El pensamiento crítico y la
poesía han estado coludidos desde siempre en la poesía moderna como compromiso
vital con la existencia humana. Recordemos que George Steiner hace éste bello y
colosal epígrafe de 1953 de un pensador francés en el texto La poesía del pensamiento: “Todo
pensamiento empieza con un poema”. Éste
coludirse ha ocurrido, sobre todo en los casos en que poesía o poiesis se asume como creación en su más
amplio sentido, cuando el poeta asume su condición de pequeño dios. Por ejemplo,
en la historia de las letras francesas, Blaise Cendrars es el primer poeta moderno. Antes de Apollinaire, de los
surrealistas, él inventó una poética liberada de los modelos tradicionales.
Desde 1910 Blaise Cendrars había ido varias veces a París, y conocido a los
amigos del “Bateau-Lavoir”, famoso conjunto de casas ubicado en Montmartre,
donde vivían Max Jacob, André Salmon, Van Dongen, Pierre Reverdy, Pablo Picasso
y acudían Gertrude Stein y Apollinaire. De
ese sitio bohemio y fiestero nació el cubismo y Robert Goffin cuenta en su
libro Entrer en poésie, que en la
primavera de 1912, Blaise Cendrars leyó su manuscrito de La Prosa del Transiberiano y la pequeña Juana de Francia en el
estudio de un pintor en presencia de Apollinaire y otros amigos. Apollinaire
exclamó: “¡Es formidable! En comparación ¿qué puede valer el libro que estoy
preparando?”
Apollinaire
preparaba nada menos que Alcoholes, y
sus poesías todavía obedecían a la clásica métrica francesa. Tuvo que ser la fuerza
de la gran voz y lectura de Henry Miller
(cuyas complicaciones contradictorias de su vida lo asemeja a Blaise Cendrars) quien era su amigo, el que lo
define subrayando una frase de él mismo:
“Cada día me doy más cuenta de
que siempre he practicado la vida contemplativa. Soy una especie de brahmán a
contrapelo, que se contempla en la agitación.” (Une nuit dans la forét.).
En mi caso particular, en el
contexto literario mexicano al que pertenezco, no me conformo con asumirme
"como escritor": vaya término vago y de noción abrumadoramente dieciochesca
y pretenciosa; menos aún "literato", que trae connotaciones
peyorativas hasta cuando no las pretende. Como cuando me presento ante alguien y
digo que soy “escritor” y filósofo la gente se queda pasmada, tengo que aclarar
inmediatamente para que no quieran llevarme de gira en el zoológico, que ni
salgo en televisión pero que algunos periodistas sí me roban mis ideas (Además
de otros escritores malcriados que su choya no les da para más). Creo que los verdaderos, los altos literatos contemporáneos
no se odian ni tendrían por qué hacerlo. (No creo que Rodrigo Fresán odie mucho
a Haruki Murakami o viceversa o que Rosa Montero envidie seriamente a
Poniatowska) Y esto porque es entre los escritores en vías de santificación los
que sí se carcomen los unos a otros como verduleras y literalmente escribir ya no
pareciera representar ningún valor, (a no ser más que un pseudo psicoanálisis,
que es lo más ínfimo, pero quizá es lo que inconscientemente buscan algunos
lectores en los libros literarios…). Creo que la verdadera competencia es con
uno mismo. O con uno mismo y Cervantes. O Shakespeare, o Solienytzin. Por donde
se le vea, es el oficio más ingrato de todos y si uno escribe por dinero y como
negociante, uno tiene qué haber nacido con una cuchara de plata debajo de la
lengua. Finalmente, al igual que al principio, cada quien está solo en su
apariencia de apartado y resistiendo. Cuando el odio oscuro entre los que
consignan palabras se disuelva, será porque la envidia que produce leerte o
leerme o Laertes ya no sucederá por
cosas tan míseras como haber elaborado un
párrafo memorable y genial, un premio o gozar del endiosamiento falso (es decir
en realidad efímero) de la fama que proviene de la falta de identidad del
