domingo, 8 de diciembre de 2024

SOBRE SAÚL IBARGOYEN Y SU OBRA EL TORTURADOR, POR ¡MARCOS GARCÍA CABALLERO!

 

SOBRE “EL TORTURADOR” DE SAÚL IBARGOYEN

POR MARCOS GARCÍA CABALLERO 

En el número 227 de la revista Quién (29 de Octubre de 2010) aparece una sugestiva lista de los “50 personajes que mueven a México”. Lo mejor de ésta lista o, por lo menos para los registros que se pretenden en éste ensayo es que: El número dos en cuanto a importancia de los personajes que aparecen es Carlos Fuentes. En el cuatro está José Emilio Pacheco. En el diez el historiador, escritor y director de Letras Libres, Enrique Krauze; en el número veintidós está Guillermo Arriaga. El lugar veintinueve lo ocupa Elena Poniatowska. Hay que aclarar que no es una revista que tenga acento en la literatura y que es más parecida a una revista para ser hojeada en un consultorio médico o que, dicha sea la verdad, todos éstos escritores son cubiertos por los fenómenos mediáticos y que, tal vez la verdad es que México sea el que los mueve a ellos y no al revés, pero es innegable el valor de sus trayectorias no sólo dentro sino fuera de México.

Ahora que si la pregunta fuera por quiénes son los cincuenta escritores que mueven a México, es seguro que podríamos barajar muchos nombres con certeza y creo, muchos de ellos con unanimidad.

Yo apuesto que en una lista así tendría que estar el nombre de Saúl Ibargoyen, escritor uruguayo-mexicano con un poco más de 35 años de trabajo activo en nuestro país.

Este año que acaba de concluir (el 2010), Ibargoyen lo terminó con una gira de estudio y presentaciones de sus trabajos en Buenos Aires, Quito y otras ciudades del Cono Sur, además de que bajo ediciones EÓN publicó su última novela: El Torturador.

Antes de hacer un abordaje de análisis de la obra, no podemos olvidar mencionar que Ibargoyen sacó su poesía édita, que comprende desde 1956 hasta el año 2000, en un libro con el título de El Poeta y Yo, que es un amplio volumen cuya selección y presentación estuvo a cargo de Hugo Giovanetti Viola, estudioso de la obra de Ibargoyen. Saúl además durante mucho tiempo fue maestro en La Escuela Mexicana de Escritores de la SOGEM, además de que bajo el mismo sello de EÓN editorial se publicaron sus libros: Toda la tierra (novela) y Cuento a Cuento (relatos completos) y su poemario El escriba de pie, (edición de editorial Tintanueva) el cual mereció el Premio Nacional “Carlos Pellicer” en su edición del año 2002. Agréguense ensayos, entrevistas, artículos, poemas sueltos en la mayoría de las revistas literarias y periódicos importantes del país.

El volumen de El Poeta y yo por su extensión y por sus resoluciones poéticas, que abarcan cuarenta y cuatro años de madurez, perseverancia y fe en la poesía, merecería un ensayo completo aparte. Por el momento nos basta decir que El Poeta y Yo con el paso del tiempo se verá cada vez más como referencia obligada, tanto para estudiantes de Letras como para escritores en activo y poetas primerizos, es una obra enorme en todos los sentidos. Juan Gelman y Eduardo Milán (otro gran poeta de origen uruguayo entre nosotros) han celebrado sin ambages la poesía de Saúl Ibargoyen, quien, por supuesto, también perteneció al grupo de escritores de Latinoamérica y el Sur de Estados Unidos que en los años sesenta del  XX formaron parte de El Corno Emplumado (hay que recordar que Julio Cortázar, ya con toda la fama y autoridad moral que tenía en ese momento, felicitaba y veía con muy buenos ojos las creaciones de lo que iniciaron Margaret Randall y Sergio Mondragón, que, finalmente, con la represión del tlatelolcazo el 2 de octubre de 1968 y que continuó posteriormente, terminó por hacer desaparecer a la revista).

Principalmente poeta, Saúl Ibargoyen maneja la prosa de largo aliento y el relato sin el famoso “desastre” que ocurre —según decía Augusto Monterroso—, cuando el poeta decide narrar. Saúl Ibargoyen logra ambas cosas con veracidad total y, además, en su prosa no se puede dejar de advertir y sentir el peso de la palabra que significa, por supuesto, que nuestro narrador es un gran poeta. Un rasgo característico de su prosa (algo que también ha mencionado Hugo Giovanetti Viola) es su tendencia hacia visiones escatológicas y muy lejos del tipo de edificaciones “estetizantes”. Ibargoyen nos confronta en su poesía hacia observar la necia oligofrenia del mundo y la obscenidad del ser humano cuando éste se comporta como perro. Y, si esto es así, Saúl no lo sabe de oídas: a su obra han de agregarse sus denuncias sobre los abusos de tortura en su país de origen y de México… Pues… ¿la verdad qué esperaban?

Lo primero que salta a la vista al leer al Ibargoyen narrador es su construcción maestra de un slang violento en la urdimbre del texto y entre el habla de los personajes, que no es un slang propiamente extraído de la calle o de los barrios bajos de las zonas urbanas de un país como México, pero que (y he ahí una de sus genialidades en cuanto a innovación estilística) inmediatamente nos es identificable, es un slang que Ibargoyen ha pulido en su expresión y en su decir y ese slang nos toca, se nos acerca como un filo, es parte de nosotros aunque de él no tengamos la experiencia real en estricto sentido, es un logro de poeta:  esa vivencia del slang puesto al servicio de la literatura es la mejor arma del Saúl narrador en El Torturador que sacó de las quintaesencias del lenguaje violento de “un país que está a medio camino entre Uruguay y México” pero que definitivamente es parte de nuestra historia. Seríamos necios si no nos reconociéramos en ésta nueva novela suya, que apuesto, está todavía por verse su impacto en las letras mexicanas.

El Torturador  narra, y tiene como personaje central a Escipión Carrasco, alias “el Machito”, alias el agente SSS007, quien terminará torturándolo todo, inclusive así mismo. Es “un hijo sin madre” identificable, no hay registro alguno de quién fue su progenitora en ningún lado; existió su padre, quien fue su primer torturador y en un enfrentamiento, pero amoroso,  el padre muere; después y por medio de ese slang recorriendo toda la narración, se irá conformando la historia y saldrán toda una caterva de personajes: “los juanes”, el Coronel Dunviro, el Presidente del Estado Mesoriental, etcétera.

Saúl Ibargoyen es de los maestros que gustan recordar siempre la importancia del primer poema reconocido a nivel mundial de la humanidad: Gilgamesh, (en La Escuela de Escritores de la SOGEM donde me dio clase en el año 2000 ya lo hacía con vehemencia) poema que como se sabe, es un recorrido onírico y un viaje al mundo de los muertos que hacen Gilgamesh y su amigo Enkidú para encontrar el secreto de la inmortalidad. Según una entrevista que dio a Alejandra Silva Lomelí de El Sol de México, en donde la periodista arroja la pregunta desde el título mismo de su trabajo: “El Torturador: ¿novela polifónica?”

