miércoles, 5 de enero de 2011

NI NEGACIÓN IRREDUCTIBLE NI MUTUO CONSENTIMIENTO

Entregado a la soledad el poeta busca la comunicación con los otros hombres a partir de lo que su soledad fabrica. Lo más propio, lo más exclusivo, lo que el poeta defiende en lo profundo de su acto creativo es el milagro de la subjetividad propia y el vigor exaltado de la imaginación que bate a contracorriente de la mera instrumentalización, la propaganda o la técnica. En El arte de la novela, Kundera ironiza sobre esa desdichada y temida soledad de la cual nos han hecho creer en el mundo moderno que es una trampa y de la cual sólo cabría esperar su llegada como una maldición. Es esta maldición, ni más ni menos, la ardiente verdad del poeta que, como ya nos lo ha mostrado Octavio Paz y otros como Efraín Huerta o el prosista José Revueltas (la tríada de los escritores hijos de la Revolución Mexicana, los tres nacidos en 1914), irrumpe fuera del tiempo administrado oficialmente como pasado, presente y futuro, este tiempo lineal en el cual —y solamente en éste— es en el que se da la convivencia y el trabajo. El poeta, nostálgico de ese momento que no ha llegado ni nunca va a llegar —el presente— compone su discurso a partir de la melancólica soledad en la que ese momento siempre ausente, siempre fugitivo, lo que ha sido volverá a ser y lo que está por venir se presenta tentativamente como inmóvil cuando la fuente nombra y toca a cada cosa con su velo enamorado del secreto. Este secreto, llamado algunas veces inspiración o condena fue la espada con la que las vanguardias artísticas de este siglo que termina esgrimieron como la capacidad de autoinvención del nuevo arte. Octavio Paz llama a ésta como la grandiosa ignorancia de Bretón: "Todavía no sabemos lo que es la inspiración". Ni Freud pudo con ella. Este discurso exaltado y abrupto del que brota y se alimenta la poesía, precisamente por crear su propio tiempo, resulta para nuestras mentes clavadas objetivamente en la inmediatez de la vida, difícil de asimilar de un sólo golpe. "La poesía sólo toca las puertas del que la sabe escuchar", ha dicho Piña Williams. En nuestra percepción esos toquidos suenan como los vientos en los que —solamente si lo sabemos reconocer— admitimos nuestra soledad como la admite el poeta. De tomar conciencia del horizonte de soledad del que venimos y al que irremediablemente tendremos que llegar, con la muerte, la poesía se nos presenta como auténtico aliento, tal es la apuesta poética de Sergio Vicario, publicado ya en el año 2000 en Tierra adentro con su poemario Barítono de Luz. El poemario El pan del mundo se nutre precisamente de la negación de lo que la poesía resulta para ojos poco inteligibles más prestos a censurar y a encasillar que a comprender. De que el poeta es un loco, es cosa tan vieja como vieja es la filosofía y la costumbre de reírse de los filósofos. Sergio Vicario no vacila al nombrar la distancia entre el loco y el poeta: "El loco, es curioso, enloqueció de palabras, y ahora, sólo unas cuantas de ellas retumban en su cabeza. Porque en la mente del loco hay más humo que ideas, también: pinturas rasgadas, ojos dilatados, jardínes deliciosos y bocas que se antojan como un vuelo de nocivas aves." Pero es que todo el poemario está loco; Sergio Vicario apuesta desentrañar esa bilis diabólica por la cual el loco es poseído. Sí, es el huevo de Colón, pero hay que volver sobre él y analizarlo para nombrar lo que la locura —negación de la realidad— y la poesía —negación del tiempo lineal— tienen en común y lo que las opone irreductiblemente. David Huerta ha dicho que existen frases insuperables, —como insuperable es la frase que dice que el poeta es el loco que todavía alcanza a unirse al borde de la realidad con las uñas, lugar común del que me reservo mi propia interpretación— y en la poesía de Sergio Vicario esta oposición irreductible hace también las veces de armónica resolución cuando reconoce: "A nadie la asusta que esgrimiera una pluma por una espada." Marcos García Caballero septiembre 2000

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