Edgar Omar Avilés
Salí de Tepalcatepec, mi pueblo natal, porque buscaba
ser alguien; estaba decidido a cruzar la frontera.
El pollero arrancó mi dinero: 1,500 dólares, fruto de la
venta de dos terrenos, todo mi patrimonio.
—Buen negocio, vato, allá sacarás 100 veces más —y lo guardó
en su cartera.
Mis sueños y unas fotografías de los que quiero, o quería,
fajadas a la cintura, serían mis únicas pertenencias.
Fueron casi 50 horas de ajetreo en el camión de redilas,
amontonado con una veintena de hombres y mujeres llenos de ilusiones, hasta
llegar a Tecate Baja California Norte. Luego, guiados por el pollero, caminamos
todo un día con su noche, hasta dar con la malla ciclónica que marcaba la
frontera. Entonces nos señaló un agujero y dijo:
—Aquí acaba lo mío, ¡córranle con todo!, que si no me los
matan y lo peor es que después deportan el cuerpo.
Así lo hice.
Oí disparos, ladridos, llantos, pero yo corrí sin voltear
atrás. Hasta caer inconsciente.
Cuando desperté el sol estaba por salir y yo casi a la puerta
de una cantina. Al parecer nadie había reparado en mi persona.
—Oiga, me da una cuba —le dije al cantinero.
—¿Traes papeles?
—No, ¿de qué chingados los ocupo para un trago? —a mi
alrededor todos se empezaron a reír.
—Si no me muestras documentos ni la
hora te puedo dar, ese ¡Lárgate!
Me sacaron entre cuatro.
Seguí el camino que estaba marcado a
fuerza de pasos. Comía de la hierba que encontraba, tal como me lo dijo un
primo.
Después de varias horas llegué a lo que parecía la
civilización, quizás un pueblo nuevo.
—¿En dónde puedo conseguir trabajo? —pregunté a alguien que
escuché hablar en español.
—¿Trae papeles?
Moví la cabeza de izquierda a derecha: indiferente se
marchó.
En el día intenté que alguien me diera algún dato, al menos
el nombre del pueblo. Pero nada, siempre exigían papeles.
Seguí sin un rumbo. Quise pedir limosna, pero me hacían la
misma pregunta antes de soltar alguna moneda... aunque de todos modos nadie me hubiera
querido vender nada.
El hambre la aplacaba robando panes y frutas.
¿En dónde estaban los miles de indocumentados que se supone
debían de haber?, me preguntaba a cada rato.
Después de un mes un viejo tocó mi hombro. Yo le pregunté:
—¿Traes papeles?
—No, pero tú tampoco —contestó aquella voz cansada.
—¿Cómo te llamas...? ¿De dónde eres?
—No lo recuerdo —agachó la mirada—, sólo sé que llevo años en
busca de algo.
—Qué mal —dije.
—¿Y tienes fotos? —preguntó en medio de un suspiro.
—Sí —y me disponía a mostrárselas, cuando se abalanzó con una
piedra. Me golpeó en la frente. En la semi-inconsciencia vi como me robó mis
fotos. Su semblante se descompuso de lo feliz.
Empecé a olvidar cosas básicas. El nombre de mi madre: ¿Ana,
Guadalupe, María? El mis hermanos. El de mi novia. Y después el mío, así que
decidí llamarme "Yo".
La barba crecida. La ropa deshilachada. El semblante
miserable.
Pasaron, tal vez, tres o cuatro meses. Y en la desesperación
intenté preguntar de nuevo.
—¿Es de día o de noche, señorita,
señor, niño? —pero ya no me pedían papeles, simplemente no me respondían.
—¿Qué es piscar algodón?, ¿qué es algodón? ¡Quién es Yo!
—grité frustrado, por un recuerdo añejo, en una plaza. Pero rápidamente callé,
con miedo de que me llevaran los de la... MIFA, MIJA, MIGLA... o algo por el
estilo. Pero nadie se perturbó con mis gritos, ni las palomas volaron en
reproche.
Me desnudé y oriné ante todos, nadie dijo nada.
Entonces me senté a llorar sueños y miedos, para rejuntar los
pocos trozos que me quedaban de mí. Después corrí directo a un enorme
supermercado. Los de seguridad no me sacaron. Hallé un espejo. Vi que no me
reflejaba. Eso significaba poco, en los últimos días me costaba mucho trabajo
reconocerme.
Rondé confundido durante semanas, meses, ¿años?
No sabía qué chingados pasaba, hasta
que un muchacho tocó mi hombro. Yo volteé para preguntarle:
—¿Tienes papuchos?, ¿pa' pérez?, ¿pape...? ¡Eso!
Él me vio con una mirada larguísima y dijo:
—Perdiste o te robaron tus fotos, ¿verdad?
—Fo-fotos, s-sí, creo que algo parecido.
—Pues recupéralas o consigue otras —dijo en un susurro,
mientras me apuntaba con el índice. Comenzó a marcharse.
No aguanté el estrés, la melancolía, el odio o algo
así. Y le lancé un puñetazo con un clavo de vía de tren, que siempre cargaba.
Se retorció y después quedó inmóvil.
Le arranqué sus fotos.
Con el paso de los días noté que recuperaba la silueta en los
espejos; pero ahora era más joven, distinto. La gente volvió a verme con
repugnancia y a preguntar por mis papeles.
Soporté unos meses más. Mis ideas se fueron aclarando un
poco, luego decidí comprobar una teoría. Sabía que todos siempre portaban sus
documentos; era cuestión de esperar a que alguien se descuidara: lo maté de
forma rápida. Tomé sus papeles, en ellos se certificaba que era un ingeniero.
Escondí su cuerpo bajo unos periódicos y me dirigí a la plaza.
—¿Podría darme la hora? —pregunté a una elegante mujer.
—Claro, son las 6:30 —me respondió sonriendo.
Hay ocasiones en que me confunden con el muchacho, en otras
con el ingeniero.
Ahora el desconcierto es tal que
empiezo a dudar de si la familia a la que mando dinero es la mía. Ellos siempre
me dan las gracias y me llaman “hijo”.
Fácilmente encontré trabajo en una
empresa, después me casé y ahora mi esposa y yo estamos esperando un segundo
hijo. Ellos nunca sabrán nada sobre mi pasado.
Físicamente soy el muchacho de las
fotos; en conocimientos y en los registros oficiales soy el ingeniero de los
documentos; y en el alma soy el pueblerino de Tepalcatepec. Todo está bien: he
logrado ser alguien... Sólo me incomoda no saber, en realidad, de quien de los
tres es la historia que les acabo de narrar.
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