SIETE
Carne Asada por parte del
Candidato de Pabellón de Arteaga.
Cuando
regresé de la Ciudad de México a Hot Waters City o Aguascalderas, en plena
pelea electoral entre López Obrador, Calderón y Madrazo, mi vida en el
departamento donde había caído por obra del azar y para mi desgracia también había aparecido un arquitecto.
Un tipo que en la vida había sabido
quién era o qué hacía; era de cuarenta y tantos años y como en su
anterior casa predominaban las apariciones de tecuejos y cucarachas, se sintió
sensacional llegar al departamento que me habían prestado donde el único lujo
era la limpieza. Yo creo que al dueño le parecía muy cómico tener a dos pobres
diablos juntos. ¡Pobreza refulgente y exquisita! No había un solo tenedor ni
alacena ni ya digamos muebles o refrigerador; solamente estaban mis libros
separando la sala del comedor en un librero que construí con el permiso del
dueño y cada quien se las arreglaba cómo
podía con los alimentos. Muchas veces
tuve que hacerla de limosnero para poder llevarme algo a la boca. Yo me daba
cuenta que el dueño del departamento me envidiaba mi biblioteca y, a pesar de
mi pobreza, se regodeaba con argumentos grandilocuentes aludiendo a la idea de
que yo poseía “ya un gran oficio de escritor” y me hablaba de escritores que habían sido muy pobres en vida
y muy anchos y ricos en inmortalidad. Cada que me decía cosas parecidas me daban
ganas de decirle: “¡Don Guillermo, por lo menos invítame a cenar unos tacos!”
Pero
el orgullo está coludido con la esperanza y la ley dice que nunca deben morir,
aunque de hecho hayan muerto hace mucho tiempo. Si habláramos de
probabilidades, mi orgullo y esperanza tenían muy pocas para renacer. Mis padres me enviaban una cantidad ínfima
para vivir y yo no tenía cara ni voz para pedirles más. Las amistades de México
comenzaron obviamente a alejarse y dejaron de ser frecuentes las comunicaciones
por e-mail o teléfono celular.
Comencé a buscar a los antiguos amigos de Hot Waters City y la verdad les daba
gusto tenerme de nueva cuenta entre ellos, pero no entendían mi situación (es
decir no entendían el porqué de tanta pobreza) y me empezaron a sugerir
trabajos: Desde vendedor de autos para la Ford, vendedor de lociones, y
vendedor de cualquier puñetera porquería. Pero, ¿y qué hacía Mateo que siempre
renunciaba a esos trabajos de mierda? Ha,
claro: esperaba contactarse con Editorial Planeta México para saber qué
había pasado con su novela El Jardín del
Pulpo. Eso hacía Mateo, además de checar su e-mail en los café-internet,
mantener su blog-spot y pedir
cajetillas de cigarro fiadas a la horrenda vieja que tenía su tienda debajo de
los edificios. Como ven, era natural seguir triunfando sobre cualquier cosa y sobretodo, con esa vidita Dostoievskiana y miserable en
pleno siglo XXI.
Así las cosas, me conseguí
un perro pequeño para que hiciera
las veces de Sargento de esa horrible situación de vuelta en Hot Waters, y por
lo menos mi autoestima (y la del perro)
no cayeran en el fango de la ignominia con los cariñosos comentarios
esporádicos de: “el nuevo vecino tiene un perrito muy bonito ”. “¿Cómo se llama
tu perro?” Me preguntaban en la calle las señoras. “Se llama Bobby señora;
Bobby, saluda a la señora”. Y El Sargento Morrison dejaba que le acariciaran el
pelo. “Qué lindo perrito.” Por lo menos
se sabe que perro no come perro y nos llevábamos bien el perro y yo. Le enseñaba a sentarse y a perseguir
pelotas y el Sargento Morrison le ladraba a los departamentos de al lado
cuando el reggetón y Bisonte Fernández o
Luis Miguel eran alucinantes. Tenía buen
gusto el Sargento Morrison. Le gustaba ir corriendo por el periódico La Jornada y escuchar a Mozart o Dead
Can Dance. Y bueno, un día viernes resultó el milagro: el arquitecto llegó una
noche como a las doce, (yo antes había ido al cine a ver Piratas del Caribe con una ex novia de Hot Waters City con la que
en esa situación era imposible volver o tan siquiera soñarlo: ella pagó los
boletos y ya tenía un carrazo) y me dijo la noticia: “¿Te juntas? Hay trabajo.
Mañana el candidato del Municipio de Pabellón de Arteaga quiere gente de
izquierda que le ayude a repartir propaganda, ¿cómo ves?” Desde luego le dije
que sí pero le pregunté cuánto nos iban a pagar. “Tú vente”. Dijo el
arquitecto.
A las diez de la mañana el
arquitecto y yo estábamos listos, él tenía un auto viejo con placas de San Luis
y nos fuimos hacia la salida a Zacatecas. Varios autos habían quedado de verse
en una tienda OXXO y una gasolinera a las afueras de Hot Waters, nos bajamos a
esperar y el arquitecto se fue a echar grilla con sus amigos. López Obrador
para acá y López Obrador para allá. Después de 40 minutos de camino llegamos a
Pabellón y todo el camino: López Obrador hizo esto, López Obrador hizo lo otro.
