORALES
Luisa era rara, aun así, la quise mucho. Tenía el
cabello lacio siempre suelto, largo y negro; era morena y de buen cuerpo, sus
ojos oscuros y misteriosos nunca manifestaban lo que su boca hablaba, sino un
rencor por lo que la vida le había quitado alguna vez. Nunca supe, en realidad,
que era; la falta de su papá, el acoso constante de los hombres, los regaños de
su hermano o los cambios de domicilio por el trabajo de su mamá. Era intensa,
me llamaba todo el tiempo para preguntarme si la quería; pero si mi tono de voz
era inconvincente, o no le ponía suficiente atención, dejaba de hablarme muchos
días. Por eso tenía que pensar cada una de mis respuestas. Nuestra relación era
rara. Dejábamos de vernos durante semanas o meses y luego no podíamos
permanecer separados ni una hora. Nunca me avisaba que se cambiaría de casa y cuando
llegaba ya se había ido con todo y su gato negro, el del relámpago blanco en el
pecho. No dejaba teléfono, nueva dirección ni recados de última hora. La perdía
por completo, la extrañaba un montón, y cuando estaba a punto de olvidarla o de
comenzar otra relación, aparecía. Como si adivinara. En realidad, creo que
adivinaba, porque leía bien el tarot y su abuela era bruja, según me dijo su
hermano mayor, el que la regañaba. Pero no sólo era tarotista, también leía la
mano y estaba en un grupo de hechiceras. Me parecía una excentricidad, pero de
alguna manera me sentía protegido por su magia. Yo tenía diecisiete, Luisa
quince. Teníamos que besuquearnos a escondidas de su hermano porque nos
regañaba. A los amigos les decíamos que éramos amigos, a los extraños que éramos
hermanos. Alguna vez, por mantener la mentira, tuve que arreglarle una cita con
un
compañero de la prepa. Yo iba de chaperón y él
pagó todo, el cine, las palomitas, la pizza, los refrescos y los camiones.
Nunca se dio cuenta de nada. Su hermano, Ramón, me caía bien. A veces, cuando
me enojaba con Luisa, lo iba a visitar y fingía que ella no estaba.
Escuchábamos música, jugábamos con la ouija de su abuelita, fumábamos los
cigarros mentolados de su mamá, escuchábamos los discos de Led Zeppelin y de Pink
Floyd de su papá, fallecido en un incendio cuando eran pequeños. Me caía bien,
Ramón, el hermano de Luisa. Estudiaba administración, se pasaba haciendo
apuntes y operaciones y leyendo libros. Decía que cuando tuviera empleo él iba
a pagarle la carrera a su hermana y sacaría de trabajar a su madre.
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Lo de su papá fue una historia trágica. Durante
una navidad, los foquitos del árbol se quedaron prendidos por un descuido de
Ramón, a quien le encargaron desconectarlos. Salieron de vacaciones unos días y
cuando regresaron, la casa ardía. El señor pensó que no era un incendio tan
grande, así que decidió entrar a salvar unos papeles que necesitaba, pero ya no
salió, los bomberos lo sacaron muerto por asfixia. Desde entonces, su mamá fue
el sostén de la casa y su trabajo le impedía permanecer mucho tiempo en un solo
lugar. Mentiría si dijera que sé en qué trabajaba. Nunca pregunté y ellos
tampoco me contaron. Uno de adolescente como que es distraído o, por lo menos,
yo lo era en ese tiempo. De hecho, lo soy todavía. Olvido paraguas, llaves,
sombreros, entradas, boletos de estacionamiento y dinero. Una vez olvidé el
auto afuera del consultorio de mi psicoanalista −un tipo joven e inexperto− y
me regresé en taxi a casa, mi esposa tuvo que recordarme que había ido
en auto. Tuve que regresar por él a medianoche. De
no ser por ella, por mi esposa, no sabría dónde dejé la cabeza. Me lo repite a
cada rato. El que soy distraído. Por eso no me doy cuenta de ciertos signos o
señales. Por ejemplo, cuando Luisa me pidió una foto y una prenda de ropa yo
pensé que era para hacerme algún hechizo o embrujo y, como no tenía ningún
inconveniente, pues no podía estar más enamorado de ella, le di unas fotos
instantáneas a color y mi suéter preferido rojo de lana. Ella, a cambio, me
regaló un chocolate envuelto en papel china, que devoré casi en el momento. Al
verme masticarlo, movió la cabeza negativamente, como desilusionada, me dijo
triste que le hubiera gustado que lo guardara. Respondí con la mitad de una
sonrisa, mostrando pena. Al otro día, cuando fui a buscarla se había mudado.