lector y de intrincados malentendidos (como Borges sostenía, y además porque
quizá toda gran obra nace entre malentendidos y eso mismo la vuelve inmortal o
papel desperdiciado). Entonces, diríamos pues, consigamos unas musas que nos
crean que debemos ser lo suficientemente talentosos para hacernos de una cabaña
modesta con diez o treinta libros en algún lugar del Caribe, y mandar las
colaboraciones a los medios por vía Internet o
I-Phone, sin sorberse el coco, sino más bien disfrutando piñas coladas y
olvidarse de los talleres literarios que generan tanta impotencia creativa (en
realidad ya debería ser tiempo de que olvidáramos esos desolladeros) que se cae
en el error de creer estar ciertamente en algún sitio paradisíaco del Caribe,
cuando en realidad, uno está repitiéndole a los amigos la misma y singularísima
anécdota chistosa que gracias a la borrachera, hace que mágicamente uno esté en
el Caribe y alrededor crezca la jungla, cuando en realidad, se está nerviosamente
en la esquina de la fiesta de la casa clase mediera con los mismos cuates de siempre y las chavas ingratas que nunca te pelan pero
quieren que les dediques poemas muy
sentidos e interminables…
Por ahora, yo prefiero
denominarme como portador de un plus que debe ametrallar y dibujar la realidad
con la palabra, ya que como decía Julio Cortázar, nombrar es apresar. Para
cualquier buen creador, apresar la realidad sería decirla y describirla pero
por otros medios… medios llenos de lenguaje cargado de significado. Dibujar en
este sentido ha de ser como inventar un coto de psicología de ficción propia a
la hora de avanzar en la mata de la página que ya dejó de ser blanca. Julio Cortázar,
en uno de sus magníficos ensayos sostenía ya lo invisible de diferenciar “gran
conocimiento” a verbo. De ahí en adelante es de donde me surge la pasión por el hecho escritural. No pues,
¿qué crees?: Ya estás mi querido Jazzmen, porque también renegué de la carrera
de músico. Todas las denominaciones y significados que decodifican un escrito
no me interesan demasiado. Roland Barthes tiene su perfección y ya la citaré en
este libro, pero perfección por perfección, es mejor la de Dostoyevski, la de
Milan Kundera o la de Ezra Pound, del cual asumo para mí, la mejor afirmación
que dijo antes de su etapa fascista: “no hagas caso de la crítica de quienes
nunca hayan escrito una obra notable”. (Ezra Pound. El arte de la poesía, p. 9) o usando jerga actualizada podríamos
decir: “contundente o vigorosa”. Obviamente lo que me interesa es el ángulo, la
abertura de la lente. Y hay veces, ciertas veces... que el ángulo de visión
abarca justamente lo que dice la letra que se origina de lo que llamamos
inspiración. Y de estar inspirado a ser inmortal en estos tiempos, prefiero lo
primero, tanto en las reglas de la vida como las de la escritura. Digamos que
cuando el texto poético adquiere el peso suficiente para corresponder con lo
que se trata de enunciar, estamos de hecho frente a una obra y no una ceremonia
literaria, como con razón Octavio Paz llamaba "creadores de artefactos
artísticos" a los creadores de obra sin sustancia: “Cuando un poeta
adquiere un estilo, una manera, deja de ser poeta y se convierte en constructor
de artefactos literarios.” (O. Paz, en El
arco y la lira, p. 17). ¿Cuándo
estamos de verdad frente a una obra poética y no ante un producto ceremonial de
un tipo que se puso corbata y camisa de seda para escribir, y lo que es peor:
convencido del lugar común que reza: “¿El estilo es el hombre”? Nunca lo
sabremos sino llevándolo al vidrioso tema de la crítica. El crítico armado que
lanza su discurso sobre una obra poética, ¿qué tan legítimo puede ser? ¿Con qué
tipo de armas cuenta para preferir un poemario que otro?
