domingo, 6 de noviembre de 2011

Entrevista a Alejandro Rossi

“La felicidad es una frivolidad de la memoria”


En recuerdo del autor de Manual del distraído, ofrecemos esta charla donde habla de su pasión por la novela policiaca, de su escritura y del whisky como medicina disfrazada de bebida alcohólica.



El pasado 5 de junio murió Alejandro Rossi, considerado uno de los prosistas más notables que se hayan dado a conocer en México. En 1994, con motivo de la publicación de la antología narrativa Diario de guerra, realicé esta entrevista que resultó más bien una larga charla donde Rossi comentó algunos aspectos de su infancia, su interés por la novela policiaca, sus diversos traslados por el mundo y en la cual se revelaba como un conocedor del whisky: “La mejor bebida del mundo”.

Alejandro Rossi fue sumamente generoso y paciente conmigo en la que sería mi primera “entrevista profesional”, va como un pequeño tributo a un gran conversador y autor excepcional.

¿Cuál es el recuerdo más nítido de la infancia?

Me viene ahora el que yo creo es el primer recuerdo. Me veo en una cuna tosiendo continuamente. Tenía tosferina. En aquella época —estamos hablando del año 33— debería tener yo menos de un año. La tosferina era una enfermedad endiablada y era mortal, muy tenaz, duraba meses. Estoy, pues, en una cuna con una tos sin sosiego y veo unas sombras, unas caras, personas a mi alrededor. En ese tiempo a los niños los curaban con viajes en avionetas para producir cambios rápidos de altura: se suponía que esto descongestionaba las vías respiratorias. Nos encontrábamos en Forte dei Marmi, playa famosa en Italia, en la Toscana, cerca de Viareggio. ¿Será ése, en verdad, mi primer recuerdo?

Entonces, ¿cuál es el recuerdo más querido?

No lo sé. La felicidad es más elusiva, la olvidamos. Es una frivolidad de la memoria. Las heridas, en cambio, siempre están vivas. Pero guardo fotos de mi primera infancia en las que me veo como si estuviera en el paraíso terrenal. ¿O era yo un hipócrita?

¿No es quizás esa aclaración que hace al final de Diario de guerra cuando usted le dejaba su cuaderno con sus escritos a su madre...?

Ah, pero entonces ya no era un niño, era un adolescente. Ahora me viene un recuerdo, no, desde luego, el más querido, pero es uno que se cruza con algo que me llamó la atención. Cuando vivíamos en Italia pasábamos con alguna frecuencia vacaciones en Venezuela; mi madre era venezolana. Largos e inolvidables viajes en barco. En uno de esos periodos estuve en un colegio en el que me quedaba a comer. Esto lo conté alguna vez en unos diálogos públicos que sostuve con Adolfo Castañón: en una de esas comidas, cuando llegó el momento del postre, advertí que me faltaba la cucharita. Quise pedirla, pero no me venía la palabra “cucharita” sino “cucchiaino”. Recuerdo la inmensa angustia y el instante en que de pronto me llegó la palabra y mi grito enorme, liberador en el refectorio: “¡cucharita!, ¡cucharita!” Si yo todavía fuera más pomposo, diría que es la satisfacción de dar con la palabra justa. Le decía que esto se cruzaba con otra cosa. En Itinerario, Octavio Paz habla de la época que pasó de niño en los Estados Unidos con su familia. Estuvo en un colegio americano. Y, curiosamente, tuvo el mismo problema con casi la misma palabra: no “cucharita” sino “cuchara”, aunque en su caso, claro, se trataba de la palabra inglesa. Es una extraña coincidencia que comentamos con cierta perplejidad.

En algunas de sus narraciones me encuentro con referencias a la novela o cuento policiaco. En Relatos, Crónica americana y Diario de guerra, por ejemplo. ¿Le gustaría escribir un relato policiaco?

