lunes, 22 de noviembre de 2010

RATAS

En el blog de nuestaaparenterendicion.blogspot.com acabo de leer un texto de un filósofo español que no puedo sino difundirlo: Acá está entero: domingo 21 de noviembre de 2010El filósofo Miguel Morey nos manda un texto sobre el miedo. RATAS La historia es bien conocida. Estamos en 1984, en el seno de un Estado totalitario controlado por un Gran Hermano que todo lo ve y todo lo oye. La sociedad tiene la estructura gregaria de una inmensa colmena: en el estrato más bajo, las masas de trabajadores entregadas a la producción de armas para una guerra interminable; en el medio, el estamento burocrático que mantiene en funcionamiento todos los resortes del Estado; y en lo más alto, una elite que ejerce un control absoluto sobre todo el aparato ayudándose con las más refinadas tecnologías físicas y psíquicas, entre las que destaca la manipulación del lenguaje (la "newspeak") llevada a cabo por el Ministerio de la Verdad: "la guerra es paz", "la libertad es esclavitud", "la ignorancia es fuerza"… En este contexto, el protagonista, Winston Smith encarna la figura del rebelde empeñado en tratar de salvar su vida consciente mediante la recuperación del lenguaje y el ámbito de experiencias que éste permitía antes de quedar neutralizado por el totalitarismo político. Desde el principio, el sesgo obligadamente trágico de esta rebelión quedará anticipado en el diario del protagonista cuando escribe, convirtiendo en aporía los hábitos paradójicos de la nueva lengua propagandista: "hasta que no sean conscientes no se rebelarán, y hasta que no se hayan rebelado no podrán ser conscientes"… Poco a poco, Winston Smith irá comprendiendo que su lucha por redescubrir y reconquistar su conciencia es una guerra perdida, su derrota es tan sólo cuestión de tiempo. Finalmente, sorprendido en una cita secreta de amor, en flagrante violación de la norma que hace de cualquier relación sexual un asunto demográfico, es encerrado en la cárcel y sometido a tortura hasta quedar convertido en un autómata. En la recta final del relato, O'Brien, el torturador, le dice: "El dolor solo a veces no es suficiente. Hay ocasiones en las que el ser humano soporta el dolor y lo soporta hasta la muerte. Pero para todo el mundo hay una cosa insoportable…". Entonces, le muestra una máscara de alambre unida a una jaula en la que están encerradas unas cuantas ratas vivas, hambrientas. Y mientras le coloca el artefacto en la cara, le dice: "He accionado la primera palanca. Ya comprendes el funcionamiento de este instrumento. La careta quedará ajustada a tu cara sin dejar ninguna salida. Cuando presione la otra palanca, la puerta de la jaula se levantará. Estas bestias hambrientas saldrán como balas. ¿No has visto nunca los saltos que pegan las ratas? De la misma manera te saltarán a la cara y se clavarán allí. A veces atacan primero los ojos. A veces agujerean las mejillas y devoran la lengua…". Presa del pánico más atroz, Winston Smith acaba por comprender que la única manera que tiene de evitar el suplicio es interponer a otro ser humano, el cuerpo de otro ser humano, entre él y las ratas. Entonces grita: "¡Hacédselo a Julia. Hacédselo a Julia! ¡No a mí! No me importa lo que le hagáis. Cortadla a pedazos, trinchadla con huesos y todo. ¡Pero no a mí! ¡Julia! !No yo¡". Algún tiempo después, en el curso de un fugaz encuentro con Julia, el tiempo justo para que el lector vea las cicatrices en su rostro, ambos confiesan su mutua traición. Julia explica: "A veces te amenazan con algo, algo que no puedes soportar, algo en lo que no tienes ni el valor de pensar. Y entonces dices: No me lo hagáis a mí, hacédselo a cualquier otra persona, hacédselo a Fulano o a Mengano. Una vez que todo ha pasado, a lo mejor querrás pensar que tan sólo fue una escapatoria y que sólo lo dijiste para detenerlos y no de corazón. Pero no es verdad. En aquel momento, es aquello lo que quieres decir. Estás convencido de que no hay otro medio de salvarte y decides salvarte de esta forma. Quieres que se lo hagan a otra