Como era su costumbre no dejó teléfono, nueva dirección, ni recados de última
hora. Comprendí, entonces, que el chocolate que me regaló tenía la finalidad de
ser conservado como recuerdo, pero acabé con él en un minuto, por eso la
decepción en su mirada misteriosa; así también mis fotografías de máquina y mi
suéter de lana rojo fueron decomisados para conservar huellas de los días que
estuvimos juntos. Rara que era, Luisa. No se despidió ni dijo nada, como otras
veces sucedió y, por pensar que ésta era como las otras veces, esperé mucho
tiempo su llamada. Pero fue un adiós definitivo. O casi. Esperé su llamada
cuando me gradué de prepa. Esperé durante la licenciatura. La miré en las
muchachas que platicaban en la cafetería. Su cabello apareció en alguna
conferencia, su figura en el auditorio principal, su mirada misteriosa entre
los pasillos, su gato negro con
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relámpago en alguno que cruzó por ahí, su risa en
las escaleras antes de subir a clase de periodismo y su carácter en las más
locas novias de mis amigos. Todo lo que trataba de construir se desmoronaba al
escuchar su nombre. No había nada de ella en el ambiente y, absurdamente, todo
era ella. Lo cierto es que no la tenía. Sólo pedazos sueltos de unas tardes que
pasaron para siempre, me dije en la fiesta de graduación de la carrera, en la
que me sentí solo, con todo y que había globos, bebidas y un grupo musical que
hizo bailar a todos con “Juana la Cubana”. Por eso me fui en medio de la fiesta,
agarré un taxi y me senté en una banca en la Alameda del Sur a llorar en mitad
de la noche, mientras empinaba un vino espumoso que había robado de la barra
del salón. Me emborraché. Tambaleando, caminé hacia un árbol y comencé a
decirle mis más profundos secretos a un agujero que tenía en el tronco; cosa
que había visto en una película, donde decían que uno podía guardar sus más
íntimos secretos en esas grietas. Pensé que ese era el inicio del olvido, no podía
seguir así, debía enterrar el recuerdo de alguien que no formaba ya parte de mi
vida y, probablemente, ya ni me recordara. Pero me equivoqué, porque Luisa, me
llamó el día en que me contrataron para mi primer trabajo. Me habían dado la
noticia del ingreso apenas, iba a diseñar fotos de licuadoras para una revista
de cocina, era poco pero no importaba, era mi primer trabajo. Comenzaría al día
siguiente a las nueve de la mañana, tendría dos horas de comida y saldría a las
siete de la noche de lunes a viernes. Había un sueldo bastante miserable, la
verdad, pero no me pesaba, la cosa era hacer experiencia y enviar algunos
escritos de opinión a revistas y periódicos para ver si me publicaban. No era
que muriera de alegría, pero la contratación de mi primer trabajo me puso contento.
A las once de la noche estaba dispuesto a dormir
para levantarme temprano, puse el
despertador, me cobijé con la manta de invierno de
leones. Abracé el desdibujado recuerdo de Luisa. No me fue posible conciliar el
sueño. En cambio, sonó el teléfono. Mi madre contestó. Colgaron. Otra vez sonó.
Ahora mi padre dijo enojado que qué horas eran estas de llamar. Volvieron a
colgar. Hubo un silencio largo. Luisa sabía que no era capaz de notar ciertos
signos, como lo de colgar repetidamente. Era demasiado ingenuo como para
sospechar que mi respuesta era el objetivo del sonar constante. Ella lo sabía,
así que, elegiría entre dejar de llamar o apelar a mi hartazgo. Seguramente
pensó en dejarme de llamar, por eso el silencio largo. Pero, esta vez,
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supe descifrar que la llamada era para mí. Sólo
vivíamos tres en esa casa y por descarte, el único que quedaba por contestar
era yo. Volvió a sonar. −Hola, perdido−
exclamó con aire divertido por la bocina, para luego sonreír y confesar−me dijo
el tarot que lloraste por mí en un árbol la noche de tu graduación ¿Sabes quién
habla o te lo tengo que decir?
−Hola− dije y guardé un silencio incrédulo.
−Diles que dejen de estar molestando a esta hora−
gritó mi madre desde su recámara, y añadió− mañana tienes que ir a trabajar
temprano.
−Estoy en el Hotel Jardines, el que está cerca de
tu casa, en la habitación 406, si quieres verme, aquí voy a estar, o quién
sabe, tal vez me vaya antes de que llegues porque está haciendo mucho frío y
sólo nos pusieron una cobija. Salí de mi casa corriendo, con todo y los
reproches de mi madre, con todo y que me tenía que levantar a las seis de la
mañana, con todo y que sería mi primer día en mi primer empleo. No me
importaba, en mi cabeza sólo cabía una cosa: habitación 406, hotel Jardines. Se
ubicaba sobre la avenida principal a unas cinco calles de mi casa, tenía una
recepción pequeña cercada por vidrios polarizados y una sala de estar con
muebles gastados, aunque limpios. Olía a detergente de pino, como que acababan
de trapear. Me crucé con el que cuidaba los autos, quien se quedó atento al
piyama de lunas que me había regalado mi madre en Navidad. Ni siquiera dije
nada en la ventanilla oscura, directamente fui al elevador, subí al cuarto
piso, caminé hasta el 406 y toqué la puerta. Sólo falta que ya no esté, me
dije, y era predecible, porque Luisa era impredecible.
