A los 200 años de su nacimiento, el autor de ‘Hojas de hierba’ sigue siendo el gran poeta de la democracia, uno de los autores más influyentes de la literatura universal
POR MANUEL VILAS
No celebramos en Whitman ni en Cervantes ninguna inteligencia más allá de la que emana de la simplicidad e incluso de la vulgaridad de la vida. No nos enloquece ninguna pericia literaria, ninguna invocación de la literatura por la literatura, no nos quema la sangre ningún arte autorreferencial, ningún logro del estilo. Celebramos una expansión, un ensanchamiento, un crecimiento de la vida. Eso fue Whitman: la vida en expansión, una quemadura llena de belleza. Por eso, uno no puede entrar en la poesía de Whitman sin que lo que allí lee repercuta directamente en su concepción de la vida. De Whitman uno sale habiendo aprendido una lección que no ha sido rebatida hasta hoy. La lección se llama libertad interior. No ha habido después de Whitman ningún escritor que haya añadido ni una coma en esa expansión frenética del don de estar vivo.
Por eso, este bicentenario es importante, porque seguimos sin movernos ni una coma de lo que alumbró Walt Whitman. Y yo me pregunto por qué no ha habido ni un paso adelante en ese hermoso matrimonio entre literatura y autobiografía dionisiaca que fraguó el poeta americano. De la lectura de Walt Whitman un ser humano sale tocado por algo que va más allá de la literatura. Nadie sabe muy bien qué es ese más allá. El crítico George Steiner encontró ese más allá en Kafka, y lo definió como la energía propia de los fundadores de religiones. Imagino que no se le ocurrió otra comparación. En todos los grandes de la literatura se encuentra ese enigmático paso hacia el abismo, que acaba siendo un abismo lleno de inesperada alegría.
Pensar en Whitman y que aparezca Kafka parece una premeditación irónica de la vida misma. El éxito de Whitman sigue siendo el de siempre: descubrió los espacios desnudos, los espacios de la libertad absoluta que anida en el corazón de los seres humanos. Y al encontrarlos, los manifestó con una escritura que nunca había sido vista sobre la tierra. Kafka hizo lo mismo a través de unas tramas novelescas que jamás habían sido urdidas ni imaginadas.
La libertad del hombre no puede ser ni ofendida ni avasallada ni puede ser denigrada ni derrotada. Por eso, uno no lee a Whitman exactamente; uno se deja conmocionar por Whitman. De la libertad política al erotismo universal había también un paso, que Whitman dio. Otros vieron también el nacimiento de los Estados Unidos de América, pero no supieron darse cuenta. Que solo él supiera darse cuenta es inquietante. Imagino que eso era lo que subyugaba a Jorge Luis Borges, otro whitmaniano confeso: el don de la visión, el don de saber mirar el presente, el don del misterio.
En Hojas de hierba hay un adanismo que ya no hemos vuelto a ver en las creaciones culturales occidentales. Ese adanismo, en mi opinión, fundó la autobiografía moderna. Hay una pregunta sencilla: ¿quién habla en Hojas de hierba? No, no es una voz poética, no es una ilustre retórica, no es una convencional tercera persona, no habla ningún recurso literario conocido. Habla un “yo mismo”, un myself que no habíamos caído en la cuenta de su existencia. Estaba con nosotros, pero nadie lo había nombrado. El myself de Whitman somos toda la humanidad convertida en anhelo de belleza y verdad.
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