Me recuesto
sobre la tierra. Un cielo gris flamea sobre la ciudad de México. Una muchacha
absorta en su soledad me escucha a través de este texto que nunca he escrito y
desde que subí a la cima me ha dado vueltas por la cabeza, al igual que un
campesino de tierra caliente le da vueltas
su turbante de mosquitos. Me he detenido a pensar que será y que no
será, como la sangre con su trotar de caballos negros me escurre por dentro, en
el mausoleo de todas esas viejas ideas que he tenido y que ahora están
enterradas y muertas. Pero junto a mi está mi sombra, muy tierna ella, con su
sombrero y un gato crispado jugando en su regazo. Mi sombra es el sultán de mi
deseo y de mi destino; sujeto su dentadura como si fuera sujetar un bosque y la
siento fuertemente encadenada a mí cuando expele el humo azuloso de su cigarro;
yo soy el mar de su ballena entristecida por la memoria de lo que no le tocó
vivir y de lo que huyó dejándome a solas
con mi carne. Cierro los ojos, una enciclopedia se abre y deja escapar gaviotas
y murciélagos; lenguaje de fayuca y almacenes de prestigio en estampida cuando
mis ojos se cierran. No sé lo que será de mi sombra cuando mis ojos se cierran;
tal vez se trepe a un árbol a buscar al gato que la ocupaba, tal vez me apuñale
con cuchillos que yo no oigo, tal vez me abandone y sólo puedo pensar —digo que
pienso porque sólo lo que pienso puedo tratar de despejarlo como una ecuación y
dejarlo solo en el papel, mientras que
cuando tengo cerrados los ojos no puedo estar seguro si estoy pensando o estoy
cayendo, como en un sueño— como decía, sólo pienso que tal vez la muchacha me
sigue leyendo, y su lectura da fe de que alguien que cierra los ojos no es
inútil porque imagino la frondosidad de sus ojos desplegándose sobre mis
palabras y quiero tocar su fondo, su sentir, quiero asomarme en la ciudad donde
ella vive que, aunque es la misma en la que yo habito y en la que yo viajo por
los túneles del metro, es también otra; otras son sus ausencias, sus malestares,
mi sombra en su presencia sólo la consignan estas palabras, pero por medio de
estas palabras la escucho y le digo: tienes razón, la has tenido siempre, (y
ahora no sólo cierro los ojos sino los aprieto con la fuerza de un huracán que
de golpe, instantáneamente, arrasa con la ciudad que había contemplado), y la
muchacha, como es listilla, se ríe, dice gracias por darme la razón y me
olvida, se dedica a sus actividades y ahora yo la empiezo a escuchar, escucho
sus tacones bajando la escalera... ¿a dónde irá? Me dan ganas de gritarle:
"¡cuidado, la vida es una trampa, si no las sabes esquivar acabarás en la
tienda de artesanías de la muerte!" Y algo hace clic —aunque no
exactamente clic, pero clic es la mejor manera de decirlo con el alfabeto que
nos ha tocado— y ese clic me distrae y hace que abra los ojos y veo una familia
parada delante de mí y lo primero que pienso es en pararme del suelo, aunque a
decir verdad me la paso muy bien en el suelo en este momento, he intento hacer
un ademán a la familia, un saludo o algo, porque a decir verdad, en esta parte
de la ciudad no hay muchas familias y menos en esta postura, todos sonrientes
como si se les fuera a entregar una medalla, sin verme siquiera, y en este mismo momento les cae un látigo de luz fugitivo que los
embellece y los vuelve planos, y yo me digo que ese látigo no puede ser mas que
el del flash de la cámara que hizo clic y después todos se van y me dan las
gracias, aunque yo no sé por qué, ya que yo en lo que estaba pensando es que la
literatura moderna cada vez pierde más descripción e imagen y que la palabra
misma enlazada con otra palabra —por ejemplo una cola de caballo en la nuca de
una mujer, aunque no sea la mejor imagen literaria, pero en esa estaba
pensando— es lo que queda, pues el cine y la televisión, por no decir la
computadora, se han robado todas las imágenes y cuando uno lee un libro es
odioso imaginarlo como una película, ya que el fin de la literatura no es
propiamente ver como se ve una roca, una toronja o una cola de caballo en la
nuca de una mujer, por ejemplo, sino meditar viendo o mejor dicho una
meditación paravisual, aunque esto suena horrible. Y yo me digo: ¿por esto me
dieron las gracias? Bueno, qué amables, pero tal vez es demasiado; yo sólo le
doy las gracias al de la vinatería cuando quiero oír un buen blues y asarme el
pecho con el calorcillo de un generoso whisky y saco la lengua y olfateo como
serpiente la guitarra de la siguiente canción que deseo escuchar en honor a
Ezra Pound y de repente algo se me acomoda y siento un ronroneo que me da tanto
miedo que sólo puedo mirar el cielo rasgado y sentir como mi sombra se me
acomoda de nuevo con su gato y me coloca la cámara que había traído yo acá para
sacar fotos.
MARCOS GARCÍA CABALLERO
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