sábado, 3 de septiembre de 2011

CUENTO-DIEZ MINUTOS-(Suspiro)

PARA GERMÁN CASTRO IBARRA

Checas: Suspiras. Una y otra vez. Recuerdas la última cita y recuerdas estas mismas palmeras y esta misma playa estampadas en la pared, el mismo timbre del primer piso que los demás pacientes apachurran con la desesperación de un cura convocando a campanazos a sus devotos en una mañana que comienza con estallidos de bombas o con la ansiedad que sentirías al ver caminando a tu hijo sobre un techo de vidrio.


La señorita del mostrador ha notado que en realidad no hojeas la revista que tienes en las manos, sino que en realidad transpiras furia gracias a que el doctor De la Fuente se ha retrasado diez minutos para atenderte. Te pide que esperes como disculpándose, ya que los dos saben a la perfección que es culpa suya por ser condescendiente con algún idiota que ha retrasado a todos. Sin darte cuenta casi gritando le respondiste que no hay problema, que no se preocupe, señorita, mientras mirabas las palmeras fijamente y estallando casi a carcajadas porque en la revista que tiembla en tus rodillas aparecen unas palmeras iguales arriba de una güera que bebe cerveza y te comienzas a preguntar si en la playa con tu güera al lado, te acordarías de tu maldito dolor de muelas que no has atendido gracias al carnaval de asuntos que ahora recuerdas que te esperan en la oficina, donde hace menos de una hora te enfrentaste al "tarado de tu jefe", diciéndole que ya le baje, que ya le baje de güevos, imaginando a un grupo de hormigas con cascos de albañil taladrando entre tus dos muelas, que pelean por tener el mismo espacio en tu dentadura.

Y recuerdas que tuviste que salir casi como cobarde de la oficina, diciéndote que no eras cobarde, que si por ti fuera hasta hubieras puesto al jefe en ridículo frente a los demás compañeros de trabajo, puesto que es evidente que el jefe sólo demuestra que es jefe cuando se trata de defender la estupidez; la suya o la de cualquier otro, puesto que para ti todos no vienen mas que a demostrarla, a excepción claro, de tus dos secretarias que tienen las nalgas tan tiernas como las miradas que te lanzan cuando rara vez les dices que se vayan a descansar a su casa.

La pelea entre tus dos muelas se incrementa y no puedes dejar de soltar un grito que tratas de que te ponga de buen humor pero es imposible: Cuando las hormigas descansan vienen otras a seguir con la chamba y agarran los taladros para seguir destruyendo a tu pobre encía y ya no puedes ni siquiera cerrar la boca porque el dolor ha llegado a la encía superior donde las hormigas se empiezan a colgar y escalar por tu saliva para sujetar el taladro y seguir con el trabajo, haciendo ya casi imposible que te puedas concentrar en los dos paisajes de playa que tienes, el de enfrente, bajo una señora vieja con dos niños que berrean y te hacen ver como un idiota y el otro, el que tiembla en tus rodillas donde la güera sigue con su chela invitándote a la playa, a que dejes de sufrir...

Pero no puedes pensar en eso puesto que recuerdas también que al salir de la oficina viste lo que no habías querido ver bien ayer en la noche: Marcela llegó tardísimo del laboratorio y dejó el coche afuera del estacionamiento de la universidad porque creyó que sólo tendría que imprimir un reporte y checar la correspondencia, pero resultó que algún mocoso (¿o algún estudiante?) se le ocurrió hacerle unas rayaduras al coche y Marcela llegó toda sonriente y mojada del pelo por la lluvia mientras tu te pudrías frente al televisor pensando que, ya la neta, era re tarde y te preocupaste, aunque no sabías si realmente era por la tardanza de Marcela o porque el tiempo es el tiempo y la noche sería larga hasta este momento en que todavía diez minutos te parecen el colmo; como si Marcela fuera tan cándida que no se imaginara que ya le has recomendado mil veces que el coche se guarda en el estacionamiento y tan enfurecido como estabas saliste con ella a la lluvia (que tus compañeros de trabajo dicen que es tan poética), y viste con horror esas rayaduras en el coche y ella te vio con cara de perdóname, de no te hagas, que de todas maneras me amas, y tú le dijiste que nomás no la estrangulabas porque te dolían las muelas, y ella se rió y el comentario sólo sirvió para que barajara en tu cara incrédula un par de anécdotas que no te decían nada y la quisiste besar, como antes, como en los viejos tiempos, pero el dolor de muelas te obligaba a reconocer su prioridad.