¡Claro que sí! Es una buena pregunta la suya. Desde joven soy un lector asiduo de novelas policiacas. Ahora ya no, me he quedado muy atrás, apenas conozco los autores contemporáneos. Mi fuente predilecta era el Séptimo círculo, la colección que dirigían Borges y Bioy Casares. Era una colección maravillosa, se movía en la tradición de novela policiaca inglesa, clásica, novelas del “enigma”, muy ajedrecísticas, poca psicología y mucha supuesta deducción con la retórica de la geometría. El primer tomo del Séptimo círculo era una novela muy buena de Nicholas Blake que en español se intitula La bestia debe morir. En esa colección se publicó la novela de Bioy Casares y Silvina Ocampo, Los que aman odian. Poseo esa primera edición. Bueno, a partir de estas lecturas me introduje en el género. Después pasé a la novela policiaca americana que tiene por origen a Dashiell Hammett: una novela mucho más abierta, donde se trabajaban más los personajes. En el caso de Hammett, además había una intención sociológica y social. Pienso, por ejemplo, en uno de sus libros, Cosecha roja. Luego transité por muchos autores secundarios y llegué, claro está, a Raymond Chandler, al que he leído y releído. Los primeros libros de Chandler me los prestó Jorge López Páez, gran lector, gran amigo. Chandler viene en cierto modo de Hammett, pero sin afanes sociales; era un escritor muy complejo, instruido por la gran literatura inglesa. Un extraordinario escritor. Se movía en una geografía precisa, Los Ángeles, Santa Mónica, Malibú, Hollywood, las montañas al sureste de Los Ángeles, Lake Arrowhead, Big Bear Lake, ése era su mundo, lugares que conozco bien porque en una época de mi vida estuve por ahí estudiando. Tengo presente un verano en Lake Arrowhead. Cuando comencé a leerlo éramos cuatro gatos quienes lo frecuentábamos aquí en México. Después se tradujo mucho. ¿No se acuerda usted de aquella película La dama del lago? André Gide hizo un elogio de la novela policiaca americana, pero no creo que haya mencionado a Chandler sino a Dashiell Hammett. La obra de Chandler es relativamente pequeña: estamos ante un escritor en que lo policiaco le permite maravillas estilísticas. Un narrador de genio. La oficina de Marlowe es uno de los espacios esenciales en la literatura del siglo XX.

Después siguió leyendo a otros autores de ese género...

Sí, continué en esa línea de novelistas americanos. Uno, por ejemplo, es Ross McDonald, quien es un discípulo, en realidad un imitador de Chandler. Para quienes nos gustaba el ambiente y los paisajes de Chandler, Ross McDonald era un vino aguado pero de la misma viña. Literariamente, por supuesto, no hay comparación entre ellos. Luego pasé a la novela de espionaje, donde la figura mayor es John LeCarré, quien tiene dos periodos: el primero de novela policiaca muy clásico, a la inglesa. Después casi inventa la novela de la guerra fría. Éstas han sido, por así decirlo, mis tres etapas de lectura de novela policiaca. También he leído, por supuesto, a otros autores como Agatha Christie, que al principio no me gustaba, me parecía poco rigurosa frente a aquellas novelas, como teoremas, a las cuales me había acostumbrado del Séptimo círculo. La cháchara pueblerina de Agatha Christie me fastidiaba. Ahora que con el tiempo he cambiado y ahora me quito el sombrero frente algunos libros de ella. Sigo leyendo a los fundadores del género. Conan Doyle es una droga de la que no quiero liberarme.

Usted vivió en muchos lugares: Venezuela, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, Italia, Argentina y México. Todo este ir y venir de un país a otro, ¿cómo lo percibe?

Ya no sé cómo lo percibo. Antes me producía problemas. A estas alturas del partido estoy resignado. Así fue mi vida. La desventaja es que he vivido con una sensación de tránsito, de huésped de hotel. Aunque esto se ha ido borrando. No voy a plantearme ahora el problema de qué hubiese sucedido si me hubiera quedado a vivir en Florencia o en Oxford.

¿Disfrutó todos los lugares en los que permaneció?

¿Cómo contestarle de una manera rotunda? Siempre hay momentos de mayor dolor en aquellos lugares a los que hemos jurado jamás volver.

Cambio la pregunta. Se dice que en cierto momento existe algo que nos abre las puertas del porvenir. ¿En algunas de estas estadías se abrieron las puertas de su porvenir?, ¿de lo que usted quería hacer?

A usted le gustan las grandes preguntas. Está bien. Mire, por ejemplo, un tiempo que yo gocé mucho intelectualmente fue el que pasé en Inglaterra. Tenía veintitantos años. Tiene que ver, claro, con Inglaterra, pero también con Oxford y, más en particular, con lo que yo estudiaba. Era un momento de descubrimiento, de un entusiasmo muy tenso por lo que hacía. Ahora bien, los grandes viajes, los que crean cicatrices insuperables e influyen son los de la infancia. Ahora vivo en México, estoy contento de vivir en México y estoy convencido de que aquí me moriré.

Hablemos de Manual del distraído, ¿cómo ve usted este libro?

Es un libro que escribí con empeño, con entusiasmo, mes a mes en Plural y la coda final en la revista Vuelta. Un libro muy cercano, que me acompaña.

¿Por qué escogió los textos que aparecen en Diario de guerra?