Nos preguntamos esto ya que
frente a una novela hay géneros, modos de narrar que hasta cierto punto pueden
llamarse estereotipos o prefiguraciones: llegó la camisa antes que el portador,
es decir, llegó el modo —o en este caso diríamos más exactamente: la forma del
texto en lugar de lo formal de un tratamiento— antes que la materia prima de
trabajo. En esos casos es fácil juzgar la obra calificándola de pobre y de plana. Existen esas mismas
armas para el crítico de novela histórica: juzgando y juzgando se puede llegar
a la conclusión de que una obra puede ser
"muy buena", “digerible” o “pésima” en la medida que pruebe tener los alcances y
la capacidad de erudición de cierto escritor o escritora. Y en la biografía
pasa igual: es un género delicado porque tiene qué mantenerse tocando aspectos
de la vida privada en la medida en que ésta se vuelve pública y vuelve a su
persona todo un personaje: requiere erudición, sin duda. Es cierto que el
panorama antes dibujado existe en cierta forma, pero ¿cómo hacer crítica de la
poesía sin menospreciarla o peor: destriparla? La poesía, según un acertado
escrito inédito de Óscar de la Borbolla, nos coloca delante de lo otro, es
decir, de lo innombrable, de ese otro mundo de riquezas y miserias, de odio y
tenacidad, de ternura y de crueldad donde nos movemos los humanos, es decir, el
mundo del alma, donde todo es turbio y donde todo puede ser lo contrario a lo
que se dijo en un primer disparo, el mundo de la interioridad pues, el mundo
que eres tú mismo en estado de gracia, donde todo va como río revuelto, y que
por lo visto, no ocupa a la mayoría de mis semejantes, pues no alcanzan a darle
una dimensión o una estatura a su vida espiritual frente a las atracciones y el
desasosiego del mundo exterior. Toda esa “muchedumbre de solitarios”, como le
llamaba Octavio Paz, no han salido de la psicología folck y su alienación de
teléfonos celulares “inteligentes” precisamente porque no leen. Les falta el
juicio y el criterio que otorga la diosa lectura.
"¡Poetas! ¡Despierten a
los aletargados!" exclamaba Hölderlin. Retomando el hilo de este ensayo
volvemos a la pregunta y tratamos de plantearla de forma más significativa:
¿desde dónde colocarse para ejercer la crítica de la poesía tratando de ir más
allá del simple gusto personal? Es aquí donde los parámetros fallan o se vuelven
sospechosos. El poema es una totalidad que prefiere identificarse con el
término creación que con el término literatura... Ya que ningún poeta se
atrevería a decir que la poesía es sólo un grupo de palabras consignadas en un
papel. Todo verdadero poeta sabe que la poesía es manifiesta y que brilla en
muchos aspectos de la vida humana: una puesta de sol, un padre jugando con su
hijo, una pareja de enamorados, la noche estrellada. Aunque lo poético está
íntimamente relacionado entre el texto y el momento de la lectura. Pero sucede
que cualquiera que quiera ser poeta debe
comprometerse con causas sociales que defiendan y no permitan trastocar lo que
él considera elementos poéticos: con la vida humana y la calidad de la vida
humana en última instancia. Al poeta atribuyo soledad y solidaridad con la
soledad ajena, atribuyo genio y locura e incluso diría que ese genio y esa
locura es el resultado de la obra que debe mostrar el poeta a los
demás hombres, en un sentido social. Y sostengo que la poesía se emparenta más
con el término creación que con el de literatura principalmente por dos
aspectos: toda obra poética sustanciosa se basa en unas leyes, a menudo marcadas por los predecesores,
pero antes que subrayarlas las niega, no se conforma con encasillarse dentro de
una corriente u otra: se asienta en el mundo de las letras proclamando llamarse
única e irreductible, genuina e incomparable y sólo así podemos juzgar a La tierra baldía, Los hombres del alba, Muerte
sin fin o a Piedra de sol. El
segundo es porque en el momento de la confección el poeta tropieza a menudo con
un silencio —o con una palabra— que entorpece el discurso de su obra y lo
resuelve por medio de la inspiración, tema de textura nebulosa del que Octavio
Paz en El Arco y la lira ya se ha
ocupado lo bastante bien como para querer superarlo.
