Cae una
tenue brizna de lluvia. La calle enlodada y solitaria. El corazón soberbio en
su canasta de huesos avanza. De pronto, de la brizna cae un recuerdo helado que
soy yo mismo y mi silencio; comienzo a desgranarme por la inasible palabra YO y
es como un desgajarse de un cerro, como un pensarse desde lo más negro de la
palabra BLANCO hasta lo más claro de la palabra NEGRO. Hasta que vuelvo a esta
pantalla para devolverme lo que fui pensado por esa entelequia llamada yo mismo
en aquél instante, igualmente blanco y negro y dicho color es del color del yo,
que simultáneamente es más de tres colores: el color del verano y el color de
diciembre en la selva Lacandona, el color del hacha que parte la madera, el
color de la guitarra que me ametralla los pensamientos y el color del sonido,
que desgraciadamente no es infinito, sino azul como la fresca tarde de la
infancia donde descubrí que mi color favorito era el rojo, el rojo de la
bandera rusa, el color rojo de la sandía y el color rojo de la sangre, que aunque
esté manchada por la ignorancia, la estupidez o la estulticia siempre es roja.
Color rojo: color de posibilidad, de cuerpo y de labios de las mujeres que me
han amado y de las que probablemente me amarán, silencio rojo, estafeta,
memoria, color rojo que termina en una historia colorada, como también, la
vergüenza es colorada. El amor es colorado, la poesía es roja y colorada, y es
azul y es verde, y es sangre y es historia, y es carne de ser, hambre de
palabras, sed de manicomios, muro para desfallecer ante lo nuestro, palabra
roja, tinta escarlata, gacela que me invade en el lobby del hotel, en el
parque, una gacela, color de colibrí, o el colibrí que antes me visitaba por
las tardes y mi amigo José Vicente Anaya, el gran poeta y traductor de Henry
Miller, se maravilló al ver al colibrí en mi ventana y en ese instante de la fiesta
me sentí apenado, como huesos estoicos y de humildad encanchada y roja, puta
palabra roja, estoy harto de ti, detesto lo que me has hecho, pero me has hecho
y eso no puedo olvidarlo sencillamente pensando en el color rojo sino en los
versos rojos de mis palabras rojas, ancestrales, juguetonas, cachondas,
efímeras, porque no es lo mismo La región
más transparente en el siglo XX que cuatro milenios después, cuando un
hombre tendrá mi nombre y leerá ese libro y pensará que francamente no tenía
sentido dedicarle un peldaño en la vida de cualquiera a una ciudad que ya no
existe, un país que ya no existe, y del que sólo quedó efectivamente, su transparencia.
Efectivamente, palabras en efectivo, las únicas que son rebeldes a cualquier
gasto utilitario, las poéticas. Como éstas, que yo le dedico al tipo que en la
tienda me dijo: “¿Usted quiere Marlboro rojos o blancos?”
8
de junio de 2002
POR MARCOS GARCÍA CABALLERO
Dos poemas por la libre
Ese oso y ese delfín
Es
el eco de tu mirada mil veces mirada,
es el sueño de la
palabra que se enristra y enarbola,
es el cuerpo a cuerpo
con la idea y el concepto
podrido y rancio de lo
que ha sido y será,
es
la multitud nocturna de serpientes que te patean la vida,
es el sarcasmo del vacío
al pretender iniciar la búsqueda,
es la culata y la
espuela,
la maldición de ser niño
arrojado a la peste adulta,
es la virtud dorada con
la boca sedienta,
es la lógica del verbo,
la carne del espíritu,
la soledad a tientas
buscando un rostro para ser reconocido,
es la ilusión de ser
portavoz de un mundo imposible,
y su imposibilidad
radica en la mano izquierda,
en la libertad, el
placer y el gozo.
La naturaleza es
compacta: cabe en mi mano derecha,
pero como en cuestiones
poéticas soy ambidiestro,
me estiro y cierro este
telón antes de que algún chapucero
diga que escribo versos
para la inmortalidad o para la literatura.
No escribo el poema: es
él solo el que se escribe en mi ser.
Vaya usted a saber qué
será el ser, que ningún libro gordo
de ontología lo ha
descubierto, por eso yo respondo
que no soy un ser sino
un querer:
quiero refundar a la
poesía, bautizar de nuevo al oso,
a la nutria, al tigre, a
los techos del mundo,
a los barcos que parten
del puerto y de la pubertad,
a la raíz niña, sirena,
espejo para demostrar la vida
y escudriñar en la
memoria tu soledad amplia como mi sonrisa,
quiero que se ramifique
la respuesta del árbol de la ignorancia,
quiero entrometerme en
política,
quiero dar mi opinión
sobre la mosca y la bestia,
quiero gritar hacia el
silencio y quiero que el silencio
me enseñe los colores de
la flama, la roca y el agua.
Quiero saber aquí y
ahora mismo
el recorrido de la ingenuidad infantil a la crueldad corrupta.
Quiero abrir el tiempo
para salirme de él
con la parsimonia de
quien deja el mar y busca su toalla,
quiero escucharme en la
convención de los recuerdos,
quiero ser una catarsis
ladeando en carretera la montaña,
quiero ser ese ser que
ya soy queriendo más y más...
Y también a ti te
quiero, esponja, mar picado, enredadera,
concha y foca que sueña
ser delfín,
porque sin ti y sin tus
ojos yo no sería ese querer que no se cansa,
no sería el maldito
ímpetu que no sabe doblegarse:
caería
escalones abajo en el mar y literalmente sería del fin.
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