TRES
Las Palmas Para Adolfo Bioy
Casares
En una
escuela por definición “rara” como La Escuela de Escritores de la SOGEM puede
pasar cualquier cosa en una clase, aunque nunca creí que fuera para tanto.
Aclaro que no es mi objetivo denostar mi escuela que quiero y que quise tanto y
sobre todo a sus maestros inolvidables, pero eso de abrir una Escuela para
formar Escritores, así, con mayúsculas, se antoja una empresa que para
emprenderla se necesita tomar aliento una vez, y luego otra y mil veces más,
hasta que algún día, resulte que un alumno, después de todo, ya es “Escritor”,
con las mayúsculas que ostentan: Egresado de La Escuela de Escritores de la
SOGEM. Pero que de las comillas dudosas
nunca se salvará. Desde los tiempos más legendarios, creo, ha sido difícil decirse uno escritor y
creérselo a pie juntillas “y el verdadero milagro es que otros crean que uno es
escritor”, como decía Henry Miller en Trópico
de Capricornio. Seguramente a José María Fernández Unsaín se le ocurrió que
era una idea excelente, y de hecho lo es, las escuelas de escritores van a la
alza en la Ciudad de México; todo mundo quiere vivir del cuento y lo
sorprendente es que la narración sigue contando, pero también habría que
aceptar que la literatura se está suicidando por sobre abundancia en todo el
mundo y por eso el cuento del dinosaurio
de Augusto Monterroso sigue siendo
terriblemente aleccionador. Practicar lo micro-enorme sustancial es preferible
a ponerse a imitar a Marcel Proust, qué duda cabe.
En realidad la vida es corta y la
lectura es larga, así que si tuviera que resumir esos tres años que cursé
estudios en la SOGEM, diría: “todo fue solamente vivenciar y conocer palabras
preliminares sobre La Creación Literaria, nada más.”
En
los pasillos, en las escaleras, la cafetería o los sillones morados colocados
fuera de las aulas para, entre otras cosas, poder llevar a cabo sesudas y
deliberadas reflexiones sobre cuál es la
función y/o el papel social del creador literario, se hablaba de García Márquez
o José Saramago como si fueran colegas
de banca de los estudiantes más juniors; aunque también había los traviesos que
nunca entraban a clase y fumaban mariguana en sus reuniones o afuera de la escuela.
En ese sentido, la SOGEM no se escapaba de parecerse a cualquier plantel de
preparatoria abierta. Aunque claro que hubo grandes momentos y mi disco duro
recuerda muchos de ellos llenos de efusividad, discusión, polémica o comicidad,
como lo fue el día que todo un Eugenio Aguirre nos hizo aplaudir un minuto
entero por la lamentable noticia de la
muerte de Adolfo Bioy Casares, el otro de los cuatro grandes escritores
argentinos (los otros dos que coloco son Ernesto Sábato y Julio Cortázar) que
fue colega de Borges y que en Ficciones,
una de las obras maestras de ese tigre ciego de Buenos Aires, aparece como
personaje.
La clase había empezado como un
conversatorio sobre las profesiones parecidas a la del literato, de paso y para
amenizar esa que sería la última clase de la noche. Eugenio le pidió a una
alumna que se parara y lo tomara de la mano, él empezó a moverse con demasiada
cautela, casi cojeando y dijo: “¿Ya ven? Así caminan los abogados”. El salón entero se carcajeó y
después algún zoquete preguntó: “¿Y cómo caminan los escritores?”
Silencio. Nadie se atrevía a decirle nada al taradito preguntón. Hasta que Aguirre dijo: “Esos no
tienen una única forma, algunos ya ni caminan.” Pero el momento del chiste ya
había pasado.
Debo de aclarar mediante una
digresión que por ese entonces había vuelto con mi ex novia, la que casi se
mata junto al Negro debajo de un puente
durante La Feria Nacional de San Marcos y como parte del noviazgo, algunas
ocasiones iba yo a verla a los salones de Psicología de la UAM Xochimilco y me
aburría a mares escuchando las “basuras psicoanalíticas” de Lacan o Freud, como
yo les decía: Yo estaba en lo mío y por tanto, perder una noche de clase en La
SOGEM a cambio de una noche en la UAM sólo se puede interpretar como un síntoma
más del enamoramiento. Todo esto debió haber pasado cerca y antes del 9 de
marzo de 1999, ya que Bioy Casares había muerto el día anterior.
