EL INQUILINO
Por Anilú Hernández Bastida.
Al despertar
Ángela no abrió los ojos, prefirió dejarse llevar por la excitante sensación
del desprendimiento. Nadie le había dicho como hacerlo, tan solo se dejaba ir,
se agarraba con fuerza de algún recuerdo guardado por la casa de la infancia y
aparecía allá, etérea.
Una parte
de su conciencia le alertaba sobre la verdadera ubicación del cuerpo, pero ella
había aprendido a hacer agradable ese estado casi mortuorio. Era mejor seguir,
explorar aquellos espacios intangibles.
A esas alturas, conocerse en ese ámbito le resultaba más interesante que la
cotidianidad de su vida.
—¡Ya está!—Se dijo aquella
vez desde su silencio cuando se sintió “salir”. La distancia se hizo ínfima; un
hilo delgado en la inmensidad. Era como hacerse uno con el aire.
Una vez en
la vieja casa, pasó por encima de aquél librero pequeño que, en otro tiempo, le
había parecido enorme: vio el papel tapiz de flores rayado por sus hermanos y
la alfombra azul todavía manchada por sus primeros cosméticos. Casi pudo
reconocer aquél aroma seco no por el olfato, sino porque ella, en ese estado
incorpóreo, llegaba a convertirse en una parte de él.
Reconoció
el espejo grande enmarcado en madera, las copias de pintores famosos en las
paredes, las postales de viejos amigos de la familia. Todo intacto, igual que
antes de mudarse. Al menos su habitación no había sido tocada. Eso la
reconfortó.
Fundió
luego su silencio y su respiración con los de la casa; con su cocina, sus
escalones de madera, sus sillones color tabaco. Se depositó en el ajetreo
guardado en las paredes y en los pisos.
—La casa es mía
ahora según la ley—escuchó de
nuevo decir al cínico y despreciable tipo, sabía muy bien hacer gala de un
desdén que la aniquilaba—Llevo varios
años viviendo en ella y usted a penas si se aparece—Luego, los ecos
de los juzgados parsimoniosos, indolentes, incapaces de justicia alguna.
Al
acercarse a la estancia, vio la pequeña caja musical. Vino el recuerdo de la
madre, las palabras abruptas en medio de la madrugada:
—¡Olvídate de
todas esas cosas raras. No me molestes, que luego ya no puedo dormir y mañana
hay que ir a trabajar !
—Mamá, es que
tengo miedo. Siento que el alma se me sale—Luego, el portazo sordo, el fastidio de su madre. Y
ella, sola en la oscuridad, con las manitas sudorosas empuñando el pantalón de
pijama.
—Recordó también
durante su vuelo que, años después, ya no buscaba la luz de una lámpara sin
dormir hasta el amanecer, ya no temblaba porque su espíritu no quería
permanecer en su sitio. El miedo se fue, igual que su madre.
—¡Es la herencia
de mis padres. No puedo permitir que ese vividor se quede con la casa!.
Poco a
poco, entre recuerdos y polvo, Ángela, en su materia más intangible, se acercaba al cuarto del inquilino. Encontraría
ese punto sustancial y preciso en el
cual, desde aquella realidad, es posible tocar la burbuja del otro.
En el
fondo de la noche serena, el hombre tuvo el sueño fatídico: Las paredes y los
pasillos de la casa se curvaban y retorcían hasta cernirse sobre él por
completo. Y en una dimensión que él no comprendía, ahí donde la intención se potencia y se proyecta más allá de lo que
podemos imaginar, fue testigo de la transfiguración de aquella mujer que, para
él, había sido hasta entonces tan débil, patética en realidad. Atrapado en la
pesadilla, hundido en una atmósfera que lo mantenía completamente
empequeñecido, sucumbió ante el ataque de aquél peso enorme que le invadía los
sentidos y terminó por extraerle el último hálito.
Al otro
día, Ángela amaneció cansada pero, dejó la cama tan pronto despertó y se
dispuso a tomar el primer autobús hacia la ciudad. Nunca antes se le había
visto tan resuelta. Se vistió y se escuchó a si misma:
—Voy a recuperar
mi casa.
Minutos
más tarde, el vecino de la casa de Ángela, a siete horas de camino, dejaba un
mensaje en la contestadora:
—Llamo para
decirle… no sabemos cómo sucedió solo que el que reparte la leche tocó y tocó y
nada, se le hizo raro… luego le pasó lo mismo al de los periódicos y… que más
le digo: su inquilino está muerto.
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