persona…". Y concluye: "Una vez que todo ha pasado, ya no experimentas nunca más hacia la otra persona los mismos sentimientos". Lacónicamente, Winston Smith corrobora: "No, ya no vuelves a sentir lo mismo". En la inminencia de la bala que ha de atravesarle finalmente el cerebro, los últimos pensamientos de Winston Smith podrían perfectamente haber repetido las palabras de despedida del humorista andaluz Pedro Muñoz Seca ante el pelotón de fusilamiento, el 28 de noviembre de 1936, en Paracuellos del Jarama: “Podréis quitarme con vuestros fusiles los bienes, la libertad, la vida. Pero hay una cosa que no me quitaréis, y es el miedo”. II. Todos los animales sienten el miedo. Los expertos nos dicen que se trata de un esquema adaptativo, un mecanismo de supervivencia y de defensa surgido para permitir al individuo responder ante situaciones adversas con rapidez y eficacia. Pero para los hombres, para ese animal extraño que existe en su propia memoria (en la memoria infinitesimal que nos permite acabar una frase, transitar del querer decir al haber dicho, cumplir ese trayecto en el que el animal que somos se juega su condición de humano), para ese animal extraño el miedo es algo mucho más complejo, porque ha aprendido a conjugarse en todos los tiempos, modos, aspectos, y personas que tiene el verbo. De este modo es como si el miedo dejara de pertenecer a la inmediatez de lo que sobreviene, dejara de ser una reacción de alerta, para pasar a ser algo que está siempre presente. Los mismos expertos nos dicen que la extirpación de la amígdala parece eliminar el miedo en los animales, pero no así en los humanos, dado que en ellos el mecanismo del miedo interactúa con la corteza cerebral y otras partes del sistema límbico. La conciencia, esa forma de memoria mediante la que nos sostenemos en el presente, no puede ser tal sin ser también y ante todo conciencia de la propia finitud, de la inevitabilidad de la muerte. Y el miedo a la muerte será así, para el animal consciente, la matriz misma de todos sus miedos, el índice de su fragilidad. A partir de esa certeza comenzarán los mil y un negocios con el miedo. Cuando O'Brien le acerca la máscara-jaula al rostro de Winston Smith le dice que se trata de un suplicio chino, inventado hace miles de años. Es muy posible que fuera cierto, pero tortura y suplicio no son lo mismo. El suplicio es un arte de los dolores insoportables, una estética de carnicería. La tortura es otra cosa, en la tortura hay siempre un silogismo implícito, un imperativo condicionado que sobrevuela la escena: si no obedeces, entonces… El dolor se da por descontado, pero el punto donde se apoya toda la presión es sobre el miedo, el miedo al futuro, a lo que ocurrirá irremediablemente si no se obedece. Por ello no sería improbable que cualquier torturador iletrado supiera más acerca del miedo que el más estirado de los fenomenólogos… Cuentan de Zenón de Elea, el sabio arcaico griego, que, siendo sometido a tortura por el tirano, se cortó la lengua con los dientes y se la escupió al rostro del torturador que le exigía que delatara a sus compañeros de conjura. Poco antes, al preguntarle éste de qué le servía ahora la filosofía, había respondido: para despreciar a la muerte… Y sí, esta es la otra cara de la moneda. Ante ese miedo siempre presente, ante esa conciencia que es conciencia de la propia muerte sin más alivio que la distracción, los automatismos o cualquier otra forma de inconsciencia, ante esa administración de los miedos por parte del poder, infatigable, de pronto, es como si hubiera surgido una respuesta, la otra cara de la moneda. El tirano, el torturador puede tratar de especular con el miedo de su victima hasta reducirla a mero autómata tal vez, pero ¿se pondrá a salvo con ello de su propio miedo a morir, acallará de este modo su conciencia? Frente a ese uso predador del saber de la propia finitud, el sabio propone una alternativa, una salida quizá: tomar esa conciencia de la inevitabilidad de la muerte y desde ella ponderar el valor de todas las demás cosas del mundo, y