INSTANTÁNEA
Marcos García Caballero
Me recuesto sobre la tierra. Un cielo gris flamea sobre
Ciudad de México. Una muchacha absorta en su soledad me escucha a través de
este texto que nunca he escrito y desde que subí a la cima me ha dado vueltas
por la cabeza, al igual que a un campesino de tierra caliente le da vueltas su
turbante de mosquitos. Me he detenido a pensar que será y que no será, como la
sangre con su trotar de caballos negros me escurre por dentro, en el mausoleo
de todas esas viejas ideas que he tenido y que ahora están enterradas y
muertas. Pero junto a mí está mi sombra, muy tierna ella, con su sombrero y un
gato crispado jugando en su regazo. Mi sombra es el sultán de mi deseo y de mi
destino; sujeto su dentadura como si fuera a sujetar un bosque y la siento
fuertemente encadenada a mí cuando expele el humo azuloso de su cigarro; yo soy
el mar de su ballena entristecida por la memoria de lo que no le tocó vivir y
de lo que huyó dejándome a solas con mi carne. Cierro los ojos, una
enciclopedia se abre y deja escapar gaviotas y murciélagos; lenguaje de fayuca
y almacenes de prestigio en estampida cuando mis ojos se cierran. No sé lo que
será de mi sombra cuando mis ojos se cierran; tal vez se trepe a un árbol a
buscar al gato que la ocupaba, tal vez me apuñale con cuchillos que yo no oigo,
tal vez me abandone y sólo puedo pensar –digo que pienso porque sólo lo que
pienso puedo tratar de despejarlo como una ecuación y dejarlo solo en el papel,
mientras que cuando tengo cerrados los ojos no puedo estar seguro si estoy
pensando o estoy cayendo, como en un sueño–, como decía, sólo pienso que tal vez
la muchacha me sigue leyendo, y su lectura da fe de que alguien que cierra los
ojos no es inútil porque imagino la frondosidad de sus ojos desplegándose sobre
mis palabras y quiero tocar su fondo, su sentir, quiero asomarme a la ciudad
donde ella vive que, aunque es la misma en la que yo habito y en la que yo
viajo por los túneles del Metro, es también otra; otras son sus ausencias, sus
malestares, mi sombra en su presencia sólo la consignan estas palabras, pero
por medio de estas palabras la escucho y le digo: tienes razón, la has tenido
siempre (y ahora no sólo cierro los ojos sino los aprieto con la fuerza de un
huracán que de golpe, instantáneamente, arrasa con la ciudad que había
contemplado), y la muchacha, como es listilla, se ríe, dice gracias por darme
la razón y me olvida, se dedica a sus actividades y ahora yo la empiezo a
escuchar, escucho sus tacones bajando la escalera... ¿a dónde irá? Me dan ganas
de gritarle: “¡Cuidado, la vida es una trampa, si no las sabes esquivar
acabarás en la tienda de artesanías de la muerte!” Y algo hace clic –aunque no
exactamente clic, pero clic es la mejor manera de decirlo con el alfabeto que
nos ha tocado– y ese clic me distrae y hace que abra los ojos y veo una familia
parada delante de mí y lo primero que pienso es en levantarme del suelo, aunque
a decir verdad me la paso muy bien en el suelo en este momento, e intento hacer
un ademán a la familia, un saludo o algo, porque a decir verdad, en esta parte
de la ciudad no hay muchas familias y menos en esta postura, todos sonrientes
como si se les fuera a entregar una medalla, sin verme siquiera, y en este
mismo momento les cae un látigo de luz fugitivo que los embellece y los vuelve
planos, y yo me digo que ese látigo no puede ser más que el del flash de la
cámara que hizo clic y después todos se van y me dan las gracias, aunque yo no
sé por qué, ya que yo en lo que estaba pensando es en que la literatura moderna
cada vez pierde más descripción e imagen y que la palabra misma enlazada con
otra palabra –por ejemplo una cola de caballo en la nuca de una mujer, aunque
no sea la mejor imagen literaria, pero en esa estaba pensando– es lo que queda,
pues el cine y la televisión, por no decir la computadora, se han robado todas
las imágenes y cuando uno lee un libro es odioso imaginarlo como una película,
ya que el fin de la literatura no es propiamente ver cómo se ve una roca, una
toronja o una cola de caballo en la nuca de una mujer, por ejemplo, sino
meditar viendo o mejor dicho una meditación paravisual, aunque esto suena horrible.
Y yo me digo: ¿por esto me dieron las gracias? Bueno, qué amables, pero tal vez
es demasiado; yo sólo le doy las gracias al de la vinatería cuando quiero oír
un buen blues y asarme el pecho con el calorcillo de un generoso whisky y saco
la lengua y olfateo como serpiente la guitarra de la siguiente canción que
deseo escuchar en honor a Ezra Pound y de repente algo se me acomoda y siento
un ronroneo que me da tanto miedo que sólo puedo mirar el cielo rasgado y
sentir cómo mi sombra se me acomoda de nuevo con su gato y me coloca la cámara
que había traído yo acá para sacar fotos.
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