LA
MUERTE SE QUEDA…
Esta noche se me antoja
para
cerrar mi ventana marchita
y tomar mi
grueso tratado de ontología, no para nacer en el libro,
como profetizaba Mallarmé,
sino para decir y poder rematar la rima,
para repensar por qué
uno lee y en ciertas ocasiones,
la lectura es una fiesta
que nadie determina a través del tiempo,
pero en la que
Schopenhauer puede terminar diciendo:
“todo va bien muchacho,
todo va bien”.
Lo que sí determina es
sostener la palabra escrita
en el alma propia en un
día cualquiera,
como sucede con el
deseo, que es un holocausto,
la
tráquea y el esqueleto que se rinden
ante quien
ya no esperaba eso.
Es
como un pájaro ciego que escapa de su jaula
y
vuela de aquí, de cualquier parte.
Con
itinerario fantasma y geometría que nunca,
como
toda la anarquía, reconoce ni el poder que genera
ni
en el cual alguien más actúa,
jamás retornará
a nuestras manos
aunque
su ausencia nos llena
las
manos de pura palabra muerta.
Esas
palabras muertas que son la vida,
la
exploración y la desidia.
Es
la hora de mancillar esos ritos,
el
hueco enorme que deja la pregunta
cuando
excava en la pérdida,
con
esos dientes de moralidad pagana
para
encontrar un mundo enmascarado.
Yo
lo sé, sin embargo, la imaginación poética
es
rebelde a dejar como testimonio mi desdicha emparedada.
La
poesía es un beso que rebana las costillas,
una
voz rotunda que grita que no sirve para nada,
para casi
nada, con excepción de lo impostergable.
Es
un júbilo insaciable que no le rinde cuentas al
mejor
disfraz de la muerte: la perra necesidad.
Donde
hay necesidad no puede escucharse la poesía,
Pero
cuando la poesía resuena en voz clara y ronca
la muerte se
queda, aunque sea momentáneamente,
claramente
vencida y disecada, la pobre putilla.
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