Pregunta Silva Lomelí:

 

El personaje principal de tu novela, Escipión Carrasco, es un incompleto de sí mismo, según tu misma definición. Carece de todo, incluso de una identidad inicial. Él tiene que forjarla solo, y en gran parte lo hace a través de sus sueños, que son catárticos y reveladores. ¿Nos puedes hablar sobre lo onírico en tu novela? ¿Cómo forman la personalidad de Escipión?

           

Saúl Ibargoyen responde:

 

“Los sueños son viejo asunto en todas las culturas. Basta recordar el Poema de Gilgamesh. En cuanto a Escipión, ese ámbito pesadillesco que lo acosa tiene origen, sin duda, en las más que penosas experiencias de vida. En él hay un torturador activo hacia los otros y uno físicamente pasivo hacia sí mismo. Esas pesadillas, producto de lo cotidiano y de la ausencia materna, a más de las carencias de la pobreza, generan más pesadillas que, de algún modo, se trasladan a la brutal vigilia que el personaje habita. Su propia imaginación puede ser interpretada como un mal sueño permanente. Escipión, en parte, es resultado de esos revoltijos oníricos...”

 

Todos sabemos de la maestría polifónica en las novelas de Milan Kundera, pero éste asunto no va por ahí. El discurso narrativo de El Torturador sería novela polifónica al estilo de esas mezclas de habla más bien, de La Habana en Tres Tristes Tigres de Guillermo Cabrera Infante, que también parten de “revoltijos” oníricos nocturnos, pero es dolorosa la experiencia de leer El Torturador y, a pesar del aparente paralelismo entre estas dos obras, la verdad es que son todo lo contrario, pues como el mismo narrador nos recuerda: “la ficción también hiere”. La obra que hizo mundialmente célebre a Cabrera Infante, no es sino una celebración de los ámbitos nocturnos de Cuba bajo el régimen de Batista, pero la verdad es que El Torturador es todo lo contrario o, más exactamente, es el otro lado de la moneda de esa celebración, ya que, en el Estado Mesoriental donde se desarrolla la novela, casi podemos ver, en la figura y el contexto de Escipión Carrasco, toda la historia de impotencia, desgarramientos, caos y devastación en nuestros países de América Latina en el siglo dos XX, cuando desde el poder, “la voz, agria de hipocresía, proclama que lo primero es el orden”, según dice uno de los poemas de protesta de Efraín Huerta.

Como lo sabemos todos los escritores mexicanos, los editores de libros, de revistas y suplementos culturales (toda publicación sobre las letras que se precie no puede nunca estar fuera de estos debates, encuestas y cuestiones) y demás gente cercana a los libros, en su número de abril de 2007 la revista NEXOS hizo una encuesta llamada “Las mejores novelas mexicanas de los últimos 30 años”. Yo creo que en el año 2020 se volverá a convocar a ciertos votantes exclusivos para otra encuesta que seguramente causará polémica y será llamada quizá: “Las mejores novelas mexicanas en las primeras dos décadas del siglo XXI”. Ojo: en ese entonces ya Carlos Fuentes, como figura y su gran conocimiento de los distintos Méxicos que somos, significará otra cosa para todos nosotros. De hecho, Ibargoyen arriesga mucho más que Fuentes en términos de novela política. La Voluntad y la Fortuna de Fuentes, por ejemplo, con todo y sus 552 páginas densas y espesas, palidece ante el verdadero horror de El Torturador y la maestría de su inquietante final in crescendo. El Torturador va a estar en esa lista que seguro vendrá y quizá entre los diez primeros. Por su contundencia, su innovación estilística, su ironía amarga de triunfo pírrico, las carcajadas de borrachera que provoca, (¡no por otra cosa sino porque está escrita siempre desde el punto de vista del narrador que no deja descansar a nadie: ¡Ni a los personajes ni al lector, todos sufren y todos tenemos qué hacer catarsis ante El Torturador!) la solidez brillante de la historia en sí y por sí misma, así debería de ser. A éstas alturas todos sabemos ya qué es lo mejor de Jorge Volpi en su novelística (En busca de Klingsor y el ensayo Leer la Mente), de Juan Villoro (sus recopilaciones de ensayos y la novela El Testigo), de Enrique Serna (El Seductor de la Patria y El Dador de Silencios), de Gerardo de la Torre (Su obra de cuentos y Ensayo General), de Guillermo Samperio (La Antología que le publicó Alfaguara) etc...

Abro un libro de ensayos críticos reciente de Geney Beltrán Félix (2009, publicado por la UNAM) cuyo trabajo es notable y ha sido muy comentado en el periodismo escrito: El Sueño no es un Refugio sino un Arma y leo: “¿para quién se escribe? ¿No es aterrador que el diálogo intelectual fuera del círculo literario sea casi nulo? [...] ¿La literatura va a quedar relegada sólo al cubículo universitario del doctor en letras? (pp. 75-76). El ya mencionado Cabrera Infante declaró en el Prefacio a la cuarta edición de Así en la Paz Como en la Guerra (1960) que un amigo suyo le había dicho: “cuando un escritor tiene un público es hora de que comience a escribir para él”. No concuerdo totalmente con las preguntas de Geney Beltrán. No creo que ni él mismo las acepte. Pero reconozco que me obligan a meditar, a volver sobre preguntas mías que ya creía resueltas y replantear la idea o, más bien, ese conjunto de ideas, referidas claro, a “la inmensa minoría” del público que tienen los libros y la literatura.

Una cosa sí es segura: El Torturador  no es una novela hecha para escritores y periodistas solamente; es para todo lector, toda lectora,  porque ese espacio narrativo “a medio camino entre Uruguay y México” del siglo pasado nos es dolorosamente próximo: Lomas Taurinas, Chiapas, Acteal, Tlatelolco, Oaxaca, el cura pedófilo Marcial Maciel, los filósofos marxistas Bolívar Echeverría y  Adolfo Sánchez Vásquez, los jóvenes emos, el ejército en las calles y la tortura misma (Ibargoyen se adelantó a Presunto Culpable, el documental de moda) ¿No son todas esas cosas, acontecimientos, lugares, nombres, repito (y la lista verdadera es más larga) no nos son definitivamente próximos y nuestros? Son nombres, lugares y cosas que han surgido por la tortura, por nuestra tortura.

 

jueves, 5 de diciembre de 2024

SOBRE LA FILOSOFÍA EN RELACIÓN CON LA POESÍA, POR MARCOS GARCÍA CABALLERO!