−Bonita piyama− dijo y comenzaron los besos. Ahora
no teníamos que escondernos de su hermano Ramón, buscar los rincones solitarios
de los parques ni fingir que éramos amigos o hermanos. Los cuerpos se entendían
bien, como un matrimonio que hubiera dejado de tocarse mucho tiempo. Todo fue
piel y oscuridad en aquel cuarto envolvente. Ni siquiera fui por condones,
pensé en un momento, a Luisa parecía no importarle y, aunque la única persona
con la que hubiera querido tener un hijo era con ella, de pronto me asaltaban
las posibles complicaciones que eso podía tener. Que sea lo que Dios quiera,
dije para mí, aunque ya por ese tiempo era ateo. Por eso, como a las dos de la
mañana, le dije que me preocupaba no haber ido
por condones y que temía no levantarme a las seis
para ir a trabajar. Me dijo que se cuidaba para
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no tener hijos y llamó a recepción para que nos
despertaran a las seis. Supuse que tomaba pastillas, pero no supe más porque
durante las pausas de los encuentros me puse a contarle de mi primer empleo y
de mi reciente graduación. Luisa me escuchó con paciencia e interés, hasta me preguntó
por detalles. Le dije que me daba pena hablar solamente yo y no saber nada de
ella. A las seis de la mañana llamó la recepcionista para despertarme. En la
televisión transmitían un concierto de Miguel Bosé. No había rastros de Luisa
por ningún rincón polvoso de la habitación. Sólo las sábanas sin tender, el olor
de dos cuerpos que se habían querido y el recuerdo de los besos colgados en el
aire de la mañana. Me preguntaron si iba a tomar el desayuno. Les pregunté que
cuál desayuno. Me respondieron que la señorita había reservado el
cuarto con derecho a desayuno. Les pregunté si
sabían algo de la señorita. Me contestaron que no. Me puse el piyama de lunas,
tomé el desayuno y me fui a la casa para arreglarme. Mi madre tenía una lista
de cosas que hice mal, como el salir en medio de la noche, no dormir en la casa
y llegar apenas con tiempo para salir a trabajar. Me preguntó que si era un
hombre quien había llamado en la noche. Aseguró que por eso la persona que
llamó había colgado antes de hablar con mi padre o con ella. Seguramente era un
hombre ¿no?, preguntó mi madre. No le respondí. Ella sola se contestó: mira, no
te conozco ninguna novia, ni amiga, y de pronto, una
llamada misteriosa te saca de la casa a mitad de
la noche, era un hombre, seguramente, ¿por qué no confiesas tu homosexualidad a
tu familia?, cuestionó mi madre inquisitivamente. Sólo sonreí y respondí: ay,
mamá. Cada vez que Luisa llamaba mi madre se ponía así. Sonaba el teléfono a
las once o doce de la noche, Luisa me decía el hotel y la habitación en la que
debía encontrarla y, sin dudarlo, tomaba un taxi o me robaba el auto de mi
padre por una noche. Mi madre me gritoneaba antes de salir y al volver en la
mañana. Me advertía que así no iba a durar nada en ese trabajo. Mi padre no
decía gran cosa, sólo preguntaba si no le había pasado nada al coche. Todo eso
le contaba a Luisa y ella me escuchaba divertida. Salíamos a bailar o a cenar a
mitad de la madrugada. Visitamos muchos hoteles en el centro y en el sur de la
Ciudad de México, fue como un “Tour de Luisa y Yo”. Bailábamos en la calle con
la música de las cantinas. Cenábamos en los cafés de chinos que cerraban tarde.
Paseábamos abrazados en los parques públicos, siempre en la noche. Aparte de
eso, no decíamos gran cosa. De ella supe más bien poco.
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Se alejó de su madre y de Ramón, vivía con una amiga,
nunca me diría dónde, manejaba un úber, estudiaba psicología en la UNAM, los
sábados, en la modalidad abierta; su gato murió años atrás, tenía problemas de
dinero, tuvo novios y la acosaban pretendientes, pero ninguno importante. Me
miraba con su universo de misterios detrás de los ojos. Fijamente, con una lectura
profunda de mí mismo que yo nunca hice. Sabía cosas de mí que ni yo me
imaginaba. Le pregunté que cómo supo lo de que lloré en el árbol. Sólo sonrió y
me dijo: olvidas que soy bruja. Todavía conservo tu suéter rojo de lana, me
confesó; tus fotos ya no, pero tu suéter sí. ¿Y si lo
intentamos, chava?, le pregunté una vez. Me
respondió que, pues entonces qué estábamos haciendo, sino intentarlo. No, le
dije, intentarlo de veras, vivir juntos, tal vez casarnos por el civil, tener
hijos y eso. No, gracias, respondió, así estamos bien.