Yo venía a esas alturas pensando que López Obrador era una mezcla de Tín-tán,
Pedro Infante, Luke Skywalker, Indiana Jones, Chucho el Roto, el Santo,
Superman, el Che Guevara y Jean-Paul Sartre en una misma persona. El arquitecto
se veía feliz: para el no parecía el inminente triunfo del candidato municipal
del pueblucho de Pabellón sino el del Presidente de la República Mexicana. (En
las noches era imposible dormir porque el arquitecto estaba súper pendiente de
la contienda electoral y nos gritábamos para que apagara su piche tele tamaño
cartón de cervezas). Pabellón de Arteaga era y lo sigue siendo, un pueblo común y corriente sin ningún atractivo, de hecho yo
ya lo conocía debido a un trabajo que me habían sugerido los cuates: no pus
vete a venderles enciclopedias británicas a los pobres. No me habían comprado
ni una puta enciclopedia más que en la casa más mísera de todas donde el adobe
destruido de una calle sin pavimento y los matorrales espinosos junto a los
tristones perros flacos hasta las costillas, me hicieron apostar
con un compañero que lo que era ahí, ahí no sabrían ni lo que era una
enciclopedia. Entonces perdí mi único sueldo. El Sargento Morrison se había quedado
bajo el cuidado de Don Guillermo, otro loco que adoraba a López Obrador y ya
estaba jubilado del INEGI. Así empezó la chamba, fuimos en varios grupos a
repartir propaganda del Candidato en cuanta casa se nos pusiera enfrente, nos
tardamos un buen rato bajo el rayo del sol convenciendo a la gente de lo guapo
e inteligente y sobretodo lo honesto y propositivo que era el candidato. Éramos
todo un equipo: de hecho habíamos marchado en protesta por la calle Madero de
Aguascalientes para pedir que se esclarecieran unos bombazos en la Ciudad de
México… Había filósofos de ocasión, trostkistas bajados del monte de los
olivos, chilangas hermosas, mirones y mironas, un arquitecto, perredistas y un
escritor metido en camisa de once varas siempre con un pie en Aguascalientes y otro en
la Capirucha como yo (Por cierto, no crean que Los Héroes del Silencio me
dedicaron su canción “Entre dos tierras” a mí como escritor y aventurero:
sujetándonos a la fuerza de la lógica yo nunca he tenido un pie en Puerto
Vallarta y otro en Aguascalientes o en la CDMX… Es elemental: mis piernas miden
400 metros… no como Bunbury, claro, que habla de cientos de kilómetros entre
tierra y tierra, bueno eso creo yo: Y “¡Déjame, que yo no tengo la culpa de
verte caer!”). Como a las 6 de la tarde terminamos el trabajo, ¿Y nuestro pago?
Empecé a preguntarles a los demás. No pus es una carne asada en casa del
candidato. Órales. Para mi pobreza eso sonaba bien, pero yo quería dinero. Te
pagaremos cuando gane el candidato, igual y hasta te damos un hueso. Ha Órales.
Los coches se fueron juntando en una calle alejada del conjunto de iglesias del
centro y en una reja gris nos bajamos. Abrieron la puerta varias veces para ver
si ya era hora. Ahí ya estaba el radiante candidato esperándonos. Sale pues.
Cuando penetré el perímetro, me experimenté como entrando en casa de narcos,
todo lujo y todo sensacional, jardín y estacionamiento delantero para cuatro o
cinco autos, un caserón imponente y un caminito hacia un jardín trasero lleno
de árboles, donde ya estaba una comilona, parecía un cumpleaños de ricachos y
mientras tanto en las calles la gente muriéndose de hambre. Pinche vida,
historia trillada. (No ésta historia sino la vida global que todo el mundo ya
la sabe y que Leonard Cohen le compuso el estribillo: Everybody knows). Pues entonces que me atasco de carne de arrachera
y de cerveza Heineken. El candidato me preguntó con aire triunfalista: “¿Cómo
me fue?” “La elección es suya licenciado, como no.” Le respondí enseñándole el
pulgar. Así se siguió la fiesta un buen rato, hasta me quise ligar a una mujer
casada. Cuando los de un carro se regresaban ya a Hot Waters, les pedí
aventón y me fui con ellos, el
arquitecto se quedó todavía un buen rato, no sé cuánto, pero yo llegué como a
las doce de la noche al depto. Al día
siguiente me entregarían al Morrison. El arquitecto llegó como a las 10 de la
mañana del día siguiente, resulta que el candidato no sólo perdió, sino que el
PRI arrasó con todos los votos. A los pocos minutos llegó Guillermo y tocó el
depto.
—¿Y mi perro? —le pregunté.
—Te tengo una mala noticia —me dijo
el ruco con la cara triste de una chucha cuerera. O sea sólo fingiendo la
tristeza o mejor dicho como avisándome que yo debería estar triste.
—¿Qué? ¿Qué pasó?
—Se me soltó tu perro y me lo
atropellaron, ayer mismo lo enterré.
A la
semana siguiente ganó Calderón la Presidencia de la República…
¿Leonard
Cohen? ¿Sigues ahí mirándome con tu traje Armani? Lo sé, lo sé, the war is over, the good guys lost…
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