 

SOBRE EL DIÁLOGO ENTRE FILOSOFÍA Y POESÍA

  

Cuando terminé la lectura  de los  textos breves “La soledad solidaria del poeta” y “Angustia y secreto  incluidos en el libro “La tarea del héroe” de Fernando Savater, los percibí como si fueran  susurros o pequeños encantamientos dirigidos hacia los jóvenes escritores que quieren usar el verbo y el verso como recurso propio (claro, para enloquecer, propiamente hablando) y entonces me asaltaron muchas dudas: La Filosofía… con aparente rivalidad con la Poesía... ¿entonces qué fue primero: el huevo o la gallina? Respuesta: la verdad es que fue una gallina, pero una menos evolucionada, menos adaptada, nunca el ideal de gallina porque ¿acaso el producto (el huevo) salió al mundo de nada o fue parido por la nada? Todavía peor, en materia filosófica ¿es “la nada” o se dice a secas “nada”? Éstas y otras incertidumbres metafóricas inventadas en la aurora de Grecia, o quizá simplemente porque Fernando Savater nos tiene acostumbrados a sus escritos filosóficos principalmente, me hicieron pensar que quizá sea cierto que la filosofía encuentra y cuestiona con más verdad la realidad de la existencia humana que la poesía. Pero por sí sola, ésta afirmación me parece sólo aparente y no tan precisamente formulada desde el punto de vista evolutivo, dicho sea de paso para seguir reflexionando a partir de esos breves pero muy lúcidos textos. 

La verdad es que todos los grandes filósofos que han indagado o cuestionado el fenómeno poético, desde los filósofos clásicos como Platón (el eterno enojo de Platón contra los poetas es sólo contra algunos poetas, los falseadores, como queda indicado con muy buen énfasis en una parte del Fedro  que no se nota tanto en la edición de Porrúa como en la de Herder: el político-policía Platón, no siendo ningún necio, sabía que lo que hacía Homero era peligroso para la armonía psíquica de la polis, vamos, tenía conciencia de que la poesía era un peligro porque habla de esa furia y ese instinto diabólico que llamamos deseo)  pasando por Nietzsche en el siglo XIX y hasta Heidegger en el siglo XX, han terminado quitándose el  sombrero ante los grandes poetas, los han alabado en su propio terreno, pero dicha reverencia no significa que la culminación de la filosofía sea la poesía ni viceversa. Para saber algo más de este embrollo o mutua digresión aparentemente amistosa entre pensadores y poetas, tendríamos que recorrer un poco lo que comparten ambos caminos, aún por ultrajante que le parezca a algunos cuantos  y esto es gracias a que los más grandes temas del hombre son tocados —y además del modo más serio posible—  por la prosa filosófica y la significación más  acertada de esos temas es a la vez tocada por el verso poético  (mención aparte merece la novela o el teatro, pero donde no hay  duda es que en la Historia de la tribu humana fue primero la palabra sagrada, la palabra que decía o reformulaba algo más que una simple orden o grito y contenía un elemento tipo primitivamente poético, digamos chamánico o palabra de mago, algo más propiamente significativo como un conjuro, que las narraciones y los recursos teatrales).

 Ahí donde el filósofo actual discute sobre la ética, el poeta hace crítica del tiempo y de la actualidad, lo cual significa asumir un tipo especial de moral —o ética, como se quiera, disciplina que Nietzsche, por cierto, consideraba el pilar de toda la filosofía—; una poética que a nadie juzga, a nadie reduce, pero que a todos llama y los interpela precisamente en el secreto de la lectura solitaria al cobijo del silencio,  uno  por uno, considerándolos irrepetibles y únicos: es decir, rescatándolos, sacándolos de la infelicidad de la disipación televisiva. “La verdadera solidaridad sólo es posible entre solitarios” —José Bergamín dixit. El poeta, si es realmente tal, inventa a sus semejantes en la lectura gracias a la llamada polisemia; la multitud de significados de temas y lecturas de la poesía que pueden arribar en cualquiera que considere con perspicacia y con atención, que el lenguaje que usamos para adentro y para afuera de nosotros mismos, es realmente un hecho estético ajeno a la realidad de todos los días, ajeno a la “pura sencillez y crueldad del mundo”.  Esto lo saben muy bien los lingüistas: toda lengua es convencional y el espíritu sopla donde quiere,  pero tal convención de lenguas parte también de que entre todos nos entendemos por, las asumimos y nos gustan las metáforas, las relaciones entre significados con los cuales convivimos día con día en nuestros trayectos y nuestro ocio, desde los más peregrinos  chistes arcaicos o albures de doble sentido que denotan  ambigüedad sin atreverse a decir las cosas por su nombre,  hasta los más complejos fraseos de las citas citables. V. gr. ¿Qué es un faro?: “rubio pastor de barcas pescadoras” (José Gorostiza).   V. gr. “Aquél tiene cáncer mamario”. Respuesta: “Pero en la boca”. ¿Y qué decir de la Picardía mexicana ya legendaria de la cual está hecho el pensamiento del mexicano de las clases bajas o sin acceso a las élites culturales? Si por en cambio se propone lenguaje poético, es que será falso, dirán algunos prejuiciosos carentes de pensamiento libre, curiosamente siempre cínicos y clínicos con esa mentalidad tan pero tan moderna de archivar casos y sacar expedientes, porque la poesía parte de las visiones y las exaltaciones, las euforias, las transgresiones pasionales y todo lo que huela al diablo, a la libertad o lo revulsivo. Pero es que, realmente ¿cómo diablos pueden surgir las uniones insólitas entre los vocablos, los significados radicalmente nuevos que todos necesitamos darle al lenguaje para dárnoslo a su vez a nosotros mismos?  La poesía es la gloria de la lengua, la poesía es la prueba de fuego del lenguaje, su más depurado logro. La poesía, si hubiera triunfado la Cultura nacida en Grecia debería demostrar que hemos abandonado hace ya mucho la obscenidad del protolenguaje: el chiflido, la mueca, la risa loca, el eructo o el claxonazo, qué lástima que la prosa Occidental del día con día se haya enamorado de su propia decadencia idílica del arte por el arte, el progreso por el progreso mismo,  los sueños guajiros revolucionarios y se haya olvidado de la importancia de la continuidad de lo que por sí mismo es la gran cuestión: la reinvención del sujeto como obligación propia por medio del lenguaje. Cuando los centros y receptáculos del lenguaje son atacados y denostados, nos alejamos de nuestro propio concepto de civilización y la ignorancia se generaliza. (En su pequeña Utopía analizada en un fragmento de su autobiografía intelectual, Bertrand Russell también, siguiendo la traza del pensamiento platónico, decía que la poesía se debería prohibir a los adultos mayores de 35 años. Entonces, siguiendo al neo Voltaire del siglo XX, supuestamente a la juventud con propensión al acto poético sólo le quedaría un camino: el genio, la locura, y pasados los 35 ¿cobrar pensión gubernamental cada quincena? ¿Aguinaldo poético y vales de despensa? Ni madres. Creo que el viejo Bertie se equivocó.) Por supuesto las palabras por sí mismas no son malas ni buenas, pero la fibra de las palabras se gasta ante la falta o el sobre exceso hueco que les damos detrás de los dientes, es decir si no respetamos su significado primigenio, y además… ¡la fibra del espíritu es la palabra! La palabra o la ausencia de palabra nos tiene guardado algo oculto para cada uno, un mensaje que nos puede llevar a la desesperación, la indiferencia o la alegría, como decía Freud, y hablando del padre del psicoanálisis, debemos de recordar que el mundo, ante todo, es una experiencia psicológica: racional/irracional= poética y filosófica.