Bien podríamos decir que en la
medida que esa totalidad creativa del poema destile significado, hasta tal
punto que olvidemos que se trata de palabras en un papel y lo asumamos como una
verdad tangible que se desprende del instante de la lectura y lo carguemos de
cierta sustancia intemporal (que es el verdadero tiempo de la poesía; donde se
juega el todo por el todo, donde no hay nada que decir y todo por decirse), es
que estamos frente a una obra "contundente o vigorosa". Nuestro poeta
puede ser joven como Rimbaud y no haber tocado siquiera una pluma antes de
escribir su obra y sin embargo la obra de Rimbaud es considerada como la de uno
de los poetas más grandes de Francia y que retoma con notable vigor el espíritu
del romanticismo, pero no nos vayamos por el carrilito fácil de lo que la
crítica llama "romanticismo". El romanticismo siempre está presente,
ya es una capa de la mente, como dirían los antropólogos. (¿Después de la capa
del psicoanálisis freudiano habrá la capa del estructuralismo o la filosofía
analítica?) Llamo romanticismo a una postura frente a la vida que se
caracteriza por la negación de dogmas —sociales o literarios— la protesta, el
escándalo como una forma de llamado de conciencia, la exaltación del júbilo
juvenil y la idealización de ciertos tipos de conducta frente a otros que son
tachados de conformistas y de peores vicios con los cuales el mundo se ha
encargado de hacernos partícipes de la famosa frase de Jean-Paul Sartre:
"El infierno son los demás". (De su obra de teatro: A puerta Cerrada) Y en la ciudad de
México, mi ciudad natal, esta afirmación diría que peca de obviedad. Cosificar
y ser cosificado por veinte millones de ciudadanos no es cosa fácil de tragar
en el tránsito de las semanas y de los días de la cotidianidad en ésta ciudad
donde el mayor lujo es el contraste.
Afirmar
que las obras poéticas son buenas o malas, en este país, equivale a preguntar
qué es lo que hacen sus autores, gracias a la estructura del aparato cultural
vigente hoy en día. ¿Su autor es funcionario de la cultura, es becario, es
profesor de seminarios o escribe en Letras
Libres? O ¿acaso es un
bienintencionado que desea escupirle al mundo su propio mundo de palabras? Los
poetas de la primera característica, en su mayoría, tienen el gozo de ser
escuchados y no ninguneados como los de la segunda; cobran buen dinero, son
admirados y hasta son, en algunos casos, aclamados como estrellas de rock como
le ocurrió a Jaime Sabines en la UNAM, donde Los amorosos fue ovacionado como si fuera una canción de Café
Tacuba (“Los amorosos juegan a coger el agua”, decía en su silla de ruedas el
viejo Sabines, y parecía que en realidad decía: “yo declaro como deben de
amarse las parejas: sólo como dice mi poema”. Y los gritos de la multitud
femenina parecían decir: “Sí, que me ame Sabines para que yo también coja (y
coja) el agua y me vaya cantando la hermosa vida”. Recordemos mejor la
vitalidad de su entrada a la sala Netzahualcóyotl en la UNAM esa primavera de
1997 o 1998: la multitud expectante aguarda en la oscuridad, Sabines aparece y
sólo una luz cenital ilumina su libro,
en ese momento, con voz firme, el poeta protesta:
“Quiero que se prendan todas las luces, no me gusta leer para sombras”. Se hace
la luz y el público se desborda en aplausos. Si entran en la segunda
característica, mucho me temo que sean poetas regulares que publican en
revistas cristianas, es decir, que salen cada que dios quiere y eso en el mejor
de los casos, porque bien podrían ser
desconocidos que mejor deberían
dedicarse a lo suyo, es decir, a vivir bien y a ganar buen dinero porque a
decir verdad la poesía, se sabe desde hace siglos, no es oficio rentable. No es
agradable que muchos de los grandes profesores de literatura y poetas opinen
así. Alejandro Aura, el excelente poeta hijo del Cuervo que antes de morir mantuvo
una bitácora en internet como cualquiera de nosotros, cuando llevaba las
riendas de la política cultural de la Ciudad de México, dijo que sólo en la Ciudad
de México existían alrededor de tres millones de poetas, frase que por sí misma
hace sentir vértigo y desconcierto por las pocas ventas de poesía en las
librerías. A pesar de la evidente rivalidad mundo contra poesía, tal parece que
toda la gente secretamente atenta contra el mundo haciendo versitos, desde el
Facebook hasta gente como acción poética que pintarrajean con frases
poéticas espontáneas buena parte de las ciudades del país. Así nos vamos
acercando al panorama de la crítica de la poesía en México y, descubrimos
también que muchos de los buenos poetas (no nos queda más remedio que decirles
así, porque se lo han ganado a base del empeño) son los que critican la obra de
los otros poetas y ellos los que dictaminan si la obra vale la pena leerse para
un público no creador, que en el caso de la poesía, equivale a decir que ese
público ha desaparecido casi completamente. A excepción del gran público que ese
sí, de vez en cuando se revienta una novelita rosa de moda que vuelve enésima
vez millonarias a las editoriales extranjeras. O por otra parte el público
femenino, que no es un secreto que mucho de la mejor poesía mexicana está
actualmente escrita por mujeres. Coral Bracho, Maricruz Patiño, Leticia Luna,
Angélica Santa Olaya y Tedi López Mills son ejemplos a seguir por todos, no
sólo por las escritoras.
