Por: Byung-Chul
Han
En la época
posindustrial y posheroica el cuerpo no es avanzadilla ni medio de producción.
A diferencia del cuerpo disciplinado, el cuerpo hedonista, que se gusta y se
disfruta a sí mismo sin orientarse de ninguna manera a un fin superior,
desarrolla una postura de rechazo hacia el dolor. Le parece que el dolor carece
por completo de sentido y de utilidad.
El actual
sujeto del rendimiento se diferencia radicalmente del sujeto disciplinario.
Tampoco es un «trabajador» en el sentido de Jünger. En la sociedad neoliberal
del rendimiento las negatividades, tales como las obligaciones, las
prohibiciones o los castigos, dejan paso a positividades tales como la
motivación, la autooptimización o la autorrealización. Los espacios
disciplinarios son sustituidos por zonas de bienestar. El dolor pierde toda
referencia al poder y al dominio. Se despolitiza y pasa a convertirse en un
asunto médico.
La nueva
fórmula de dominación es «sé feliz». La positividad de la felicidad desbanca
a la negatividad del dolor. Como capital emocional positivo, la felicidad debe
proporcionar una ininterrumpida capacidad de rendimiento. La automotivación y
la autooptimización hacen que el dispositivo neoliberal de felicidad sea muy
eficaz, pues el poder se las arregla entonces muy bien sin necesidad de hacer
demasiado. El sometido ni siquiera es consciente de su sometimiento. Se figura
que es muy libre. Sin necesidad de que lo obliguen desde afuera, se explota
voluntariamente a sí mismo creyendo que se está realizando. La libertad no se
reprime, sino que se explota. El imperativo de ser feliz genera una presión
que es más devastadora que el imperativo de ser obediente.
En el régimen neoliberal
también el poder asume una forma positiva. Se vuelve elegante. A diferencia
del represivo poder disciplinario ,el poder elegante no duele. El poder se
desvincula por completo del dolor. Se las arregla sin necesidad de ejercer
ninguna represión. La sumisión se lleva a cabo como autooptimización y
autorrealización. El poder elegante opera de forma seductora y permisiva. Como
se hace pasar por libertad, es más invisible que el represivo poder
disciplinario. También la vigilancia asume una forma elegante. Constantemente
se nos incita a que comuniquemos nuestras necesidades, nuestros deseos y
nuestras preferencias, y a que contemos nuestra vida. La comunicación total
acaba coincidiendo con la vigilancia total, el desnudamiento pornográfico
acaba siendo lo mismo que la vigilancia panóptica. La libertad y la vigilancia
se vuelven indiscernibles.
El dispositivo neoliberal
de felicidad nos distrae de la situación de dominio establecida obligándonos
a una introspección anímica. Se encarga de que cada uno se ocupe solo de sí
mismo, de su propia psicología, en lugar de cuestionar críticamente la
situación social. El sufrimiento, del cual sería responsable la sociedad, se
privatiza y se convierte en un asunto psicológico. Lo que hay que mejorar no
son las situaciones sociales, sino los estados anímicos. La exigencia de
optimizar el alma, que en realidad la obliga a ajustarse a las relaciones de
poder establecidas, oculta las injusticias sociales. Así es como la
psicología positiva consuma el final de la revolución.
Los que salen al escenario
ya no son los revolucionarios, sino unos entrenadores motivacionales que se
encargan de que no aflore el descontento, y mucho menos el enojo: «En vísperas
de la crisis económica mundial de los años veinte, con sus extremas
contradicciones sociales, había muchos representantes de trabajadores y
activistas radicales que denunciaban los excesos de los ricos y la miseria de
los pobres. Frente a eso, en el siglo XXI una camada muy distinta y mucho más
numerosa de ideólogos propagaba lo contrario: que en nuestra sociedad
profundamente desigual todo estaría en orden y que a todo aquel que se
esforzara le iría muchísimo mejor. Los motivadores y otros representantes del
pensamiento positivo traían una buena nueva para las personas que, a causa de
las permanentes convulsiones del mercado laboral, se hallaban al borde de la
ruina económica: dad la bienvenida a todo cambio, por mucho que asuste, vedlo
como una oportunidad».