Pero ahora ya nada de eso importa, sólo diez minutos se interponen entre tú y la salvación encarnada en la dudosa experiencia del doctor De la Fuente, porque si fuera bueno no tendrías nada que hacer aquí y estarías libre, tendrías unos buenos diez minutos de sobra en la oficina, por ejemplo, para llamar a tu secretaria y encargarle que revise tu archivo personal y te sentirías tan feliz y con una vida tan exitosa que harías algo tan ridículo como decirle que se deje de mamadas, que no se haga la eficiente, que la retas a tirar con tu pelota de esponja a la canasta de basquetbol que tienes arriba del perchero de tu saco, y ella se reiría y diría: "¡Hay licenciado... por favor...!" Y tu pensando en su tierno par de nalgas estarías a punto de invitarla a la cama, pero sólo a punto, porque aunque Marcela sea una tarada (o peor aún: una tacaña que no quiere pagar los diez pesos del estacionamiento), también en tu corazón ha impuesto su prioridad. Y empiezas a sospechar que el doctor De la Fuente sabe todo esto y sólo se ha tardado diez minutos porque al paciente que atiende en estos momentos se le ocurrió empezar a contar su vida y el doctor De la Fuente lo escucha con una sonrisa que te dedica a ti y a tu vida con la güera de la cerveza en la playa.

"Mi vida con la güera de la cerveza en la playa...", comienzas a pensar y por un movimiento inconsciente te rascas el cachete pero "¡aouch!", no lo hubieras hecho, porque el dolor lo sientes hasta el cuello como si fuera un ente con vida propia, como si fuera una antorcha al rojo vivo atrapada bajo tus muelas a la que las hormigas acuden con rapidez para avivar su fuego, arrojándole pasto seco o gasolina y entonces el timbre vuelve a sonar, como si toda la Ciudad de México estuviera enferma de las muelas y te das cuenta de la futilidad de todas las cosas, de la estupidez de tu jefe por el asunto del Censo de Población, de tu estúpida canasta de basquetbol en lo alto del perchero, de tus ineptas secretarias de mirada tierna que cuchichean sobre ti en el baño cuando cambian de turno, de la lluvia tan poética, de la rayadura que le hicieron al coche, de la tacaña de Marcela probablemente también, que siempre te insiste con el rollo de que quiere tener un hijo, y observas a los niños idiotas debajo de las palmeras, que lloran o ríen o cualquier tontería mientras la güera te sigue diciendo que te vayas a la playa a chupar y que tener hijos es una tontería, porque los hijos te joden la otra mitad de la vida que ya no pudieron joderte los padres y todo por un dolor de muelas que te obliga a tener la boca abierta como imbécil, dejando que las hormigas salgan y se vayan descolgando de las comisuras de tus labios y te caigan en los brazos, en el cuello, en el pecho, en la corbata, en los muslos, en las manos que miras con tus ojos atónitos, tus manos llenas de hormigas que se te caen hasta los zapatos y sientes que te vas, que un grito profundo te jala hacia adentro, donde sólo hay más hormigas taladrando y otras con ansias de estrenar nuevos platillos que darán a sus hijos y así sucesivamente a los hijos de sus hijos y escuchas una voz que dice desde la puerta del consultorio:

—Pase por favor.

Saltas como felino sobre su presa y te introduces en el consultorio hasta que te sientas en el sillón replegable del dentista con enormes ganas de hablar, aunque no puedes, simplemente no puedes y el doctor dice:

—Disculpe el olor a insecticida, pero acabo de fumigar; con usted sólo tardaré diez minutos.

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