Un
hecho que deberían tener muy presente los críticos de poesía es que la creación
poética es en sí misma una crítica de la sociedad y de la vida. Casi todo poeta
en su tiempo y en su momento criticó mediante sus versos lo terrible de la
realidad que le tocó vivir (por ejemplo ahora, algunas mujeres poetas hablan de
los asesinatos de género en Ciudad Juárez y otras partes del país o incluso del
caso Iguala-Ayotzinapa). Todo poeta es un crítico, un inconforme, un
iconoclasta que cierra el puño sobre la mediocridad del mundo y luego lo abre
para mostrar un afluente subterráneo de diamantes, un cielo color de mandarina,
un cuchillo que saca seis filos donde el filo es la esperanza y la alegría de
la humanidad entera.
La primera publicación de Poeta en Nueva York de Federico García
Lorca, por ejemplo, contenía un poema cuyo título, Vuelta de paseo, no puede ser más esclarecedor. Incluso en una de
las últimas y más completas versiones de este poemario preparado por María
Clementa Millán, [editorial Cátedra, 1998; antes de que se encontrara el
manuscrito original de la obra, que ya dio García Lorca para hablar de nuevo]
incluye las fotos que el autor deseaba que tuviera el poemario desde el inicio.
En dicho poema, en su primera estrofa, hablando de una soledad devastadora el
poeta dice: "Asesinado por el cielo" Y la foto que contemplamos es la
Estatua de la Libertad. No puede haber coincidencia en este conjunto de significados
foto-poema. Podríamos decir que el poeta se burla de lo que la sociedad llama
libertad para edificarle una estatua y que aunque podría considerarla bella, se
siente asesinado, asfixiado, ejecutado por el cielo. Es decir, por todos y por
nadie. O por su propia extravagancia, tal vez. Poeta en Nueva York, como
es sabido es, aparte de obra críptica, una descarga de energía bastante
considerable. Una gran Pieza maestra.
Platicando
sobre la situación de la crítica de poesía en México con el poeta y promotor
cultural Sergio Vicario, me comentó que los jóvenes creadores, que aspiran a
becas del FONCA por proyectos poéticos, presentan alrededor de unas setenta o noventa solicitudes, de las cuales
se otorgan únicamente diez o nueve. ¿Cuáles son los parámetros para juzgar la
calidad de las obras presentadas como curriculum?
Gerardo de la Torre, ahora fallecido recientemente, me contestaba simplemente que hay gente
especializada en eso, pero esta
respuesta no me parece demasiado convincente: con esto no quiero caer en suspicacias y tampoco es porque dude del tino en el juzgar de los
jurados, (yo mismo he sido jurado en un premio literario y esa ocasión ganó un chavo
desconocido pero de alta calidad). Lo que ocurre, creo, debería ser un proceso
más completo, casi como un examen profesional, que debería incluir preguntas y
respuestas en entrevista individual, tal vez para profundizar en el hecho de si
el poeta tiene una búsqueda genuina o si sólo es un caza becas, como suele
decirse en el medio.
