jueves, 29 de noviembre de 2007

El Fugitivo..

Sí, yo voy huyendo, En mi corazón la noche se disfraza de corazón, En mis cabellos el viento se disfraza de cabellos, Mi rostro está tan oscuro que los astros han volado mis márgenes. En las esquinas están los avisos, se promete mi captura, Se promete mi iniquidad, le dan un apodo a mi degüello, lo hacen risible; Y yo trato de escaparme de esa forma de morir, De ese cincel con que quieren modelar mis facciones. Y no puedo responder porque mentiría, porque pediría perdón de rodillas, Mis lágrimas volverían a ser falsas y se dejarían visitar por la luna, Por el romanticismo de un jardín y una muchacha esperándome. Una palabra, una historia arremansada en sus aguas como un barco que va a ser carenado, Una historia de amor desgarrada y zurcida después convenientemente; No, mil veces no, maldito sea yo y todos los que me rodean. Los que me aplauden mienten, los que me niegan mienten; Soy el falso profeta que nadie esperaba, Soy mi hermoso recuerdo, soy mi falso recuerdo, soy el tigre de la oveja Y la oveja del tigre en un antro de espejos. Por eso he huido, pero huir puede ser una forma literaria, un regodeo ante mis perseguidores, Y el antifaz azul de la noche está sobre mis ojos como mi propia carne; Por eso no dicto el amanecer, por eso no gozo el producto de una supuesta gracia, Ni estoy enrolado a ninguna adivinación. En mi palabra no almuerzan la advertencia ni el resguardo, La súplica o la dádiva, Con mi palabra no alimento tampoco a los muertos, A los que llevan una antorcha apagada en lugar de sonrisa, Una mueca nocturna en lugar de lágrimas, Una cabeza degollada —la propia— como feroz alimento. Huir en las sombras, repetir la equitación del alma; Un alto disfrute para el amor, alcobas como viejas danzas de imitación y Dudoso deslumbre, Mujeres encantadas por un brillo y por una estirpe que memora en los cuerpos la rosa de mar de la juventud. Yo iba huyendo de otros como se huye de uno mismo, De la propia palabra condenada al corazón de su propia impureza, A la armadura de su propia memoria. Dadle mis huesos a vuestros perros y ustedes también terminarán inoculados, Porque la rabia es un alimento pernicioso, Una mordida así en el alma equivale a un descrédito de los ojos Con que el amor os ha regalado. Implacable ley aquella que ha sido plantada en el árbol de la medianoche; Cenicientas y príncipes retornan a sus casas cubiertas por el polvo De las falsas adivinaciones, Y la inocencia se disuelve en un puñado de arena que levantan las pisadas de las cabalgaduras diligentes y ridículas de los funcionarios de la Razón y la Ciencia. Debo advertirles, sin embargo, que no puedo odiarlos como quería; Comí entre ustedes, compartí vuestro pan y vuestro vino, compartí vuestras mujeres, Y en la sobremesa también yo dije bromas amables, supe portarme como hábil cortesano, Hice mías vuestras fórmulas de progreso, amé a vuestras hijas en secreto —la soledad de mi cuarto puede narrar esto mejor… Ahora huyo, perro mojado con el pelambre gris pegado a la carne, Huyo sin saber de quién ni por dónde, Y esos edictos en las esquinas no hablan de mí sino de aquel que fui, Piden la cabeza que ya no me pertenece ni tengo, piden la palabra que ya me abandonó y abandoné. En suma, hablan de otro, y mi huída no tiene otra causa que evitar el encuentro con ese otro Y ver cuando lo traigan a la Plaza de las Ejecuciones, maniatado, rodeado de soldados, Bajo el sol radiante de la rechifla, la recriminación, La burla y los sobrenombres groseros, En esa futura mañana de la que ahora trato de escaparme. José Carlos Becerra.

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