PARA ARMANDO BAYONA CELIS
Es un relato que he contado ya varias
veces con algunas variantes a lo largo de muchas sobremesas o cruzando tragos
con amigos. Ya mucho tiempo después y en mi edad adulta; los sucesos que voy
a mostrar ahora: La escena inicial debe verse en 1984, en mi salón
de quinto o sexto de primaria, con niños y niñas sin uniforme ni enseñanza
religiosa, se trataba de tener apertura mental, excelencia y gusto por la vida
combinada con los estudios.
Una primaria privada en el sur de la
ciudad de México que contaba con buen prestigio para entonces y, en particular,
detrás de los salones normales de clase y el patio con cancha de basquetbol y
una pequeña tienda para las horas recreativas, un jardín alambrado -para que
los estudiantes no jugáramos a destruir las macetas-, y un
refulgente salón especial que era el laboratorio de biología de todos los
grupos. Ese fue mi primer y único laboratorio de biología en mi vida y lo
recuerdo como si al entrar en él junto con mi grupo de generación, nos
convirtiéramos de ipso facto en naturalistas franceses del siglo XIX de esos
que viajaban por todo el mundo y llegaban hasta tierras ignotas del África o
Suramérica debido a su ansia exploradora y la verdad es que no exagero tanto:
en ése laboratorio había desde avispas atrapadas en ámbar, hasta toda clase de
insectos disecados y en planos, un cráneo de un puma y la colección más
sorprendente de escarabajos que haya visto nunca, avispas, arañas, lagartijas
disecadas también y planos del cuerpo humano; es decir, todo un mundo por
descubrir para nosotros solos y cada viernes.
Además Mario, el maestro, era amigo de
mi familia y eso ante mis compañeros me daba un plus, un plus algo loco porque
había un par de encimosos que de “wookie”, no me bajaban. (Sí, el wookie de la
película híper famosa, el tal chewbacca, que le llaman) Pero así las cosas,
sucedió ese gran día, habíamos terminado con la lección de inglés y el maestro
de biología nos llamó para ir al laboratorio. Debo detenerme en el momento en
que ese día, un amigo llamado Diego, había llevado muy presumidamente a la
escuela una tarántula viva, casi tan grande como del tamaño de una mano. La
llevaba en un frasco y ese día él fue la sensación de toda la escuela, ese muchacho
ese día no se movió ni se ajetreó mucho como los demás a la hora del
descanso, jugando al básket o lo que fuera, estaba simplemente sentado afuera
de la dirección de la escuela y todo mundo venía a preguntarle de dónde había
sacado eso.
Que supuestamente de un pueblo cercano
a Cuernavaca donde sus padres estaban fincando un terreno, y que los albañiles
la habían encontrado. Que su padre le había dicho que tal vez sería bueno
llevarla a la clase de biología. La cosa esa causaba miedo, pero seguramente la
pobre estaba más espantada, por esa nuestra pequeña potencia infantil o casi
adolescente: digamos, ¿Qué hubiera pasado si algún loco se lo
hubiera arrebatado y hubiera destapado el frasco encima de una muchacha? O
peor: ¿de un maestro? Qué bueno que hasta eso, Diego aguantaba todos los
jaloneos y se pasó el recreo con una paleta helada chupándosela y el frasco con
esa cosa a un lado. Pero como dije, había acabado la clase de inglés y llegaba
hora del laboratorio de biología… Entonces sí, Diego, muy presumido, bajó
inmediatamente las escaleras de los salones, muy orgulloso de ser la sensación
de la escuela, todos bajábamos igual que él como si fuéramos sus escoltas, ya
que el frasco era el precioso tesoro para el laboratorio. Llegamos al
laboratorio y vimos a Mario platicando con los dos muchachos de la limpieza de
la escuela y cargando un serpentario. ¿Un serpentario? Sí, una especie de caja
rectangular con poca arena en su interior y para sorpresa, lo que veía Mario
adentro ya que le pidió a todo el grupo que tomara sus bancos: un camaleón
pequeño un poco más chico que la tarántula.
No fui yo el primero en comunicarle a
Mario lo que traía el frasco de Diego, todo el grupo se lo dijo. Por eso
hablaba Mario con los de la limpieza: ellos habían encontrado al camaleón en el
jardín alambrado.
Mario pidió al grupo que le bajaran al
escándalo, miró la tarántula en el frasco y luego al serpentario, luego,
sonriendo con malicia dijo que podíamos hacer un experimento esta vez.
Le preguntó a Diego: –¿No te importaría
regalarnos tu tarántula?
Diego respondió que se podía usar para
la clase de biología.
Perfecto, respondió Mario, tomó el
frasco, inspeccionó la tarántula y luego al camaleón.
Como que el salón no entendía pero
todos estaban en ascuas.
Mario nos pidió que nos acercáramos
para ver el experimento. Así lo hicimos.
Mario abrió el frasco y aventó a la
tarántula al serpentario donde estaba el camaleón tan tranquilo como si nada,
con los ojos entrecerrados. La tarántula sintió de inmediato que pisaba arena…
–¿Qué va a pasar? –gritó todo el grupo.
–Ahorita lo van a ver –dijo Mario
sonriendo.
La tarántula empezó a mover sus patas y
a caminar, tal vez, con ganas de causarnos miedo, ya que de eso viven cuando no
comen, según decía Mario, pero en cuanto la tarántula vió al camaleón
acurrucado en una esquina, entró en pánico, corría de un lado para otro del
serpentario como queriendo salirse, lo cual, debido a la altura de las paredes
de cristal era imposible; corría y corría de un lado para otro, mientras, el
camaleón tan campante echaba la flojera; de repente la tarántula pasó un poco
más cerca del camaleón y nada más abrió la boca y sacó la lengua y ¡órale! Una
pata menos para la tarántula, que seguía queriendo escaparse y no podía
hacerlo. De repente pasó cerca otra vez y ¡órale! Otra pata menos para la
tarántula. Nos quedamos impresionados. Así pasó todo el rato hasta que la
tarántula sólo tenía tres patas. Y el camaleón tan campante ni siquiera se
había movido de su sitio… Cuando la tarántula ya no se podía mover, ahora sí se
movió el camaleón, volvió a abrir la boca y se la tragó entera.
¡Óoooorales!–dijimos todos a coro.
El inolvidable Mario se echó a reír y
dijo: “¿Quién trae un jaguar y un venado para la próxima clase?”