Para mi hermana Lucía
Bayona, cantante y maestra
De ahora en adelante yo soy causa
sui,
alma
mater de mi cuerpo y de mi sombra.
Soy
la causa y el efecto,
la
diferencia entre la tierra y el adobe,
el
cuero y la rebeldía,
la
voluntad y la esperanza.
Penetro
en mi interior por mi oreja derecha y
contemplo
los árboles de un bosque antiguo,
legendario,
irreal pero concreto.
Busco
a tientas entre los sonidos
perdidos
de la memoria.
No
escribo este poema para que me lean,
sino
para ser leído y alguien, recuerde su propia vida
con este
poema perverso que, según dicen, no sirve para nada.
He
dejado en la noche las primeras letras,
los
primeros gestos,
estoy
momificado en una estatua y una sombra
que
va a parir a la luz mi pensamiento.
La
intemporalidad es mi estrategia,
un
carril por donde el viento no pasará,
por
donde las miradas nada atisbarán.
Me
fundamento en la necedad de afirmar la vida
por
este hilito desmadejado de palabras.
Sueño
abarcar la punta azul de este horizonte de leopardos
que
me obliga a dar cornadas a la niebla desde hace años.
Absorbo
la vellosidad de la luz:
gotas
rugosas de un presente fugitivo.
Al
amanecer mis pupilas enfebrecidas recuerdan el paso
de
jóvenes guerreros en noches de lunas de ginebra y hachís.
Para
que el pasado sea fructífero debe tomar la forma
de
un encuentro, de un corolario de tiempos que matan al tiempo
y
las horas: un breve atisbo de pasado, el paraíso: aciagos días
en
que nuestra vida la vivían los otros,
aciagos
días cuando el rostro
aún
no se fusionaba con la máscara, el engaño y la ignominia.
Aquello
fue crecer, dar la vida por noticia vieja, archivarla o
traspapelarla
de los asuntos importantes de sobra conocidos.
Como
abandonar un taxi de un portazo y contemplar las calles.
Lo
único que no se robará la globalización: las calles de nuestro
pequeño
planeta. Y mientras existan las calles existirán los libros:
pequeños
centauros tramados en las calles, en las cafeterías,
en
los bares, en las avenidas, en los parques y terrazas.
Lugares
donde uno espera ser redimido,
por un beso,
por un trago,
por
una pelea o por un canto de flores negras.
Retratos
de una roca: la muerte propia es perecedera,
pero
la especie es perpetua.
Retamos,
fuera de toda coherencia, a la tiranía de la lógica,
y
nos plantamos como demonios en una palabra: ¡causa sui! Principio
de toda historia mítica,
verdadero
manantial de todas las galaxias.
Regreso
a mi exterior y me mareo: ¿dónde estaba antes de comenzar? ¿Penetré por mi oreja derecha
o fui directamente proyectado fuera de ella?
El
hombre es una pregunta cuya respuesta jamás sabremos sino
a
posteriori. El conocimiento es una fuente cuyos frutos
malgastan
la voluntad: ni el poeta más erudito
ha
escapado de ellos.
China,
Roma o el imperio austro húngaro sólo dan de comer
—en
la mayoría de los casos— para un plato de lentejas.
Si
en verdad penetro por mi oreja derecha
jamás
me encontraré en un bosque,
sino
frente a un espejo en el cual no me reconozco,
y
ni mi gemelo inexistente podría revelarlo;
soy
pues, causa sui, fundamento de lo real,
de
la percepción, de la voluntad humana que en mí se representa, pero
para eso me baso en un absurdo,
en
un equívoco, en un tropiezo, en una carcajada que me desmiente y confirma mis sospechas:
la
poesía no salva la vida ni salva ni madre, sólo es un tejido invisible
que
salva al instante,
pero
mediante ello, salvamos la intemporalidad, y si es así,
dejemos que arda
el fuego hacia lo alto, locamente entre
la noche y
entre las
gargantas calcinadas de la noche. ¿Verdad Henry? ¿Verdad Artaud?
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