Manuscrito apócrifo de Octavio
Paz encontrado en un hotel de paso
El poeta parte del rayo. Le recibe sus dos mitades; con una mano esgrime la
oscuridad, con la otra la antorcha. Sirviéndose de ambas cabalga por las
telarañas de lo indecible, ese bosque
entrañable donde el paisaje taumatúrgico es
lenguaje en estado salvaje. Juncos, bambúes, ramas sueltas: Todo es tocado
por sus manos de fiebre. Frente a frente con la noche, se salva de derretirse
en el reflejo de su espejismo comparándola: Oleada de murmullos, esponja que
palpita, párpados cerrados de un dios ajusticiado. Pero ciertos ojos soberbios
se posan en su nuca: es la noche real, secreta, que lo deja solo en el escritorio
buscando traducir el vaho misterioso que lo rebasa y lo alimenta. Surge así el
milagro del poema. La lucha por encontrar el propio decir poético entraña
penosos esfuerzos; es una brega constante con las amarras que nos sujetan a la
siniestra realidad. Los más coriáceos utilizan su soledad como acicate, como la
diabólica espuela que bate a contracorriente del río que nos lleva
a las cuencas de la nada, donde la nada es el espejo deforme de la realidad
que no puede reflejar sino su estela. Ahí el poeta peleará una y otra vez,
hasta que constituido como tal, hará de
la lucha su propio canto. Ciertamente su canto es fingido, como dijo Pessoa, el
poeta es un fingidor, pero es un fingidor de lo infingible, de lo que nadie más
podría fingir y al ser así, la calidad de su voz es más terrible, la más auténtica. La voz
insobornable del hombre que en soledad, compone la partitura de la que está
hecha la sustancia de nuestras soledades, la soledad de la especie que
compartimos todos los días.
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