Recientemente en entrevista (Versos Comunicantes II, ediciones Alforja 2005), José Vicente Anaya declaró que la palabra, como elemento taumatúrgico, no está simplemente aguardándonos en el libro de equis autor o poeta, sino en el énfasis de la conversación y hasta en el propio sonido de lo que decimos, postura mística que él denomina para su poesía como: “Mística encubierta”. La cita entera dice:

 

“Pienso que la palabra no es sólo el sonido que expresamos, el signo que escribimos o el concepto que determinamos con tales recursos, sino algo más, la consecuencia de un fenómeno aún más profundo. Creo en la comunicación no verbal. Lo experimenté cuando viví en la sierra Tarahumara (más correcto sería decir sierra Rarámuri) y conviví con un chamán de un nivel muy alto, cuyo grado de sabiduría recibe el nombre de Sipiáame. Yo aprendí muy poco de su idioma y él hablaba poco español. No obstante, tuvimos largas conversaciones que se desprendían no sólo de lo que nos expresábamos con palabras, sino de lo que pensábamos y sentíamos […] Pero debo aclarar que la palabra para la poesía es instrumento y es materia.”

O sea que el poeta, además de componer también narra y platica en el aire, como dice el dicho, pero como desde hace rato ese aire está podrido, al convertirlo en arte el Poeta se llena de complejidad, el Poeta es el gran enfermo: deja fermentar las palabras antipoéticas y las convierte en palabras domingueramente enciclopédicas par excellence. Lo cierto es que la poesía, núcleo del arte, no se revoluciona a pasos agigantados, pero el arte cambia vidas, modifica e inspira nuevas actitudes y conductas. Los Poetas, es sabido, escriben sobre lo que no saben y la verdad es que nunca renuncian a ese no-saber para entender al mundo, ese no-saber es su enfermedad y si son grandes poetas, será su única victoria, (además de la vanidad y la fama, que nunca son del todo una victoria) ya que en Poesía, la victoria verdadera es continuar intentando, no abandonar la lucha contra la resistencia que opone la palabra exacta y en sus términos estéticos. Es continuar exigiendo que nos toque musa. En cambio, la indagación filosófica busca la sencillez de la existencia o la sabiduría, sí y sólo si después de atravesar la complejidad del pensamiento y, sobre todo, para poner ese conocimiento al servicio del silencio. Al servicio del silencio cuando uno está solo claro, porque como dijo Karl R. Popper en la introducción a La Lógica de La Investigación Científica, solamente debe ser Dios el que continuamente se hable así mismo y los filósofos deben entrar en diálogo y no monologar sin santos ni diablos y dejar de creer que son divinos.

La filosofía y la poesía parten del hecho obvio: ambas están fincadas en las palabras, la filosofía las vuelve un pedernal de idea pura; (“más fácil es romperse una pierna que una idea” dijo Nietzsche) el poeta pareciera trascenderlas creando sus propios mundos verbales, pero ninguno de los dos puede abandonar el lenguaje en los dos sentidos: en la obra que es su producto final y en el de la polémica, pero más en el sentido de compartir las propias ideas que en el de sobajar o apabullar al que tenemos enfrente con deslumbrantes teorías sacadas de la manga o “de juntar el marxismo con la mariguana”,  (el pecado cardinal del filósofo). Es decir que toda gran teoría filosófica se puede resumir al habla normal en 2 o 3 cuartillas. Y algo parecido en palabras. Esta responsabilidad la encarna más el maestro que el alumno y era comprendida y asumida con verdadero coraje por Sócrates, el primer sabio de la historia, porque la sabiduría pertenece más al sentido  espiritual que al intelectual;  pero sobre la enseñanza y la práctica de la filosofía, ninguna advertencia mejor que la de Kierkegaard ya que muchas veces en el aula académica la Razón hablando y dialogando es lo menos luminoso:

 

   “Lo que dicen los filósofos sobre la realidad es a menudo tan decepcionante como un cartel colocado en un escaparate de una tienda en la que se lee: “Aquí se plancha ropa.” Si llevas tu ropa a planchar, te llevarás un chasco, porque el cartel está a la venta.”(1)

 

En estos comienzos del siglo XXI, cuando la pregunta por la misma identidad humana resulta de suma urgencia entre intelectuales, estudiantes, trabajadores, etcétera, el diálogo entre filosofía y poesía no puede reducirse a un análisis de la poética de tal autor o tal corriente literaria; sin duda, en estos inicios del siglo XXI, el conocimiento de la identidad humana necesariamente pasa —se escanea—  por una o unas lecturas ontológicas y se percibe por una voz o voces poéticas, en modo shuffle y con micrófono en alto.

 Pareciera que el poeta quiere producir humanidad en su público… ¡Producir humanidad! ¿No significa ello mismo producir en un mismo escucha una multitud de polisemias? Es decir: palabras que otorgarán uno o muchos sentidos vitales (aunque por otros medios ajenos a la Razón Mayúscula) a la vorágine diaria que significa la convivencia en las sociedades modernas y sobre todo, de manera crítica, literalmente significativa.  El poeta inicia su recorrido (lo que será la elaboración de su propia Poética)  como materia prima lo  real, pero lo real dado y no merecido: de ahí que el primer acercamiento del poeta sea Natura interna-externa tomada como nostalgia del paraíso y, paradójicamente, de quien mejor aprende el poeta sus lecciones —cómo no— es del Diablo, de los diablos, del abismo, del hueco que ha dejado en la Tierra el fin del Paraíso y el comienzo del trabajo junto a  la ilusión del Progreso. El poeta es el que juega con no querer ser útil; está malo y es maldito y es mala leche que no trabaja, para burlarnos de Melaine Klein, quien seguramente recordaría que todo poeta lleva al niño que fue en su interior.

