El zapatismo
moderno de Chiapas, como hasta en Italia se sabe, como lo sabía José Saramago,
Oliver Stone y, supongo, todos nuestros actores políticos, se ha complejizado
entre muchas otras razones, para no ser lo que se dice, “una causa perdida”. A
favor del zapatismo están todos los valores occidentales provenientes de la modernidad, iniciada en la Revolución
Francesa, y si nos vamos más atrás, la
verdadera modernidad está en Grecia, con el origen del arte teatral, el invento democrático de la
política y el amor al conocimiento con
la filosofía. El concepto neozapatista “mandar obedeciendo” no entra en
contradicción con el invento político griego, luego entonces paradójicamente,
quien tiene un retraso verdadero en el discurso, es el gobierno mexicano que se
empeña en no entender que la solución del problema debe ser tomada con todos
los referentes del panorama internacional, claro, pero si el problema es
nativo, no es de los nativos, sino de los que olvidan el significado y el
fervor humanista de la modernidad, sustituyéndolo con mentiras muy humanas,
pero que también producen miseria, hambre y desolación a un sector muy
importante de la población, que insiste en que la paz no debe ser sólo un
referente diplomático que termina como semi-servidumbre al exterior, sino al
interior como una necesidad, ananké,
en griego, es decir, lo que está ahí, porque tiene que estar ahí. ¿A dónde
irían los tojolabales, los tzotziles o los tzeltales si se instauran las super
carreteras del Plan Puebla-Panamá, los Mac’ Donalds o los JC Penney? ¿Tendrían
Mercedes o Tsurus, calzarían Niké o comerían una Brontodoble? ¿No más bien la
globalización antihumana de las potencias económicas mundiales tendría que
reconocer que dichos indígenas tienen un modo de vida, cultura y visión con
historia propia, historia que no es prestada de ayer ni de hace sólo 500 años,
historia que como la de cualquier pueblo o región, debe ser respetada? Los
gringos se ofuscan si el mundo no se les parece, los británicos les siguen,
luego el gobierno español, como si fuera la época de Cristóbal Colón mandando
todavía tropas a Irak, ¿eso es progreso? La luz de ese progreso alumbra tan
alto o más, como actualmente es alto el edificio de Oklahoma o las torres
gemelas de Nueva York, ¿Qué les pasó a
esos edificios tan altos? Se fueron a la chingada del planeta.
Un conmovedor artículo de Carlos Lenkersdorf aparecido en el suplemento
mensual ojarasca del periódico La
jornada (junio 2003), “Las casas tojolabales nos interpelan”, regresa a los
tojolabales la metáfora de la casa como expresión de la voluntad y el alma de
los que la habitan, lo que en términos literarios el filósofo francés Gaston
Bachelard utilizó para referirse a la casa primigenia como portal y pedestal de
la ensoñación del ser humano: “las habitaciones internas” que descubre el
adulto escritor, que va recogiendo y
reconociendo en la creación del texto, tienen como remanente o correlación la casa o las casas
donde hemos vivido, en ellas se guarda todo aquello que nuestro ser reclama
como auténticamente propio, principalmente la ensoñación y los recuerdos, la
infancia, pues, el primer gesto, los primeros aprendizajes, no están en la
calle, la escuela o la intemperie, sino en la casa, lugar en el que fuimos
depositados antes que en el mundo. La
poética del espacio tiene esta
frase brillante: “ciertamente la infancia tiene mayor tamaño que la realidad”.
Cuyo aire de paradoja significa, volviendo a Lenkersdorf, que los tojolabales
no quieren vivir en la casa grande o la casa del cacique o patrón porque en
ella hay una hostilidad que viene de 500 años para acá: primero tuvo rostro
español y católico, luego priísta y ahora francamente neoliberal. Por eso los
tojolabales, decididamente griegos, decididamente universales, cumplen su
propia ley “mandar obedeciendo” tomando las decisiones que atañen a la
comunidad en la casa grande, la cual es, obvio, un edificio público.
Cuando participé en la Caravana
Mexicana Para Todos Todo, de diciembre a enero del 2002, en el municipio
autónomo Moisés y Gandhi, los zapatistas nos recibieron y nos prestaron para
pasar las noches en esa comunidad una
casa al lado de “la casa grande”, lugar que posteriormente utilizaron los
líderes de la comunidad para definir las respuestas a las preguntas que les
planteamos: que opinaban sobre el PPP, la presencia de los militares, los
priístas, etc. Debatieron toda la noche, mientras al lado nosotros dormíamos;
yo me quedé dormido después de amenizarme el rato con un walkman y las ideas
musicales de La Maldita Vecindad. Al día siguiente regresaron, bajaron de sus
propias casas y nos dieron respuesta.
Para terminar, un comentario de orden estético, las casas de los tzeltales
que yo conocí, eran ciertamente pequeñas, modestas, con suelo de tierra, un
fogón, otros elementos de madera y las paredes eran de tablas alzadas unas
junto a otras, pero que dejaban entrever rendijas por donde se colaba el
viento, pero no lo suficiente para que se colara el viento neoliberal y
tuviéramos que declarar que la vida era una penuria: todo era festín para
nuestros anfitriones, una tasa de café o un par de tacos. Yo me decía: “indudablemente
esta gente vive en condiciones de pobreza y marginación, pero si esas tablas
están separadas lo suficiente para ver fuera, no es porque no les hayan
alcanzado, sino porque forma parte de una cosmovisión: aquí está el hombre y su
familia, su casa, sus animales, pero también comparten como compañero al
viento, al sol, al arroyo, a la milpa… esto es mantener la dignidad a cualquier
precio, o mejor dicho, a lo que no debe tener precio, porque ellos saben, sin
tener que leer a Bachelard, que la casa es el origen, lo primigenio, la razón
de una lucha que lleva 500 años.” La pintura que vi en un Aguascalientes decía:
“podrán cortar todas las flores, pero nunca acabarán con la primavera”. Pero
mejor ya me callo la boca porque luego me dicen que hago turismo revolucionario
o uno que, más allá, me dijo: “te fuiste
de vacaciones revolucionarias”.
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