A pesar de que en una ocasión gané
un premio de poesía dedicado a Efraín Huerta, no me asumo como
"experto" o "profesional" del tema ni mucho menos. Los
expertos en poesía son los hombres y mujeres que, después de la jornada de
trabajo, leen un poema y dicen: “está bueno, me gustó o está chingón” y dos
semanas después leen otro sin buscar subtextos, contradicciones complejas del
pensamiento del poeta, ni nada. El verdadero lector de poesía la asume como un
juego muy serio, igual que el fanático al fútbol, un juego peligroso pero
genial, en realidad (¿ok? ¿what happend to my generation and my dear people?). Lenguaje
muy distinto al del crítico que dice: “ésta es una poesía desbordante de
anáforas, metáforas, prolepsis y analepsis que decantan un espíritu libre, un
auténtico representante de la tradición de x país o corriente poética” La
poesía, como todo el arte, debe tener su corte de invitadores a degustarla; pero
la mejor crítica, la más auténtica, a mi parecer, no es la que la decodifica en
un laberinto de lenguaje especializado y solamente académico, porque así no
avanzamos: la crítica debe reinventar el texto poético, es decir, debe de
seguir poetizando pero por otros medios la misma escritura para que el binomio
crítica y poesía prosiga y no nos quedemos con las grandes definiciones de
autores y críticos canónicos de tal o cual momento histórico; la poesía y la
crítica de la poesía si se entiende bien, debe ser en su más alto nivel crítica
que critica a la crítica, y esto porque la poesía no sería maravillosa sino
expresase una calidad, en el decir, desde el discurrir tipo “poema de largo
aliento” o tipo “poemario con unidad temática” y por tal motivo las
declaraciones de José Emilio Pacheco: “Un rasgo común entre un joven europeo
que ataca con bombas incendiarias un campamento de refugiados y el muchacho que
asalta y viola en los microbuses de esta cada vez más áspera ciudad [es que]
son incapaces de ponerse en el lugar de los demás [porque sin] la oportunidad
de leer, su imaginación y su sensibilidad quedaron muertas”. Palabras dichas al
recibir el Premio Octavio Paz de poesía y ensayo 2003, resultan mucho más significativas, teóricas y
revolucionarias, a pesar de que fueron dichas bajo la presión de la vergüenza
de justificar el acto poético ante la elite cultural y política (como si
Pacheco tuviera que “justificar” a la poesía) que, por ejemplo, leer los poemas
griegos tan mal traducidos y aburridos en la versión de García Bacca, ayudado
en tan descomunal y embarazosa tarea por nuestro mayor erudito y prosista: Alfonso
Reyes, genial ensayista, pero sin tanta emoción poética como Pacheco.
Pacheco nos da una pista: la
poesía debe de ponerse en el lugar del otro, su discurso de aceptación del
premio es soberbio, ahora nos toca a nosotros la pregunta: ¿Cómo hacer poesía
que se ponga en el lugar del otro? Ojo: no es una línea lo que tira Pacheco,
sabe que la poesía debe continuar y habla con esa autoridad después de 40 años
de trabajo. Por principio de cuentas, el “yo” poético desbordante de frondosas
auto referencias simbólicas que a veces usamos los poetas para reivindicar que
tenemos corazón de trueno, deben ya olvidarse. Es más arriesgado entonces,
imaginar lo que pasa por la mente de uno de los personajes que menciona Pacheco
que perdieron la dimensión de colocarse en el lugar del otro. Es decir, llegar
a la otredad de quienes olvidaron al otro. En otras palabras, la otredad de los
ignorantes y los necios y los cabrones, porque indudablemente son un gran
aspecto de la vida contemporánea. Poesía
para albañiles, guaruras y para presidentes: Poesía para raspar oídos, no para
seducirlos. Poesía-insecticida, poemas mata-ratas, no poesía-para-estatuas. Poesía
que hable de cumbias y de la ke buena
de los microbuses, poesía para hacer apologías o parodias de los narcocorridos;
poesía para evitar que truenen las bombas en Belfast, en Chiapas, en Corea, en
Irak o Afganistán, o en Ucrania, donde sea, descubrir al que nunca se ha
asomado a un poema, no al que se siente pletórico y sofisticado por la poesía,
es lo que infiero yo de las palabras de Pacheco. Mirar por medio de la palabra,
los ojos del violador y el asesino y preguntarle: ¿qué es para ti lo imposible,
qué es para ti el hombre y la mujer? ¿qué significa para ti una calle, tal vez
llanto en la memoria o la razón de una venganza? Algo así.