Bueno, lo que pretendía era hacer un tomo que recogiese la parte más narrativa no sólo de Manual del distraído, sino de otro libro que se llama El cielo de Sotero, desgajarlos de la parte más ensayística. No incluí el cuento que precisamente se llama “El cielo de Sotero” porque forma parte de una edición ampliada a siete relatos de La fábula de las regiones, además tiene otro tono estílistico. La palabra narración no supone que todo el material de Diario de guerra son, por ejemplo, cuentos, en el sentido canónico. Por narración entiendo algo más amplio, una especie de vasta charla, contar algo que a veces se cristaliza en un cuento en el sentido más estricto del término, y a veces puede ser una crónica o el relato de un recuerdo. Lo que reúne Diario de guerra no es tanto un género sino una voz narrativa. No me pregunte por qué elegí ese orden: hay razones que son de oído, estilísticas. Lo que tengo más claro es el motivo por el cual el texto, que da el título al libro, aparece al final. En primer lugar es un texto por el cual siento cierta debilidad, pero sobre todo porque me expresa de algún modo un estado espiritual que está en todos los otros. Un estado espiritual que yo determino de desasosiego, de estado de alerta, el de una persona que siente a su alrededor una gran fragilidad, que no baja la guardia. Y por ello que en la carátula aparece el fragmento del cuadro de un pintor que tanto admiro, Edward Hopper. Me parece que el faro de Hopper expresa ese tono espiritual, la observación alerta ante las sorpresas de la realidad.

En “Residuos”, texto de Manual del distraído, usted comenta que se esconde detrás de algunas reflexiones de Lichtenberg. Éste explica que extrae una significación de cada cosa y en un día transforma cien objetos en otros tantos oráculos. Al igual que Lichtenberg, ¿busca respuestas sobre su destino de la misma forma?

La cita de Lichtenberg refleja bastante bien una actitud mía: ver señales, signos. Debo decir que siempre padecí esa actitud, es decir, siempre me repugnó. Me doy cuenta de que es una fantasía defensiva, es la espera del pequeño milagro diario, una mezcla de vanidad y desamparo.

Para terminar, ¿qué piensa del whisky?

¡Caramba, al fin me hace usted una pregunta que me puedo responder inequívocamente! El whisky, señora, es la mejor bebida del mundo. Es una medicina disfrazada de bebida alcohólica. Posee maravillosas virtudes terapéuticas. Pregúntele usted a cualquier médico. Baja la presión, es vasodilatador y mil cosas más. Eso desde una visión mezquinamente fisiológica. Desde una más espiritual le hablaría en particular de los primeros dos whiskys, cuando se produce esa leve distancia con la realidad. Estamos en perfecto control, pero los objetos se han alejado unos metros y los contemplamos con nítidez de dibujante. Ya no exigen decisiones, respuestas, actitudes, sino que, repito, los contemplamos. Un momento maravilloso. ¿Sabe usted a qué se parece? A quitarse una camisa sucia y lavarse las manos. Lamentablemente somos víctimas de nuestra biología, de nuestra resistencia, de nuestro hígado y, en mi caso —me ampara una larga experiencia para afirmarlo—, advierto que el tercer whisky empieza a modificar la situación y da paso a un tono polémico y guerrero. Hasta el segundo soy una persona que puede pasar por serena y hasta agradable. Me encanta tomarlo solo y alcanzar esos instantes de paz y de objetividad. Sí, quitarse la camisa sucia de las horas torcidas y mojarse las manos con unas gotas de agua de colonia 4711, la auténtica, por supuesto. Ahí me introduzco en los terrenos de la felicidad. Mi consejo es comenzar a beber en México, a partir de las ocho de la noche. Mi abuelo materno, gran aficionado al whisky, notable especialista, solía aconsejarme: “Nunca bebas whisky antes de las siete de la noche”.

¿Dónde ha disfrutado más un whisky?

En mi casa, o en mi estudio, o en uno de esos bares que casi no existen en México, bares de ruidos silenciosos, tintineos, que tanto le gustaban a Chandler. Bendigo al inventor del whisky, me parece increíble que hayan sido los escoceses.

¿Por qué?

Me parece tan lejano un escocés. Pero me equivoco, los escoceses son un pueblo admirable que ha producido gente fantástica, pensemos simplemente en Hume. Una nación que ha producido el whisky y Hume es sin duda excepcional.

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Alejandro Rossi nació en Florencia, Italia, el 22 de septiembre de 1932. Cursó estudios preuniversitarios en Roma, Florencia, Buenos Aires y Los Ángeles. Llegó a México en 1951 para estudiar filosofía en la UNAM, donde fue maestro e investigador. En 1969 publicó Lenguaje y significado, libro pionero de filosofía analítica en América Latina. Fue cofundador y codirector de Crítica, revista de filosofía, y fue colaborador de Octavio Paz en Plural y en Vuelta, donde escribió los textos que conformaron Manual del distraído (1978). Una parte de su vida la contó en Edén. Vida imaginada (2006). Sueños de Occam (1982), El cielo de Sotero (1987), La fábula de las regiones (1997), Cartas credenciales (1999) y Un café con Gorrondona (1999) forman parte de la obra de quien, dice Juan Villoro, “busca pretextos elegantes para que su existencia parezca un ‘espejismo de la buena voluntad’ de los otros”.

Enzia Verduchi • enziav@yahoo.com.mx

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