no al revés, imaginando la muerte desde el acomodo en el mundo de las cosas. Cuando el príncipe Gautama sale por vez primera de paseo y descubre el dolor, la vejez y la muerte, ¿qué descubre en realidad? Lo que descubre el Buda entonces es la inevitabilidad de lo que irremediablemente ha de ocurrir, lo que por tanto hay que aprender a no temer. La lección de los sabios, el culto a la sabiduría comenzará entonces, adoptando mil formas dispares, pero manteniendo un hilo rojo común, que será precisamente ese, imaginar el modo de ponerse a salvo del miedo, no abdicando de la conciencia sino llevándola a su punta más extrema y luminosa. La filosofía recogerá desde su mismo nacimiento esa herencia, no en vano se nombran los filósofos a sí mismos amantes y aprendices, amigos de la sabiduría: toda la obra de Platón pivota alrededor de la ratificación final que, con la ejecución de su condena a muerte, da Sócrates a su actividad mayéutica. Y en Las vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres de Diógenes Laercio abundan ejemplos como el de Zenón, la misma escena, el tirano tratando de hacerse con el ánimo del filósofo mediante la tortura y el filósofo respondiéndole desde el desprecio y la distancia. Ésta fue la respuesta de los filósofos a toda forma de tiranía, a cualquiera de las administraciones del miedo. Y gracias a ellos pudo existir eso que llamamos espíritu. Epicuro o Séneca nos han brindado las formulaciones más conocidas de esa melete thanatou (meditación sobre la muerte, praemeditatio malorum para los latinos) que es el atletismo sostenido sobre el que se levanta su fortaleza, su ánimo. Y en el primer paso a dar casi todos los sabios coinciden: debe distinguirse entre las cosas que dependen de uno y las que no, uno debe ocuparse de las primeras y desocuparse de las segundas. No depende de nosotros el momento en que llegará la muerte, la actitud con la que la encararemos sí. Muchos siglos más tarde, también Descartes, en su Discurso del método, parece todavía sostener una cierta memoria de esa vieja respuesta del filósofo ante las tiranías. "Mi tercera máxima fue – escribe – tratar siempre de vencerme a mí mismo más bien que a la fortuna y a cambiar mis deseos antes que el orden del mundo, habituándome a creer que no hay nada que esté enteramente a nuestro albedrío, fuera de nuestros pensamientos…". Pero allí ya es la razón y no el espíritu quien habla. III. En el primero de sus grandes textos, conocido generalmente como Historia de la locura, pero cuyo título original era Locura y sinrazón. Historia de la locura en la época clásica (1961), Michel Foucault se empeña en llevar a cabo la historia moderna de la partición que separa razón de sinrazón, locura y enfermedad mental, como es sabido. Pero lo que hace es algo más que un mero ejercicio de historiografía, porque el efecto moral, la problematización que obliga a llevar a cabo al lector atañe no tanto al pasado cuanto al propio presente, y es demoledora. Lo que se nos cuenta sobre la locura no hace sino decir la historia del reverso oscuro de la racionalidad moderna y contemporánea, esa misma desde la que hoy pensamos – y alumbrada por esa luz negra, la historia resulta enormemente esclarecedora. La historia podría comenzar como una buena parábola, desplegando su "érase una vez…" a partir del edicto de fundación del Hospital General de París (27 de abril de 1656), éste sería el acontecimiento institucional que inicia el movimiento: "Queda prohibido a todas las personas de todo sexo y edad, calidad o nacimiento, sea cual fuere su estado en el que se encuentren, válidos o inválidos, enfermos o convalecientes, curables o incurables, mendigar en la ciudad y barrios de París". Por aquel entonces hay más de 40.000 mendigos vagando por París, capital que cuenta con 425.000 habitantes, cerca de un diez por ciento pues. El objetivo inmediato, explícito, es la represión de la ociosidad y por ello el edicto amenaza por igual a todo aquel que no pueda justificar sus medios de vida: se trata de un primer paso hacia la