sábado, 4 de julio de 2015

INDOCUMENTADO



Edgar Omar Avilés 
Salí de Tepalcatepec, mi pueblo natal, porque buscaba ser alguien; estaba decidido a cruzar la frontera.
El pollero arrancó mi dinero: 1,500 dólares, fruto de la venta de dos terrenos, todo mi patrimonio.
—Buen negocio, vato, allá sacarás 100 veces más —y lo guardó en su cartera.
Mis sueños y unas fotografías de los que quiero, o quería, fajadas a la cintura, serían mis únicas pertenencias.
Fueron casi 50 horas de ajetreo en el camión de redilas, amontonado con una veintena de hombres y mujeres llenos de ilusiones, hasta llegar a Tecate Baja California Norte. Luego, guiados por el pollero, caminamos todo un día con su noche, hasta dar con la malla ciclónica que marcaba la frontera. Entonces nos señaló un agujero y dijo:
—Aquí acaba lo mío, ¡córranle con todo!, que si no me los matan y lo peor es que después deportan el cuerpo.
Así lo hice.
Oí disparos, ladridos, llantos, pero yo corrí sin voltear atrás. Hasta caer inconsciente.
Cuando desperté el sol estaba por salir y yo casi a la puerta de una cantina. Al parecer nadie había reparado en mi persona.
—Oiga, me da una cuba —le dije al cantinero.
—¿Traes papeles?
—No, ¿de qué chingados los ocupo para un trago? —a mi alrededor todos se empezaron a reír.
—Si no me muestras documentos ni la hora te puedo dar, ese ¡Lárgate!
Me sacaron entre cuatro.
Seguí el camino que estaba marcado a fuerza de pasos. Comía de la hierba que encontraba, tal como me lo dijo un primo.
Después de varias horas llegué a lo que parecía la civilización, quizás un pueblo nuevo.
—¿En dónde puedo conseguir trabajo? —pregunté a alguien que escuché hablar en español.
—¿Trae papeles?
Moví la cabeza de izquierda a derecha: indiferente se marchó.
En el día intenté que alguien me diera algún dato, al menos el nombre del pueblo. Pero nada, siempre exigían papeles.
Seguí sin un rumbo. Quise pedir limosna, pero me hacían la misma pregunta antes de soltar alguna moneda... aunque de todos modos nadie me hubiera querido vender nada.
El hambre la aplacaba robando panes y frutas.
¿En dónde estaban los miles de indocumentados que se supone debían de haber?, me preguntaba a cada rato.
Después de un mes un viejo tocó mi hombro. Yo le pregunté:
—¿Traes papeles?
—No, pero tú tampoco —contestó aquella voz cansada.
—¿Cómo te llamas...? ¿De dónde eres?
—No lo recuerdo —agachó la mirada—, sólo sé que llevo años en busca de algo.
—Qué mal —dije.
—¿Y tienes fotos? —preguntó en medio de un suspiro.
—Sí —y me disponía a mostrárselas, cuando se abalanzó con una piedra. Me golpeó en la frente. En la semi-inconsciencia vi como me robó mis fotos. Su semblante se descompuso de lo feliz.
Empecé a olvidar cosas básicas. El nombre de mi madre: ¿Ana, Guadalupe, María? El mis hermanos. El de mi novia. Y después el mío, así que decidí llamarme "Yo".
La barba crecida. La ropa deshilachada. El semblante miserable.
Pasaron, tal vez, tres o cuatro meses. Y en la desesperación intenté preguntar de nuevo.
—¿Es de día o de noche, señorita, señor, niño? —pero ya no me pedían papeles, simplemente no me respondían.
—¿Qué es piscar algodón?, ¿qué es algodón? ¡Quién es Yo! —grité frustrado, por un recuerdo añejo, en una plaza. Pero rápidamente callé, con miedo de que me llevaran los de la... MIFA, MIJA, MIGLA... o algo por el estilo. Pero nadie se perturbó con mis gritos, ni las palomas volaron en reproche.
Me desnudé y oriné ante todos, nadie dijo nada.
Entonces me senté a llorar sueños y miedos, para rejuntar los pocos trozos que me quedaban de mí. Después corrí directo a un enorme supermercado. Los de seguridad no me sacaron. Hallé un espejo. Vi que no me reflejaba. Eso significaba poco, en los últimos días me costaba mucho trabajo reconocerme.
Rondé confundido durante semanas, meses, ¿años?
No sabía qué chingados pasaba, hasta que un muchacho tocó mi hombro. Yo volteé para preguntarle:
—¿Tienes papuchos?, ¿pa' pérez?, ¿pape...? ¡Eso!
Él me vio con una mirada larguísima y dijo:
—Perdiste o te robaron tus fotos, ¿verdad?
—Fo-fotos, s-sí, creo que algo parecido.
—Pues recupéralas o consigue otras —dijo en un susurro, mientras me apuntaba con el índice. Comenzó a marcharse.
No aguanté el estrés, la melancolía, el odio o algo así. Y le lancé un puñetazo con un clavo de vía de tren, que siempre cargaba. Se retorció y después quedó inmóvil.
Le arranqué sus fotos.
Con el paso de los días noté que recuperaba la silueta en los espejos; pero ahora era más joven, distinto. La gente volvió a verme con repugnancia y a preguntar por mis papeles.
Soporté unos meses más. Mis ideas se fueron aclarando un poco, luego decidí comprobar una teoría. Sabía que todos siempre portaban sus documentos; era cuestión de esperar a que alguien se descuidara: lo maté de forma rápida. Tomé sus papeles, en ellos se certificaba que era un ingeniero. Escondí su cuerpo bajo unos periódicos y me dirigí a la plaza.
—¿Podría darme la hora? —pregunté a una elegante mujer.
—Claro, son las 6:30 —me respondió sonriendo.
Hay ocasiones en que me confunden con el muchacho, en otras con el ingeniero.
Ahora el desconcierto es tal que empiezo a dudar de si la familia a la que mando dinero es la mía. Ellos siempre me dan las gracias y me llaman “hijo”.
Fácilmente encontré trabajo en una empresa, después me casé y ahora mi esposa y yo estamos esperando un segundo hijo. Ellos nunca sabrán nada sobre mi pasado.
Físicamente soy el muchacho de las fotos; en conocimientos y en los registros oficiales soy el ingeniero de los documentos; y en el alma soy el pueblerino de Tepalcatepec. Todo está bien: he logrado ser alguien... Sólo me incomoda no saber, en realidad, de quien de los tres es la historia que les acabo de narrar.

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