Después de la noche en que le propuse intentarlo,
sólo nos volvimos a ver un par de
ocasiones más. Desapareció de nuevo sin dejar
teléfono, nueva dirección o recados de última hora. Me enojé mucho con ella
porque pensaba que teníamos algo. Esperé su llamada muchas noches y mi madre me
soltaba en el desayuno un: ¿ya no te han llamado? Y le tenía que contestar que
no y quedarme callado mirando a un punto perdido en la pared. Mi padre soltaba entonces
un: Ya no has usado el coche. Y le confirmaba que no. Notaban que traía algo,
pero no decían nada. Prefería no hacerlos participar de mi coraje, huella del
abandono constante de una chofer de úber. Y, aunque prefería no volverla a ver,
esperaba su llamada, de nuevo. Por eso fui a buscarla un sábado a la Facultad
de Psicología. Era el único lugar fijo donde podía encontrarla. Pregunté aquí y
allá, algunos la conocían, pero no me supieron decir dónde estaba. Hacía tiempo
que no asistía a clases. Sus participaciones y tareas eran irreprochables, pero
dejó de venir, me dijo la maestra Colmenares. Volví a ir un sábado sí, otro
también. Pero nada. No dudaba que cambió a modalidad a distancia para no
encontrarme. Pero, podía ser que dejara la carrera, o que tuviera planes de
retomarla en el futuro. Todo eso me decía cada sábado en la cafetería de la
Facultad de Psicología de CU, mientras me comía una sincronizada. Luego, llegaba
a casa a preguntar si alguien me había llamado. Qué tonto, me dije un día, lo
mejor es no volverla a buscar ni esperar otra llamada. Aunque, en el fondo la
seguía esperando.
Por eso dudé un momento antes de subir al vuelo
definitivo que me trajo a Mexicali. Me ofrecieron una sección en un periódico
local. En la Ciudad de México no había otra cosa que la publicidad de
licuadoras y, en cambio, en la frontera iba a tener un espacio para escribir y
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publicar. No era gran cosa, es cierto, pero me
gustaba más que diseñar fotos de productos de cocina en una revista de ventas
por catálogo. Es mejor ser cabeza de ratón que cola de león, dijo mi padre al
despedirse. Espero que no se te olvide nada, dijo mi madre, pero si después te acuerdas
te lo puedo enviar.
Antes de subir al avión me dije que el día que
Luisa hablara a casa de mis padres no me encontraría y, tal vez, entonces, me
buscaría de veras. Estoy completamente desquiciado, si no pasó en tantos años,
qué me dice que llamará, qué tal que perdió mi teléfono, se casó, se fue del país
o se murió; terminé pensando. Subí y me tocó sentarme junto a una chica que fue
de vacaciones a conocer el Palacio de Bellas Artes, en el centro de la Ciudad
de México, ahora iba de regreso a su hogar en Mexicali. Platicamos durante todo
el vuelo. Me dolió el estómago durante las tres horas del viaje. Ella me
atendió, como buena enfermera que era. Un año después, estábamos casados. No
tuvimos hijos, cambié de periódico a uno más importante, me comprometí más con
la investigación que con la opinión. Era jefe y tenía mi propio equipo de
trabajo. Pero las cosas no iban bien, me sentía insatisfecho, sin propósito.
Tal vez era que sólo le daba los últimos retoques a las notas que escribían mis
colaboradores. Por otro lado, el matrimonio naufragaba en el tedio y la
cotidianeidad, el deseo frustrado de tener hijos, las deudas de los
automóviles, de la casa, de los viajes en verano o no sé. El vacío de la vida
lo sentí como un pesado agujero en el pecho. Engordé para llenar ese hueco,
pero no funcionó. El agujero me llevó al alcohol, el alcohol a los tugurios de
mala muerte, los tugurios a la cocaína y la cocaína a las malas compañías. Lejos
estaban los besos a escondidas de Luisa, las butacas traseras de los cines, las
nieves en el centro de Coyoacán, las películas raras de la cineteca, los discos
del papá de Ramón, los cigarros mentolados de su mamá, las ausencias largas y
las llamadas sorpresivas, seguidas de paseos a medianoche. Mi vida era un
bodrio, era un gordo sumergido en la droga, en el sexo con prostitutas y en un
matrimonio sin emociones; aunque tenía algunos lujos y un buen empleo, eso
sí. Por eso entré al psicoanálisis, para buscar
algunas respuestas, pero el terapeuta era muy joven e inexperto, yo le tuve que
ayudar. A veces no soportaba y le impedía hablar en toda la sesión, me ponía a
decir palabras como merolico y, aunque seguramente no tiene que ver con la
terapia, me llegaban momentos de lucidez.