Mientras tanto, el filósofo lo que quiere con denuedo, lo que ansía y lo que lo devora es el estatuto del merecimiento, merecimiento de haber llegado ahí, al hallazgo donde ya sabía que podría llegar. Al enfrentarse a la razón y tomar al toro por los cuernos está ciego, solo frente a la inmensidad diciéndose: “Yo pienso”, actitud de Descartes citada por Milan Kundera y que Hegel llamó, con razón, heroica. Al poner en tela de juicio al conocimiento tentativamente “coloquial” o “desacralizado” es decir, principalmente al conocimiento freudiano, socrático y shakesperiano que está en la calle —o en el cine, que es lo mismo— en estos tiempos, el filósofo sabe que sólo ganará lo que logre por su propio empeño, incluso luchando contra su propio bagaje cultural o reexaminarlo todo. Al crear verdad entre más y más se aleja de la misma realidad para verla desde arriba, el filósofo queda solo igual que el poeta: pensar es alejarse, hacerse un poco monstruoso, perder referentes y perder creencias, suelo qué pisar, caer en el desasosiego gracias al afán de querer saberlo todo, y ese precio, efectivamente, es la perdición del filósofo auténtico. Filosofía=hambre=angustia. Poesía=enfermedad=nostalgia.  Pero ojo: sería un error creer que el desasosiego filosófico en busca de la sabiduría se lleva a la poesía como compañera de viaje. Allá en esa región donde ya no alcanza la mente del filósofo se diría: es la irracionalidad futura, no precisamente el quehacer poético del presente. O en ésta era posmoderna diríamos: si dada una visión cualquiera, que fue entender la razón a partir de la sinrazón o viceversa, definitivamente llegan a la misma y última frontera (aunque en sus propios terrenos) el filósofo y el poeta, parafraseando la fórmula de Eckhart. Ahí donde el filósofo especula y se abre paso entre la opinión de su tiempo y de las nociones de la época, para indagar, por ejemplo, sobre la ontología, el poeta ya ha llegado primero y como prueba irrefutable tenemos la poesía épica con uno de sus mejores representantes: el gran poeta Homero en La Odisea. Los Poetas cuentan historias de hombres que actúan, y que actúan una cantidad de cosas como Aquiles. Homero no se preguntaba por los modos y las abstracciones del Ser, simplemente fundó lo que llamamos Cultura Occidental. En otras palabras la representó. Todo inicio académico en la filosofía es con La Odisea. Y por otro lado, todo poeta tiene su filósofo de cabecera, pero traducir en versos lo escrito por un filósofo es falsear la magia que la poesía necesita como poder de convocatoria, si no, piénsese en cantar entre relámpagos y océanos “el ser no es lo que es y es lo que no es…” o: “la concomitante presencia de lo Otro bajo la espuma del mar”. El pensamiento y el canto no están peleados per se, como tampoco los filósofos serios creen en el ritmo del pensamiento, que no del discurso, porque hablan y hablan, que da gusto. En sus orígenes, poesía y filosofía eran indisolubles y escarbaban en lo mismo, por ejemplo a este respecto, me parece significativo que para Hesíodo, el gran poeta griego autor de la Teogonía, la palabra Caos (el inverso de Cosmos, ya se sabe) tal y como la conocemos ahora, significara “abertura”; (Y recordemos que esto fue escrito mucho antes del Génesis de la Biblia) vaya curiosidad todavía mayor que veintiocho siglos después Gaston Bachelard insinuara que escribir (o leer) poesía significa “descubrir” nuestras habitaciones internas por medio de la ensoñación cuando nuestras casas están más pletóricas de  sueños, dioses lares  y hechas con tabiques que parecieran  sudar. Eso es el caos: la abertura interna de la casa-universo que sólo abre (y da sentido) la llave polisémica de la poesía. Si la analogía entre Hesíodo y Bachelard es tolerable, podemos decir que la poesía y la filosofía nacieron en el hombre por la misma incógnita pero que tomaron caminos diferentes; filosofar para preguntarse ante todo y ante todos: ¿cuál es el porqué de esto? ¿En qué fundar la vida? Y en esa pregunta del por qué irse como si se nos fuera la vida misma, y la poesía, en su necedad taumatúrgica, transmitir lo que en el hombre se oculta tras las bambalinas de la razón, quizá para en la irracionalidad pura, encontrar la verdadera entraña del misterio de la invención de la voz, del hablar y el decir, el enunciar, lo que se dice: “darle aire al poema”. Hablar es cobrar vida: espantar. Y el análisis clásico del terror y de la risa, en filosofía hay subrayadas muchas correspondencias. Hesíodo habla de los albores del Universo y cuando se pregunta por él, se da cuenta, es decir, tiene autoconciencia. La Poesía es el Caos que el Universo tiene dentro de sí. La Filosofía nació por una jaqueca que tuvo el padre de los dioses, pero permitió que los hombres pudieran pensar. Y con ello, nació la antropología filosófica, el antropomorfismo. El hombre comenzó a caminar reflexionando, lo que lo volvió la medida de todas las cosas, según la prestigiosa opinión de Protágoras.  Hesíodo es el padre de los grandes metafísicos del siglo XX y sus preguntas famosas: ¿Por qué hay algo y no más bien nada?  Todos los grandes poetas, de una u otra forma, han asumido estas preguntas con fascinación, prefieren no contestar y rodearlas con una idea parcial de la nada en correlación solidaria con el ser humano. (Es decir, es idea parcial de la nada porque la nada absoluta, según la concepción clásica, sólo es un “ente de razón” es decir, algo impensable. La idea parcial de la nada es completamente humana y subjetiva y es, por citar la frase del famoso argumento de Heidegger en Ser y tiempo, cuando el espíritu se encuentra: “flotando en el suspenso”, es decir, cuando te angustias). Por esto, el mensaje más profundo del poeta es: “Hay misterio y anda por ahí, y no solamente hay misterio sino hay lenguaje para llamarlo, para recorrerlo, para percibirlo, incluso para atraerlo.” Lo otro es la angustia filosófica: soledad pensante… los dioses se han ido, nos dice Martin Heidegger. ¿Entonces qué queda? La anomia, el olvido del ser de la Globalización para las muchedumbres sin futuro. Es claro, entonces, que la Filosofía y la Poesía eran y han sido la  búsqueda del comienzo, lo primigenio y, por supuesto, el fundamento racional e irracional que  precede a todo saber y que a todo saber posibilita: el lenguaje, el lenguaje que empleará la conciencia para aceptar su propia pérdida y en resumidas cuentas la muerte, de ahí que tantos poetas y pensadores hayan buscado “la salvación” en el budismo o cualesquiera otras prácticas alternativas como el sexo desaforado o abandonado el arte en nombre de la consigna política como le pasó a André Bretón.

Como es sabido, a partir del Tractatus de Wittgenstein, la filosofía analítica ha seguido dos posturas: una apoyada totalmente en Wittgenstein y otra con la lectura de ésta obra y una parte de la lógica de Bertrand Russell; el Tractatus, curiosamente está escrito  en fechas parecidas al Altazor de Huidobro en donde también hay una clara ruptura con el habla y el lenguaje que después intentó reconstruir Julio Cortázar en 1963 en su novela Rayuela, en ese famoso capítulo 68: pedazos de palabras junto con otros pedazos de palabras hacían el verdadero significado o, por lo menos, a ningún lector ni académico le pasaba inadvertido.

