viernes, 27 de noviembre de 2020

CUENTO INVITADO (POR ANILÚ HERNÁNDEZ)

 

EL INQUILINO

Por Anilú Hernández Bastida.

 

 Al despertar Ángela no abrió los ojos, prefirió dejarse llevar por la excitante sensación del desprendimiento. Nadie le había dicho como hacerlo, tan solo se dejaba ir, se agarraba con fuerza de algún recuerdo guardado por la casa de la infancia y aparecía allá, etérea.

    Una parte de su conciencia le alertaba sobre la verdadera ubicación del cuerpo, pero ella había aprendido a hacer agradable ese estado casi mortuorio. Era mejor seguir, explorar  aquellos espacios intangibles. A esas alturas, conocerse en ese ámbito le resultaba más interesante que la cotidianidad de su vida.

    ¡Ya está!Se dijo aquella vez desde su silencio cuando se sintió “salir”. La distancia se hizo ínfima; un hilo delgado en la inmensidad. Era como hacerse uno con el aire.

    Una vez en la vieja casa, pasó por encima de aquél librero pequeño que, en otro tiempo, le había parecido enorme: vio el papel tapiz de flores rayado por sus hermanos y la alfombra azul todavía manchada por sus primeros cosméticos. Casi pudo reconocer aquél aroma seco no por el olfato, sino porque ella, en ese estado incorpóreo, llegaba a convertirse en una parte de él.

    Reconoció el espejo grande enmarcado en madera, las copias de pintores famosos en las paredes, las postales de viejos amigos de la familia. Todo intacto, igual que antes de mudarse. Al menos su habitación no había sido tocada. Eso la reconfortó.

    Fundió luego su silencio y su respiración con los de la casa; con su cocina, sus escalones de madera, sus sillones color tabaco. Se depositó en el ajetreo guardado en las paredes y en los pisos.

    La casa es mía ahora según la leyescuchó de nuevo decir al cínico y despreciable tipo, sabía muy bien hacer gala de un desdén que la aniquilabaLlevo varios años viviendo en ella y usted a penas si se apareceLuego, los ecos de los juzgados parsimoniosos, indolentes, incapaces de justicia alguna.

    Al acercarse a la estancia, vio la pequeña caja musical. Vino el recuerdo de la madre, las palabras abruptas en medio de la madrugada:

    ¡Olvídate de todas esas cosas raras. No me molestes, que luego ya no puedo dormir y mañana hay que ir a trabajar ! 

    Mamá, es que tengo miedo. Siento que el alma se me saleLuego, el portazo sordo, el fastidio de su madre. Y ella, sola en la oscuridad, con las manitas sudorosas empuñando el pantalón de pijama.

     Recordó también durante su vuelo que, años después, ya no buscaba la luz de una lámpara sin dormir hasta el amanecer, ya no temblaba porque su espíritu no quería permanecer en su sitio. El miedo se fue, igual que su madre.

     ¡Es la herencia de mis padres. No puedo permitir que ese vividor se quede con la casa!.

     Poco a poco, entre recuerdos y polvo, Ángela, en su materia más intangible, se  acercaba al cuarto del inquilino. Encontraría ese punto sustancial y  preciso en el cual, desde aquella realidad, es posible tocar la burbuja del otro.

    En el fondo de la noche serena, el hombre tuvo el sueño fatídico: Las paredes y los pasillos de la casa se curvaban y retorcían hasta cernirse sobre él por completo. Y en una dimensión que él no comprendía, ahí donde la intención  se potencia y se proyecta más allá de lo que podemos imaginar, fue testigo de la transfiguración de aquella mujer que, para él, había sido hasta entonces tan débil, patética en realidad. Atrapado en la pesadilla, hundido en una atmósfera que lo mantenía completamente empequeñecido, sucumbió ante el ataque de aquél peso enorme que le invadía los sentidos y terminó por extraerle el último hálito.

    Al otro día, Ángela amaneció cansada pero, dejó la cama tan pronto despertó y se dispuso a tomar el primer autobús hacia la ciudad. Nunca antes se le había visto tan resuelta. Se vistió y se escuchó a si misma:

    Voy a recuperar mi casa.

    Minutos más tarde, el vecino de la casa de Ángela, a siete horas de camino, dejaba un mensaje en la contestadora:

    Llamo para decirle… no sabemos cómo sucedió solo que el que reparte la leche tocó y tocó y nada, se le hizo raro… luego le pasó lo mismo al de los periódicos y… que más le digo: su inquilino está muerto.

 

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