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En esos lapsus de luz, me llegó la idea de que
podía retomar el periodismo con más
compromiso. Tenía el poder y los medios de hacerlo.
Un martes, después de una sesión psicoanalítica o como fuera que se llamara lo
que hacíamos, hablé con mi equipo, pusimos una lista de temas en los que
deseábamos investigar a fondo y nos entusiasmamos. Ya no haríamos notas de
superficie, teníamos que entrar en aguas profundas. De ahí salió la idea de
investigar una posible red de prostitución que manejaba negocios clandestinos
en Mexicali. Estaba familiarizado con algunas malas compañías, como dije antes,
así también con lugares donde circulaba la droga y con la misma prostitución
(eso no lo sabía mi equipo). Ya estaba ahí, era prácticamente un actor que
podía atestiguar y dar algunas pistas de lo que buscábamos, que no fue mucho,
porque se hablaba entonces de algunas casas donde se trataba con menores y
dimos fácilmente con dichos lugares. Esa misma noche actuaría como cliente, pero
no me acostaría con las niñas, claro, sólo trataría de crear confianza y saber
algunas cosas. Llegamos a una casa de color rosa, en avenida Xochimilco, casi
esquina con Lombardo Toledano. Del lado izquierdo había una tienda de
autoservicio, del lado derecho un salón de fiestas. La fachada del lugar era un
negocio de autos viejos, dentro se encontraba la casa rosada, que, según nos
informaron, funcionaba como prostíbulo de menores de edad. Las muchachas o niñas
eran traídas del sur del país, tal vez Tlaxcala o Puebla o el Estado de México;
de ahí las trasladaban a esta parte de la frontera, las “probaban” o, lo que es
igual, las evaluaban según su belleza y aptitudes en el trabajo sexual y,
cuando miraban qué tanto eran requeridas por los clientes mexicanos y
estadunidenses, las introducían en una red en Estados Unidos que venía por ellas
una vez cada dos meses. Eso sabíamos o, por lo menos, nos habían informado mis
malas compañías. Por eso, un viernes, entré en la casa rosa perfumado y con mi
mejor cara de avidez sexual. No fue tan fácil como lo platico, tuve que dar
algunos datos y una contraseña en la entrada para que me dejaran pasar, seguido
de una revisión corporal exhaustiva. En la entrada había hombres de traje y corbata,
cuya vestimenta contrastaba con la fachada desgastada del lugar. De puro
milagro no llevaba una grabadora ni micrófono, como había sido el plan en un
principio. Ya adentro, circuló
la droga y el alcohol. Había cocaína, pero no
consumí porque esa vez iba con otros fines. El piso de abajo era una estancia
más bien pequeña. Porque arriba estaban los cuartos, que contaban con un
medidor de tiempo. Pero las niñas no salían a recibir a los clientes, ni
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mucho menos. Primero había prostitutas mayores de
edad que lo recibían y, al hacer algunas referencias de lo que uno buscaba, lo
pasaban a una sala aparte, donde estaban las niñas. Al verlas, sentí pesar y
vergüenza, era como ver a Luisa cuando la conocí antes de entrar a la prepa. Algunas
tenían quince, o decían tener esa edad, otras eran todavía más chicas. Subí con
una de ellas a una habitación. Una de las prostitutas de más edad cerró la
puerta con llave y puso el cronómetro. La niña comenzó a quitarse la ropa y yo
la detuve. Le dije que sólo íbamos a platicar. Mi finalidad era crear
confianza, no que la chica me confesara quién la contactó o cómo. Pero la
verdad salió rápidamente. Ella quería escaparse y regresar con sus padres y sus
hermanitos a Tlaxcala, me diría lo que fuera para que la ayudara. Me confesó
que
había hombres jóvenes que las enamoraban y las
metían a la red. Ya adentro, una señora manejaba todo. Pero no era la jefa, a
los jefes nadie los conocía, sólo a ella, era como el rostro de todo. Le
pregunté si sabía su nombre, me dijo que no, pero que tenía su teléfono. Le
prometí que la ayudaría. Dijo llamarse Ana Lilia Martínez. Salí de ahí
apesadumbrado y con mucha información. Cerca de ahí me encontré con el equipo
de trabajo, con quienes me reuní para almacenar información. Cuando llegué a mi
casa, mi esposa dormía. Dejó un rompecabezas a medio armar, tal vez esperó a
que llegara para terminarlo y se cansó. Me acosté pensando que teníamos poca
información sobre la red de prostitución. Tal vez me faltó inmiscuirme profundamente,
me dije. Teníamos un número de teléfono, nada más. No tenía fe en lo que
podríamos encontrar después. Hice una promesa sin fundamento a una niña por
lástima, me dije. Con un teléfono no conseguiríamos gran cosa. Así, pues,
alguno de mi equipo dijo que fingiría ser un proxeneta y llamó. Cuando escuché
la voz de la mujer me sorprendí. La conocía. Por medio de señas, le pedí al
compañero que la hiciera hablar más. No tuve dudas, era Luisa. Tuve que
contenerme para no hacer nada, sino escuchar. El compañero le propuso realizar
un negocio grande que abarcaba el norte de California, pero necesitaba reunirse
con ella para saber que podía confiar. Luisa, dijo que, aunque rara vez
visitaba las casas de los negocios que manejaba, podía visitar Mexicali, por esta
vez, el viernes siguiente, entonces, en la casa rosada se verían. No podía
creer lo que acababa de escuchar. No tenía dudas sobre su voz o su manera de hablar,
era ella. No sabía cómo había llegado a manejar o ser el rostro de un negocio
de prostitución de menores de edad. Había que llevar esto a las últimas
consecuencias. No nos
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podemos echar de reversa, le dije esa noche a mi
equipo. Pero no conté nada sobre mi pasado, ni mi relación con la mujer con la
que acabábamos de hablar. Nadie lo sabía, no estaba consciente de por qué
guardaba ese secreto; le dije al psicoanalista joven e inexperto. Pero no me
dijo nada, porque era demasiado joven e inexperto. Aun así, él sabía todo lo
que vivía.