Eugenio Aguirre siguió con su clase
y yo estaba sentado en una banca sin nadie junto a mí, así pasé casi toda la
clase; movía la pluma entre los dedos
analizando y pensando las palabras de Eugenio. Hasta que entre un giro de la
pluma entre el dedo meñique y el pulgar se me cayó la pluma, nada grave,
ciertamente, pero me asusté levemente al reconocer quién me estaba ayudando a
recogerla: era Yesica, mi novia, que se había escapado de la UAM y venía a
verme. En ese gesto y hasta en su delicadeza de querer ayudarme con la pluma
comprendí varias cosas de ella. Primero: era una traviesa sin remedio, ya que
si estaba ahí era porque seguramente quería que a los pocos minutos de acabada
la clase, quería irse a El Hijo del Cuervo a tomarse unas cervezas conmigo y
segundo: el gesto de ayudarme a levantar la pluma significaba más. Significaba algo amoroso. Algo como: “¿Quieres ser
escritor en la vida? Yo puedo ayudarte.” De cualquier manera no me gustaba ya
mucho que ella o yo perdiéramos clases, por lo que le susurré: “Hola, siéntate,
sh...” Y así lo hizo. Eugenio notó la distracción y dijo: “Bueno, si ustedes
dos tienen mucho de qué hablar para eso están los sillones de afuera.” A lo que
yo, casi tragando saliva de vergüenza le respondí: “No, no, no, para nada
maestro, sí lo escuchamos”.
Eugenio continuó con la clase, y
casi al diez para las nueve de la noche y para concluir, nos dijo: “¿Todos
saben lo de Bioy Casares verdad, lo que pasó ayer?” El salón a coro respondió:
“Sí” “Entonces párense y un minuto de aplausos por él”. Todo el salón se
levantó de los asientos y comenzamos a aplaudir. “Todo un minuto” decía
Eugenio. Y aplaudíamos y aplaudíamos con vehemencia, sintiendo la gran importancia del Premio Cervantes 1990. Y
Yesica también se paró y aplaudía, era la única que le parecía de lo más
chistoso y me preguntaba el porqué de los aplausos y yo no podía decirle nada
porque no quería otra reprimenda del maestro. Recuerdo su risa (ciertamente
estaba enamorado pero no tanto para no decirle que se callara), yo creo le ha
de haber parecido algo muy chusco y divertido y yo no podía callarla. Terminó el minuto. Ya era hora de irse y los
compañeros empezaron a salir, pero Yesica, con lo traviesa que era, se acerca
al maestro y le dice para mi amargura: “¿Quién es Adolfo Bioy Casares? ¡Dígame
antes de que se vaya del salón, quiero felicitarlo! ¡Seguramente escribió un
cuento buenísimo!”
Eugenio sonrió, bajó la cabeza y le
dijo: —Perdóname, yo ya no traigo el cuento en fotocopia, Adolfo Bioy Casares
fue el primero que salió del salón.
Ya entrados en materia le dije a
Yesica: —No te preocupes corazón, no te
hubiera gustado tanto.
Y Eugenio me dijo con ironía en la
mirada: —No creas Mateo, ese cuento de éste alumno Bioy tiene futuro, yo le
puse diez.
Y Yesica que no entendía nada me
dijo: —¿Me vas a presentar a Adolfo Bioy
sí o no?
El inolvidable Eugenio se rió sin
querer, ya no había nadie en el salón.
Contesté: —Tienes que hacer méritos
Yesica, además me estoy poniendo celoso, ¿qué tal que te enamoras de Bioy y a
mí me mandas al cuerno?
Y Eugenio me cambió la moneda: —Tu
novia se va a ir con Bioy Mateo, hasta tu esposa se va a ir con Bioy…
Y yo: sí Eugenio, y que me lo
recuerdes…
Y Yesica ya cuando salimos del salón
rumbo al hijo del Cuervo iba con los brazos cruzados por la calle preocupada
por lo antes ocurrido: —Me debes una explicación Mateo…
Le dije: —Eso que dijo mi maestro
quizás no pasa. En realidad a lo mejor tú no te vas con Bioy, a lo mejor te vas
con Freud o Lacan.
Y ella: —¡Aaah! ¡¿O sea que ya no
quieres que venga a visitarte?!