El misterio del nacimiento del lenguaje no se refiere a lo que el ser es en tanto ser, cosa sumamente abstracta y en la que no profundizaré, pero sospecho que se parece más a una enunciación poética (es decir, metafórica), sea del tipo que en su día haya sido. En verdad, el investigar los orígenes del lenguaje significa una horrorosa complejidad. La permanente situación de crisis en las Humanidades no puede deberse a otra cosa que no sea la crisis en la que vive la filosofía, en tanto que es un discurso con visión responsable sobre la totalidad de la realidad y por otro lado, las reiteraciones y el estancamiento en que se encuentra la poesía. Quizá la Poesía sea cada vez más una forma de comunicación ya demasiado cargada de historia… Pero a mi entender, poesía y filosofía engloban y perfilan con mayor amplitud de significación a lo inmanente en cada hombre, (lo “universal” de la condición humana), en tanto que es un ser simbólico inmerso en la comunidad de los semejantes, donde todos pueden y deben hacerse oír, pero a sabiendas de lo que significa sentir el peso de esta semejanza y asumir la diferencia, la pequeña diferencia, —como escribió el propio Savater— en que nos jugamos la vida. Poesía y filosofía: Inicio de eso que llamamos ciencias humanas y que es en estas dos ramas del saber desde donde intelectualmente entenderemos mejor el mundo, pero a estas alturas, un mundo lleno de rupturas de paradigmas en eso que llamamos “la Razón de ser de las Humanidades”. Ya sean razones antropológicas, psicoanalíticas, filosóficas, literarias o históricas. Quizá porque: “la entera verdad, como la entera razón, ya no son de este mundo”, como nos recuerda María Zambrano.

Ella misma definió a la realidad simplemente como “lo que me circunda y me resiste”. Octavio Paz escribió: “El espíritu es una invención del cuerpo/ el cuerpo una invención del mundo/ el mundo una invención del espíritu”. Más allá de nuestros gustos o disgustos con Paz y Zambrano, ahí está el conocimiento y el legado poético de la humanidad  y también el legado filosófico, y la tragedia es que no llega del todo y no llegará nunca hacia el todo.

Actualmente, en las universidades la creación poética se mira con recelo y para esto hay una razón, te dicen: “¿Para qué escribes poesía? Mejor forma tu grupo de rock”. Todos los ninguneadores de la poesía sospechan que la poesía puede ser todo lo que ellos quieran, menos algo muy manejable: al poeta se le puede alejar, se le puede vilipendiar, pero no manipular, es de los que saben… por principio el profesor universitario moderno, igual que el segundo filósofo realmente grande (Platón), adivina una semejanza entre absoluto=lenguaje=poesía, lo cual es parcialmente verdad, solo porque parcialmente hay verdaderos poetas. El profesor universitario no quiere ver alumnos poetas porque desde hace mucho tiempo se cree que los poetas somos el binomio dorado del siglo XIX: poetas=bohemios, o lo que es lo mismo: flojos y alcohólicos. Al profesor universitario se le abre de pronto el discurso poético y evidentemente esto causa terror, (¿acaso no sabíamos desde el principio del riesgo de ser poetas?) realmente como dijo Zambrano, la poesía es el infierno, el terreno de lo ilimitado, donde todo puede ser contrario a lo que se dijo en un primer disparo o todavía mejor: que el disparo dé donde debe dar: el corazón humano, ahí donde el ser humano se reconoce como algo más que herramienta, un servir para algo o alguien, ahí donde el ser  humano sabe que no se agota en categorías políticas, jurídicas o simplemente de un horario de trabajo, y esto no es que signifique tener mucha alma o ser sensiblero, sino simplemente tener capacidad de asombro ante la obra artística poética. En este asombrarse del público o del lector, coincidiríamos con Fernando Savater al decir que el arte, antes que nada, reclama nuestra atención. Nos saca de la vorágine del mundo para mirarnos un poco de reojo o confrontarnos a nosotros mismos, de ahí también le vienen a la poesía su rango de logos, su poiesis, (Aristóteles), o en términos freudianos, su eros y tanatos. El problema no radica en la no tan novísima idea de la desacralización de la poesía, —tal desacralización vendría desde el momento mismo en que las mayorías descreyeran de la poesía, lo cual, como es obvio, ha ocurrido siempre— ni en el hecho de que en la radio se oigan canciones juveniles de lo más triviales asumidas como: “la poesía para la juventud” (ni siquiera en que los jóvenes más snobs lo crean), sino en el hecho mismo de que hemos desatendido esa desacralización —a mi juicio, es un hecho patente  desde el movimiento estudiantil de 1968  por lo menos en México, inicio de la Postmodernidad mexicana— de la poesía y hemos seguido escribiéndola sin tomar eso en cuenta, sin tomar en cuenta la vulgaridad implícita y lo mangoneado de  la línea  creativa. Lo sucio que tiene ya el discurso y lo difamado que está. Si en México hasta el Presidente López Obrador está difamado, ¿cómo creen que es la situación de nuestra sagrada Poesía? Quizá sería mejor darnos a entender ante los consumidores de poesía con la misma poesía de nuestra tradición pero mezclándola y reciclándola al mismo tiempo con lenguaje elevado, académico, lenguaje de la calle, lenguaje que involucre la tecnología (¿Quién hoy no escribe sus poemas en una computadora o los manda por internet ante su editor?),  lenguaje corporal, lenguaje erótico, lenguaje bucólico y “natural”, lenguaje de tepis y lenguaje del inmigrante, del zapatista, lenguaje del “yo soy fresa”, del “soy chilango” “soy cool o soy punk”, etcétera y cantarle de esa manera, lo mismo a todo el ancho espectro de lo poético: digamos,  a la fotografía artística de vuelos casi sublimes de la española Cristina García Rodero o Tina Modotti, que  a la cerveza de lata, que por cierto, gracias al  pueblo San Juan Luvina, siempre le sabe “a meados de burro” a los escritores mexicanos. Ya ni modo… ya lo dije… pero es la verdad, lástima que su complejidad no tenga un sabor muy filosófico o poético.