−El tarot me dijo que te vería hoy, supuse que
estabas en esta ciudad caliente y con olor a mierda− dijo Luisa −lo que no me
dijo es que serías la persona con la que tenía que tratar. No sé por qué estás
aquí, si eres policía, detective, periodista o familiar de alguna de las
chavitas que viven en esta pocilga. Pero estoy segura de que no tienes nada que
ver con el negocio. Si no quieres tener problemas, mejor vete. No me rendiría
tan fácil. Luisa lo sabía. Por eso contuvo el llanto. Respiró profundamente, le
dio un trago al vaso con hielo que tenía en la mesa de centro. Trató de parecer
tranquila, pero sus manos temblaban y los ojos misteriosos se llenaron de agua
al cruzarse con los míos. Algo pasaba y no estaba enterado. No me iría. Mejor
muerto que dar un paso atrás, a la vida insípida que llevaba hasta hace unas
semanas. Por eso me acerqué, le acomodé el cabello, y le di un beso en la
frente. En ese momento me abrazó y comenzó a llorar. La música de la sala de la
planta baja sirvió para que nadie la escuchara. Trató de decir algo, pero el
llanto lo hizo imposible. Cuando estuvo más tranquila me alejé un paso para
mirarla. El cabello lo llevaba diferente, con tinte y bien arreglado; vestía
con ropa cara, adelgazó mucho, la piel morena y brillante de otros tiempos era
opaca y maquillada.
−Sabes que no me voy a ir así nada más, idiota− le
dije, sonriendo.
−Eres un pendejo, un pendejo− replicó varias veces
−pero no sabes cuántas veces rogué al destino que aparecieras.
−Cuéntame todo, desde el principio− le propuse.
−Tendrías que matarme −dijo seria− ni siquiera
tengo tanto tiempo para hablar contigo, pero te comparto un plan que vengo
trabajando desde hace tiempo y lo tienes que seguir al pie de la letra− me miró
seriamente y sacó una pequeña hoja blanca y una pluma del bolso para anotar algunos
datos que necesitaría.
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Me dijo que trabajaba para “el Diablo”, un
tratante de blancas que tenía su casa en el Estado de México. Un delincuente de
importancia en la zona, solapado por algunos políticos y empresarios. Luisa,
llegó a deberle mucho dinero, también batallaba con la cocaína, y el hombre secuestró
a su hijo como garantía de pago. Pero ella, en ese momento, no tenía con qué
pagar. Así que accedió a ser quien manejara los tratos con los que llevaban a
las muchachas a las casas de prostitución. Cualquier movimiento en falso, como
intento de fuga, venganza o tratar de recuperar a su hijo le costaría la vida a
este último. Lo que mi equipo y yo teníamos que hacer era proponerle un negocio
ficticio que no pudiera rechazar. Ella contaba con una buena cuenta en el
banco. Suficiente para pagar la deuda que tenía con el hombre tres o cuatro
veces, pero él no aceptaría su dinero, estaba demasiado metida en el negocio
como para intentar un arreglo. Ya había intentado comprar la libertad del niño,
pero siempre la rechazó. Únicamente lo podía ver los fines de semana y llamarle
de vez en
cuando. Lo que ella quería era que él estuviera
lejos del tal “Diablo”. Cuando ella supiera que el niño estaba en buenas manos
buscaría la forma de escapar.
−Qué gordo estás, por cierto− dijo después de
explicarme todo y darme la hojita que
ahora tenía teléfonos, nombres y direcciones que
necesitaría.