De este desasosiego y este
reto, me rescata también una entrevista radiofónica al finado maestro Rafael
Ramírez Heredia que comentaba que cuando él era joven todo parecía ser
literatura: un taxi que atropella a una señora, la vecina bañándose en la
azotea, unos policías sacando mordida a un automovilista, una manifestación de
protesta, etc. Pero conforme pasan los años uno descubre que en realidad no
todo puede ser literatura tan fácilmente y se afina el oído, la visión y el
gusto. Pero aún así, si llegara la hora de juzgar cuáles poemas son mejores,
los de Estrella del Valle (Bajo la luna
de Aholiba, 1998) o los del propio Sergio Vicario (Barítono de luz, 2000), ambos poetas jóvenes editados por Tierra Adentro, ¿quién se atrevería a
decir cuál poeta es mejor? Mucho me temo que los críticos de poesía de Los
Jóvenes Creadores del FONCA entronizan las palabras de Paz y juzgan mejor o
peor una obra de acuerdo con su alejamiento de una ceremonia literaria, y esto
en el mejor de los casos.
Hablando de los nexos de la poesía
con otras ramas del quehacer humano, algún pensador dijo que "la religión
es la poesía de la humanidad". No comparto esta idea. La religión se
diferencia de la poesía, en primer lugar, por la forma en que podemos
manejarlas. Independientemente de que las religiones asumen valores que todos
compartimos desde ópticas diversas, la religión o las religiones, se presentan
como un discurso que no admite cuestionamiento alguno, son rígidas y dogmáticas,
no dan explicación alguna del porqué las cosas deben ser como ellas las
proponen y lo primero que piden es sometimiento a esas supuestas tablas de la
ley. Comparada con la religión, que lo que pretende es dar consuelo a la psique
y a la vida consciente con la oración, la poesía es exaltación de la
individualidad y descarga psíquica en quien la lee y la escribe, pues expresa
la voluntad individual de la mirada, el gusto, la forma y la conducta. La
poesía sólo pide ser escuchada, por eso es que para lograrlo se necesita
comunión y soledad para compartir su lectura. La religión dice donde acaban las
cosas, la poesía dice donde comienzan. La filosofía busca el porqué de la realidad,
la buena filosofía, como decía Marx “quiere hacerse mundo”, mientras que a la
poesía le ocupa enamorarse y embriagarse de los secretos y los misterios de la
realidad y del mundo. “La poesía es la Lolita de las Bellas Artes”; pensando en
Nabokov: es sucia, inocente, loca y nos lleva al infierno la muy perra. La
ciencia busca las causas últimas de lo existente, se sujeta a la razón y a la
lógica. La poesía dice —y defiende— que la razón y la lógica no agotan las
posibilidades del hombre. En dado caso, me gusta más pensar a la poesía como
ligada a lo sagrado, entendiendo por lo sagrado como la búsqueda y reencuentro
con lo más hondo de nuestra condición humana y que nos hace descubrir que no
sabemos todavía cuáles pueden ser sus límites. (“Nadie sabe de lo que es capaz
un cuerpo”). La poesía es lo ilimitado, su moral es la del derroche. La poesía
es la imagen, sí, pero también es la verdad. ¿Es la verdad? Sí, pero volcada en
jeroglíficos que no todos entienden y comparten. Es lo arrancado y lo que
permanece. Es la constatación de la alegría, de la tristeza, de la camaradería,
de la serenidad del espíritu y también de su irreverencia. Está desligada del
tiempo, pues está emparentada con lo eterno y lo instantáneo. Es infernal, por
supuesto, en el mismo grado que lo es esta vida. Siempre ha sido así, la pesada
cola de la Historia de la Poesía nos indica que para evitar que se reparta el
pan entre la guerra, nosotros debemos escribirla para avisar, para romper la
barbarie y desnudarla, como dijo un laureado poeta en Zacatecas. Pedro Jota
Arbeláez, ese fue.
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