También la voluntad de
combatir el dolor a toda costa hace olvidar que el dolor se transmite
socialmente. El dolor refleja desajustes socioeconómicos de los que se
resiente tanto la psique como el cuerpo. Los analgésicos, prescritos
masivamente, ocultan las situaciones sociales causantes de dolores. Reducir el
tratamiento del dolor exclusivamente a los ámbitos de la medicación y la
farmacia impide que el dolor se haga lenguaje e incluso crítica. Con ello el
dolor queda privado de su carácter de objeto, e incluso de su carácter
social. La sociedad paliativa se inmuniza frente a la crítica insensibilizando
mediante medicamentos o induciendo un embotamiento con ayuda de los medios.
También los medios sociales y los juegos de ordenador actúan como
anestésicos. La permanente anestesia social impide el conocimiento y la
reflexión y reprime la verdad. En su Dialéctica negativa escribe Adorno: «La
necesidad de prestar voz al sufrimiento es condición de toda verdad. Pues el
sufrimiento es objetividad que pesa sobre el sujeto; lo que este experimenta
como lo más subjetivo suyo, su expresión, está objetivamente mediado».
El dispositivo de felicidad
aísla a los hombres y conduce a una despolitización de la sociedad y a una
pérdida de la solidaridad. Cada uno debe preocuparse por sí mismo de su
propia felicidad. La felicidad pasa a ser un asunto privado. También el sufrimiento
se interpreta como resultado del propio fracaso. Por eso, en lugar de
revolución lo que hay es depresión. Mientras nos esforzamos en vano por curar
la propia alma perdemos de vista las situaciones colectivas que causan los
desajustes sociales. Cuando nos sentimos afligidos por la angustia y la
inseguridad no responsabilizamos a la sociedad, sino a nosotros mismos. Pero el
fermento de la revolución es el dolor sentido en común. El dispositivo
neoliberal de felicidad lo ataja de raíz. La sociedad paliativa despolitiza el
dolor sometiéndolo a tratamiento medicinal y privatizándolo. De este modo se
reprime y se desbanca la dimensión social del dolor. Los dolores crónicos que
podrían interpretarse como síntomas patológicos de la sociedad del cansancio
no lanzan ninguna protesta. En la sociedad neoliberal del rendimiento el
cansancio es apolítico en la medida en que representa un cansancio del yo. Es
un síntoma del sujeto narcisista del rendimiento que se ha quedado desfondado.
En lugar de hacer que las personas se asocien en un nosotros, las aísla. Hay
que diferenciarlo de aquel cansancio colectivo que configura y cohesiona una
comunidad. El cansancio del yo es la mejor profilaxis contra la revolución.
El dispositivo neoliberal
de felicidad cosifica la felicidad. La felicidad es más que la suma de
sensaciones positivas que prometen un aumento del rendimiento. No está sujeta
a la lógica de la optimización. Se caracteriza por no poder disponer de ella.
Le es inherente una negatividad. La verdadera felicidad solo es posible en
fragmentos. Es justamente el dolor lo que preserva a la felicidad de
cosificarse. Y le otorga duración. El dolor trae la felicidad y la sostiene.
Felicidad doliente no es un oxímoron. Toda intensidad es dolorosa. En la pasión
se fusionan dolor y felicidad. La dicha profunda contiene un factor de
sufrimiento. Según Nietzsche, dolor y felicidad son «dos hermanos, y gemelos,
que crecen juntos o que […] juntos siguen siendo pequeños». Si se ataja el
dolor, la felicidad se trivializa y se convierte en un confort apático. Quien
no es receptivo para el dolor también se cierra a la felicidad profunda: «La
abundancia de especies del sufrir cae como un remolino inacabable de nieve
sobre un hombre así, al tiempo que sobre él se descargan los rayos más
intensos del dolor. Solo con esta condición, estar siempre abierto al dolor,
venga de donde venga y hasta lo más profundo, sabrá estar abierto a las
especies más delicadas y sublimes de la felicidad».
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