Aquí otro parecido entre la Filosofía y la Poesía: toda poesía es crítica, emite un juicio sobre determinado evento o conducta. Es socrática también, ya que le apuesta a la mayéutica: a hacer que el alumno o el público descubran lo que ya estaba en ellos y permanecía dormido. ¿Por qué? Porque la filosofía griega y con ella toda la historia de la Filosofía, aunque no se nos contagie y se base en un estudio empeñoso, también es una capa del pensamiento humano, afortunadamente. La filosofía le dice al que quiere ir por su camino: “reconóceme, acuérdate que ya me conocías.” La Poesía no, o no tanto, al menos sin salir del lugar común: “En cada uno de nosotros existe el más hondo sentimiento”. La filosofía es un discurso en cuyo punto de partida se encauza su búsqueda, es decir, va a resolver o a tratar de resolver las preguntas de su estudio desde lo más general posible: ¿Qué es el arte? ¿Qué es la belleza? ¿Qué somos? ¿A dónde vamos y por qué? O: ¿cómo justificamos que vamos hacia allá o acá? El poeta en cambio, lo que no sabe es a dónde va a llegar, que territorio conquistará gracias al viento impetuoso de la poesía (no existen los “fabricantes” poéticos, es decir, no deben de tener estilo, se les debe de reconocer por la longitud de su veneno y de su vino). El filósofo lo que no sabe es a dónde ha llegado con su fidelidad a la inmanencia del concepto y del discurso que brota de la exploración ontológica (no existen los filósofos “salvajes”, a lo más que llegan es a filosofar afuera del templo). El filósofo es el que pretende haber conocido y aprehendido siempre; el poeta es el que perpetuamente quiere estar detrás de lo que la mayoría conoce o sospecha. Por ejemplo: sospechamos que existe persecución a los filósofos en la actualidad… Pero alguien como Enrique Dussel no nos lo va a decir… La tradición filosófica obliga a discrepar a los pensadores entre sí: ya Aristóteles al inicio de nuestra tradición intelectual cita a más de cincuenta autores y refuta las aporías de Aquiles y la tortuga, (los llamados pseudoproblemas filosóficos), pero a ninguno, ni actual como el italiano Evandro Agazzi ni canónicos como Schopenhauer o Spinoza, se les hubiera ocurrido nunca improvisar. La filosofía tal vez en lo profundo lo que mejor enseña es a convivir con la idea de la muerte y a no perderla de vista nunca, pero por eso mismo, la filosofía o el filósofo debe encarnar ante lo social una visión de conjunto necesariamente responsable; “escuela de la libertad”, como quedó de manifiesto en seminarios de Jaime Labastida hace dos o tres años (2015-2016). Algunos poetas ya han apuntado que la poesía puede verse como una exploración al infinito, pero que nace del hombre y a él debe volver, pero éste es un darse cuenta hasta después, después de “salir a revolcar la voz” como dice el mismo José Vicente Anaya. Mientras la poesía va perdiendo métrica y los sonetos y otras formas clásicas caen en desuso despojadas de esa magia que tal vez alguna vez tuvieron, la filosofía se encierra en las universidades y parece no tener ámbito de acción fuera de las aulas. La generalización es exagerada, pero es que poetas y filósofos deben serlo para no gritar verdades eternas en el desierto mar de la ignorancia generalizada. “Las cosas no son tan sencillas”, se dice el Bien al final del monólogo monterroseano: es decir, las Humanidades, en tanto que interpelan a la identidad y buscan generar valores como la solidaridad, la hospitalidad, el respeto a la dignidad propia y ajena, sólo son rentables por su permanente-contingente estado de crisis y, si no fuera así, ¿para qué  demonios íbamos a poder leer a Baudelaire, o a Kafka, o a Bioy Casares o a los filósofos socráticos o a los anti socráticos como si no fueran indiscutiblemente modernos o, mejor dicho: vigentes? La Filosofía y la Poesía son, pues, cimiento, base y sobre todo, invención profunda una, de la razón; razón que no puede sino ser compartida por todos; la otra, de lo no racional, especie de “sinrazón estética” especie de “logos loco”, que no puede sino ser disfrutada por todos. Aunque finalmente con ellas pasa igual que con la gastronomía: no todos los autores son los mejores chefs, los buenos restaurantes escasean, el fast food se generaliza y como la verdad para las tortillas ni alcanza… entonces guardemos provisiones y prevengamos a los más jóvenes a que se laven las manos antes y después de hacer poesía.


(1) Esta cita de Kierkegaard fue hecha por A. C. Danto ¿Qué es filosofía?, Alianza Editorial, Madrid, 1976, p. 12.

 

SOBRE LA EMBRIAGUEZ (UN DISCURSO), POR MARCOS GARCÍA CABALLERO

 

Buenas tardes:

Dentro de este coloquio dedicado al tratamiento de las sensaciones, las opciones ante la tarea de elaborar mi ponencia eran múltiples: pasamos toda la vida experimentando sensaciones y frecuentemente en las más cruciales no reparamos a reflexionar en qué estriba precisamente aquello que experimentamos. Cuando me bañaba hoy en la mañana traté de experimentar alguna sensación placentera y cuando me puse los zapatos otra igualmente inexplicable gracias a la rapidez de su ejecución: abrocharse los zapatos se parece mucho a la sensación de envolver un regalo a una persona a la cual deseamos mostrarle nuestro afecto. Por ejemplo, nunca he conocido a ninguna mujer que no le fascinen los regalos. Lo cual, por cierto, no quiere decir que mi pie desnudo sea un buen regalo, ¿pero que me dicen acerca de la sensación de caminar descalzo…? Sensación curiosa e inolvidable, pero de la cual no ha de tocarme hablar hoy. ¿O qué me dicen de la sensación de hablar por teléfono con una mujer que hubiera preferido que no marcáramos su número y nos habla a regañadientes? Antes de comenzar a escribir estas líneas tuve la mala suerte de experimentar esa sensación con una vieja amiga con la cual quería entrar en materia, pero como no hay nada agradable sobre lo cual extenderse cuando la otra suspira por que ya le cuelgue, prefiero que otros traten de describir aquella sensación inaguantable.

            Como voy a hablar de una de mis sensaciones favoritas, empezaré por explicar su título: "Empino ergo sum" no viene a ser más que una variante del dictamen cartesiano que en  México todo mundo sabe que significa: "pienso, luego soy", que si me permiten y no me cae un rayo para achicharrarme, diría que no es más que un ingenuo e ingenioso truquito para demostrarnos que en realidad somos alguien, que el "ser" al que se refieren los filósofos, indudablemente está presente incluso en quien se atreve a tergiversar un poco aquellas palabras históricas.

            Muy bien, Descartes pese a todo me convenció y no me parece aventurado jactarme de que, por lo menos, soy alguien, tal como consta en los archivos de todas las preparatorias donde me corrieron y de donde, por fortuna salí por patas. Otra fortuna, es la vía subversiva de la filosofía moderna o la llamada corriente de las “filosofías individualistas” (Arthur Schopenhauer, Nietzsche y los que los siguieron, como el español García Calvo, o los escritos de Georges Bataille, “la mayor cabeza pensante de toda Francia, le decía Martin Heidegger en los sesentas), que trató  de desentrañar en que estribaba ese ser del cual ya no cabía duda, pero había que ayudarlo para que no se fosilizara como entidad auto referente, es decir, no se transformara en cosa, en objeto; aunque había que verlo, paradójicamente, con mucha objetividad. Saltándome la mayoría de los argumentos contundentes haría un cruel esfuerzo sintetizador para decir que me parece válido el argumento de Nietzsche reforzado luego lúcidamente por Fernando Savater: el movimiento esencial del ser estriba en su querer, el querer quizá como apuntó Heidegger permanece oculto para el hombre; el querer profundo, pero indudablemente lo primero que quiere es ser queriendo ser y, como bien lo dijo el filósofo alemán querer ser no significa otra cosa que querer ser más, y es ahí donde entra mi propuesta "empino ergo sum" para demostrar que empinar, empinar la botella, es una forma cruel aunque no por eso menos placentera de querer ser más.

            La sensación que aquí voy a tratar de comentar del modo más sobrio posible y con la pluma fija en la botella, es la de estar borracho, estar borracho hasta las manitas. Aunque claro, primero habría que olvidarnos del superficial denominador social que empaña esta noble palabra. Para el común de la gente ser borracho no significa otra cosa que ser irresponsable, que socialmente y con razón, es la primera característica que buscamos en nuestros semejantes para establecer un eficaz compromiso de comercio entre todos, todos aquellos que por principio, no son borrachos y sí son responsables.