Una semana más tarde estaba sentado en una sala de
una casa en Ecatepec en un sillón de piel, bebiendo wiski, frente a una mesa de
centro de cocobolo, mirando a través de unos ventanales que daban a un jardín
con alberca. Esperaba que llegara el “Diablo”, un joven de metralleta me había
acompañado de la puerta hasta la estancia. Yo no llevaría guaruras, era parte del
trato, tampoco armas. Ellos no sabían que no pensaba llevar ninguna de las dos
cosas. El “Diablo” apareció con una bata y chanclas. Acababa de salir de la
alberca. Se sirvió wiski y chocó su vaso con el mío. Ya sabía para lo que iba,
Luisa le informó del supuesto cliente que le propondría un trato.
−No me gustan los protocolos, amigo, así que
dígame de una vez de qué vamos a hablar− mandó el hombre, secándose el cabello
negro con una toalla. Le expliqué que trabajaba junto con el general Lora
Martínez, teníamos formas de pasar lo que quisiéramos con camiones por la
garita de Nuevo Mexicali. Teníamos transporte y todas las rutas hechas para
hacer contacto con sus conexiones en EE. UU. Las autoridades mexicanas
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en la aduana estaban de nuestro lado. Eso le
expliqué y me quedé callado para que mi lengua no me metiera en demasiados
detalles que tuviera que explicar después.
−Entiendo, eso me facilitaría las cosas, sin duda,
pero lo más difícil es tratar con los
gringos, los aduanales güeros son unos perros, más
los descendientes de latinos, esos no aceptan mordida. −Le digo que tenemos
todo arreglado. No le puedo decir con quién ni cómo, tenemos contactos del otro
lado que ya saben qué dejar pasar y qué no. No estoy hablando de agentes aduanales,
sino de un par de jefes güeros encargados de la segunda revisión, con horas,
nombres y personas específicas. Si me da chance de cruzar transporte con unas
diez chavillas, tres horas después las podemos entregar en Los Ángeles o donde
usted me diga− dije, tratando de aparentar seguridad y conocimiento del tema. En
ese momento miré al hijo de Luisa jugando junto a la alberca. Tendría unos
nueve años. Parecía introvertido, era como si su pensamiento estuviera en otra
parte, heredó los ojos misteriosos de ella. Se acercó, pasó en medio de
nosotros y dijo un “buenas tardes” sin emoción. No respondí. Me quedé callado,
tratando de no ponerle ninguna atención. Habiéndose ido, le pregunté al
“Diablo” por el niño que pasó por ahí. Me respondió que era hijo de una
conocida, pero seguimos hablando de los supuestos negocios que teníamos. Casi
como por decir algo, le mencioné que siempre había querido tener un hijo. Fingí
estar borracho y sincerarme frente a él. Mi esposa no había podido embarazarse
y como que algo nos faltaba, ese niño me había gustado para hijo, le dije, como
si lo dijera francamente. El “Diablo” ya me tenía confianza y me dijo que ni lo
pensara. Tendría que matar a su madre para dármelo. Seguimos bebiendo y quiso
entregarme dinero en una maleta. Le dije que no porque no iba a tener cómo
pasarlo en el aeropuerto, pero que necesitaba una garantía del cierre del
trato. Me dijo que me llevara al joven de la metralleta, era buen guarura. Le
dije que mejor al niño, insistí. Su madre no tendría que enterarse, le dije,
sólo lo llevaría de vacaciones a la frontera unas semanas, en lo que el dinero
llegaba a mi cuenta. Después te lo devuelvo. En la borrachera accedió, tuve qué
contener mi emoción. No te lo vayas a coger, me dijo borracho el “Diablo” y se
burló de mí, pensando que para eso lo quería, fingí la mejor risa que encontré.
Llamó al niño, le dijo que se iría de vacaciones unos días a Mexicali conmigo.
El niño levantó los hombros.
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Miré a Luisa en la terminal dos del Aeropuerto
Benito Juárez. Todo tenía que ser rápido, me había advertido por teléfono. Me
fue difícil reconocerla, llevaba unas gafas oscuras grandísimas, una falda
larga y el cabello recogido, teñido de otro color. Había adoptado una apariencia
diferente por si algo salía mal, seguramente. Caminó levantando la mano, como
si acariciara el aire sobre de ella. Era temporada alta y mucha gente esperaba
en los asientos, o se dirigía a mirar las pantallas, o se enfocaba en su
celular. El niño se resistió a caminar de la mano conmigo, así que lo tenía
cogido de la playera. Una amarilla con estampado del Club América. No sabía
para qué estábamos ahí hasta que vio a su madre. Corrió hacia ella. Se
abrazaron. Me sentí orgulloso de mí por un momento. Fui feliz por ellos unos
minutos. Luisa, tenía los boletos del vuelo en la mano. Eran tres. Quién viaja
con ustedes, le pregunté, buscando a una tercera persona. Me miró y me dijo que
fuera con ellos, que si recordaba que le había propuesto que lo intentáramos.