imposición moderna de la laboriosidad forzosa, un paso policial. Y en este desplazamiento, incluso la Iglesia misma cambia de registro: rápidamente procede a una desacralización de la pobreza y deja de hablar de los pobrecitos de Dios, que se alimentan por obra de su bondad, como los pajarillos del cielo (Mt 6, 26), para pasar a enarbolar amenazas como las contenidas en la parábola de los talentos (Mt 25, 14): "A todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará…". La vasta red de leproserías con la que cuenta Francia, vacantes casi desde el final de las Cruzadas, va a ser el soporte institucional que permitirá el encierro indiscriminado de todo aquel que no pueda justificar medios de vida, dando como resultado una amalgama humana absolutamente heterogénea: el pícaro, el tullido, el libertino, el cazador furtivo, el vagabundo, el mendigo, el maleante, el tonto del pueblo – todos van a acabar coincidiendo en los nuevos espacios de encierro. Una vez allí, la gran ley que como una cantinela modula cada rincón de ese espacio es clara: Si no trabajas, no obtendrás la libertad… Y será ésta la primera gran discriminación que permitirá comenzar a identificar a la locura como tal, en un sentido moderno. Porque el libertino, el maleante, el pícaro rápidamente comprenden, poco a poco todos van comprendiendo cuál es el único modo de salir de allí. ¿Arbeit macht frei? En todo caso, poco a poco, todos van cediendo ante el miedo a lo que ocurrirá si no obedecen, un encierro interminable – el imperativo condicionado, el silogismo elemental de todo poder, poco a poco va imponiendo su ley. Y sin embargo, he ahí que queda un resto, quedan unos cuantos que no entienden, que no se avienen, que no pueden, no quieren o no saben entrar en razón. Ellos van a ser la cantera sobre la que comenzarán a perfilarse las figuras de la forma moderna de la locura, destinada muy pronto a ser enteramente medicalizada como enfermedad mental. Convertida así en parábola, el punto de partida de la historia encubierta de la razón que Foucault nos cuenta podría muy bien ser éste. Y en caso de ser así, habría que ponderar con cuidado aquella nerviosa afirmación suya de 1977, "la torture, c'est la raison" – por si acaso fuera algo más que la boutade gauchiste que aparenta ser. Según la etimología más probable, la palabra "trabajo" provendría del latín, tripalium, literalmente "tres palos", un instrumento de tortura que al parecer se utilizaba con los esclavos. IV. Se recordará que cuando W. Benjamin quiso caracterizar lo específico del fascismo, en tanto que forma eminente de tiranía durante buena parte del siglo XX, subrayó dos rasgos distintivos: en primer lugar, la estetización de lo político; y luego, la guerra. De entonces a acá, se nos ha tratado de meter miedo de modos muy variados, desde la amenaza nuclear o el sida hasta la gripe A y la crisis económica, pasando por el advenimiento del milenio, el terrorismo o el cambio climático. Aunque probablemente hoy los viejos jinetes del Apocalipsis siguen siendo los que siempre fueron: la enfermedad, la guerra, el hambre y la muerte. Si en el mundo que nos dibuja G. Orwell la institución encargada de la falsificación y la propaganda se llamaba Ministerio de la Verdad, no resulta difícil conjeturar cuál será el nombre de las instancias que apacientan hoy estos miedos. Su eficacia, en el seno de una estetización generalizada de lo público, está más que probada: son capaces tanto de llevarnos a creer que nos atacan los marcianos como de hacernos olvidar que, en el fondo, Mickey Mouse no es más que una rata. MIGUEL MOREY (barcelonés, 1950), catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona, traductor de G. Colli, G. Deleuze y M. Foucault, ensayista, autor de Lectura de Foucault (1983), Camino de Santiago (1987), El orden de los acontecimientos (1988), Deseo de ser piel roja (1994, xxii Premio Anagrama de ensayo), entre otros. Última publicación, Robert Wilson (2003), en colaboración con Carmen Pardo.

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