Le dije que de eso habían pasado más de nueve años. Me dijo, pues ya va siendo
hora de que ejerzas tu paternidad después de tanto tiempo. Me quedé serio y le
pregunté: ¿Cómo?
−Que tú eres el padre de este niño y tengo boletos
para irnos los tres a Canadá, tengo
quién nos puede recibir allá.
Me quedé viendo al niño y reconocí los pómulos de
mi madre y las manos de mi padre. Sonreí. Me dije que en Canadá podía, tal vez,
estar más a gusto. Siempre había amado a esa mujer y en ese momento tenía la
oportunidad de dejar todo y largarme con ella. Ahora todo podía arreglarse a
distancia, con la tecnología, así que podía divorciarme a distancia, renunciar
a mi trabajo a distancia y escribir notas de opinión a distancia. Mexicali
nunca me había gustado mucho, el calor del verano se ponía insoportable y todo
el tiempo olía a carbón y carne asada. Acaricié la cabeza de mi hijo, lo miré a
los ojos y le dije seriamente que siempre iba a poder contar conmigo, agregué
que los Pumas eran mejor equipo que el Club América. Abracé fuerte a Luisa. Me
dijo gracias. Le dije que siempre la amaría. Me fui de ahí llorando. Tenía
estar en la terminal uno en cuatro horas para volar de regreso a Mexicali. Salí
del aeropuerto a buscar un árbol urgentemente. Encontré el primero cerca de la
estación del metro Hangares. Tenía un hueco en el tronco, parecía que me estaba
esperando. Le conté mis más profundos sentimientos y me fui de ahí a arreglar
mi equipaje, que consistía en una mochila con mi laptop y un cambio de ropa.
14
En Mexicali llamé a mi esposa para avisar que
había regresado. No podía ir a recogerme, tenía unos asuntos pendientes en el
hospital donde trabajaba. Siempre era lo mismo, me dije y pensé en Luisa, en mi
hijo y en Canadá. No me gustaba la idea de tomar un taxi del aeropuerto porque
son carísimos y los úber no podían recoger pasaje ahí. Le llamé a mis
compañeros de trabajo y ninguno estaba disponible. El único que me quedaba era
el psicoanalista joven e inexperto que inmediatamente dijo que podía recogerme
en una hora, sin ningún problema. Mientras tanto, subí toda la información
sobre el caso de la trata de blancas a la nube de archivos del equipo de
trabajo. Venían nombres, lugares, fechas y todo lo relacionado con la red. Se
desmantelaría pronto ese cochinero, me dije. Lo único que no iba a poder hacer
era rescatar a la niña Ana Lilia Ramírez, la que conocí en la casa rosa. Pero
seguramente, cuando saliera la investigación publicada estaría libre. El
“Diablo”, su nombre, su ubicación y contactos estaban ya en la nube. En unos
días sale la publicación, me dije. Cuando llegó el psicoanalista joven e inexperto
acababa de subir los últimos archivos. Le conté todo en el camino hacia mi
casa. Horas más tarde, en la madrugada, a la hora de salir a fumar, llegó la
camioneta. Sabía que venía por mí. De ella se bajó un joven de metralleta
similar al que conocí en casa del “Diablo”, pero en versión frontera norte. Me
miró y me dijo que qué pues, se sube o lo subimos. No tenía opción. Para qué
gritar auxilio si de todos modos me iban a matar. Ni siquiera despedirme de mi
mujer porque no le gusta que la despierten. Me mandaron traer mi laptop. Cargué
con la mochila y me llevaron a la casa rosa. Apareció el “Diablo”. Prendieron
una cámara que grabó el interrogatorio. Me preguntó que para quién trabajaba.
Le dije la verdad, que para el periódico Frontera.
Después de decir todo lo que sabía me mandaron
prender la computadora y mostrarles toda la información que tenía sobre ellos.
A dónde se fue Luisa, preguntó el “Diablo”. No contesté. Por más que me
lastimaron no dije nada de Canadá. Me subieron de nuevo a la camioneta. Me
dijeron que me llevarían lejos porque, siendo periodista, lo mejor era que
nunca encontraran mis restos. Me vendaron los ojos. Intuí que subimos la
rumorosa y entramos en la sierra de Juárez. Iba amaneciendo. Me dijo el joven
de metralleta versión frontera norte que, como era mi trabajo, no iban a ser
tan crueles conmigo, nomás sería un tiro en la cabeza y ya. Lo enterraremos y
todo, fíjese, dijo, como si fuera un premio exclusivo.
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Escriba su último mensaje a su familia, me pidió.
Le pedí varias hojas. Me miró extrañado, le expliqué que era periodista y que
necesitaba más de lo normal. Así comencé este relato, que va en un sobre
cerrado, dirigido a quien pregunte por mí.
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