            A defender esta noble y alcohólica actitud es a la que pienso referirme y vayamos de una vez quitando paja: estar borracho no significa ponerse “pedo”, perderse en el alcohol y quedar desnudo ante los demás como bulto o peor aún, con el alma desatada que lo desatiende todo incluyendo la cortesía. Desde mi punto de vista, afortunadamente existe una diferencia crucial entre los dos movimientos, ya que el borracho es el que puede todavía irse caminando de la fiesta o del bar mientras que al que se puso pedo sin remedio hay que engancharle una cadena y jalarlo puesto que ha perdido la conciencia y además la voluntad de decir: "Todavía puedo caminar yo solo". Esta frase es la que los distingue, precisamente, puesto que el borracho, si en realidad lo es, se esfuerza por no perder el estilo y la congratulación amistosa con quienes lo rodean. Como quien dice, “el borracho no la arma de pedos”, aunque esté más mareado que un astronauta. Estar borracho es percibir como la realidad se va descuadrando, es percibir como la realidad pareciera ponerse a eyacular, cómo la realidad pierde la crueldad de su virginidad, cómo la realidad se diluye entre vasos y litros de vodka, ron, tequila, tabacos, música de jazz, ver cómo brillan los ojos por otras cervezas, el olor del alcohol y el sexo se levantan, se dan la bienvenida a la parranda a Baco y el eco de su gente… En el alcohol, se ve por qué Miles Davis y Charlie Parker y John Lee Hooker son descomunales, en alcohol toda preocupación es banal. Una buena noche de sexo siempre es alcohólica. Con tres botellas de vino rojo la realidad se va abismando irremediablemente en la sensualidad de su contexto y de su marco de referencia. El borracho no se embriaga de otra cosa más que de sí mismo: la plenitud de su querer, que es solamente querer ser más, se ve exitosamente cumplida en su propósito: me emborracho y luego soy, porque al emborracharme consigo ser más, incluso más de lo que suponía.

            Los verdaderos borrachos saben que las palabras no son suficientes para enfrentar violentamente a la realidad y resuelven el conflicto caduco de la separación; de la dualidad inverosímil entre cuerpo y alma entregándose por completo a lo que más les gusta, la sensación de bailar casi sobre el abismo pero con un hilito conductor que los mantiene unidos a la realidad. El borracho sabe significar y elucubrar sus diferentes visiones, sobre todo aquellos que nos gusta seguir con la misma sensación durante semanas enteras y visualizar la vida tan trivial como podría ser observar un conjunto de botes de basura arrastrados por una aplanadora y observar cómo la vida se va yendo a la misma chingada, pero con la gratificante de que sabemos pedir nuestro arsenal etílico con un sincero: buenas noches doña, -a la de la vinatería  clandestina- “por favor otras cuatro botellas de ron y un cartón de chelas pal físico, sí, sí… de esas Pacífico”. Pero, ojo: el borracho no se identifica con lo que se destruye ni con lo destructor sino con el sabor que implica tener un huracán en la cabeza y frente a los sobrios decimos cuando, después de la cruda, nos duele y sentenciamos, como nadie más podría decir: "El que adentro de la cabeza no tiene una idea que se la rompa, no merece tenerla; por supuesto, nos referimos a la cabeza".

            Que quieren que les diga, es la sensación en la que al mismo tiempo, se intersectan lo más crudo de mi estupidez y lo más coherente de mi lucidez. Las mejores y peores palabras que he dicho han sido siempre acompañadas de la embriaguez. Nunca será lo mismo un suspirante: “te amo, mi amor, no llegues tarde, besos.”  Que el incomparable grito del briago: “¡No te largues de la casa vieja, ya no lo vuelvo a hacer!” Tal vez se me pueda objetar que todo esto no es más que irracionalismo o peor aún: insistir en la bohemia para los escritores; siendo que realmente no hay peor enemigo para un escritor en estos tiempos que una idea preconcebida de la bohemia; o que la razón y su contraparte, el irracionalismo, no podrán nunca confundirse: yo los invito a que se emborrachen previamente documentados con el sabio argumento de Séneca, que sin que le temblara el pulso recomendaba: "No dudemos, de vez en cuando, en emborracharnos, no para ahogarnos en el vino sino para encontrar en él un poco de reposo: la embriaguez barre nuestras preocupaciones, nos agita profundamente y cura nuestra morosidad como cura ciertas enfermedades. No llamaron al inventor del vino Liberador porque suelte la lengua, sino porque libera nuestra alma de las preocupaciones que la avasallan, la sostiene, la vivifica y le devuelve el valor para todas sus empresas" (De tranquillitate animi).

            En este punto me gustaría hacer una distinción entre la embriaguez y la alucinación que provoca cualquier otro tipo de droga. Me parece que las demás drogas no logran los efectos de una buena borrachera puesto que la droga juega con los mecanismos de introspección y todo aquello que nos vuelve pasivos y contempladores de nuestra propia miseria ridiculizada por esas mierdas. (Además guácala: ¡Son puros retorcidos químicos incomparables al Ron procedente de la caña de azúcar!) El alcohol en cambio, cuando se prueba con la prudencia del buen borracho, no nos provoca sino el elemento liberador del que habló Séneca en la cita anterior: el borracho sabe que la realidad nunca cambia, sino que cambia él mismo, la embriaguez nunca es una vuelta al paraíso perdido, sino un espasmo de tranquilidad frente al caos de la realidad y me atrevería a decir que en la mayoría de los casos no sólo como espasmo sino como incitación a la actividad. Si no son muy productivos, los borrachos por lo menos son activos.

            Cuando estoy borracho me vislumbro a mí mismo y me experimento como intensidad, con seis vasos de vodka con jugo de naranja se puede descubrir ante mí la calidad irrepetible de mi ser, vuelvo a pensar de arriba abajo la complejidad y la pasión que tiene la vida, me siento tan contento que puedo escribir un poema en mi mente y después olvidarlo para siempre, puesto que lo que aparece no es más que lo más mío de mí, aquello sin lo cual no valdría la pena ni siquiera dar el próximo párrafo o el próximo paso.

            Si me mojé tanto a mí mismo en estas líneas lamento desilusionarlos: cualquier burla que me hagan solo incrementará mi egolatría y de esa borrachera sí que prefiero permanecer lejano.

            El gran escritor de ciencia ficción Robert Heinlein decía que un poeta que lee en público sus versos es porque de seguro tiene otros vicios aún más feos, lo que me hace recordar que en la última borrachera que tuve incurrí en ese vicio y recordé a una mujer que en su ponencia del día de ayer apuntó que le gustaba provocar o mover a otros a la creación poética. Pues bien, sin hacerle caso a aquél viejo gruñón de Heinlein y tan embriagado como quisiera estar hoy, voy a citarle aquel poema:

 

                        "Cadáver lleno de mundo he sido,

                        cadáver lleno de mundo moriré,

                        y esta noche frente a tu mirada

                        tras el filo de una navaja me inclinaré".

 

            Como la mayoría de las buenas sensaciones, la embriaguez requiere y se ve reforzada gracias a nuestro contacto social y es en ella donde solamente la podríamos disfrutar como vale la pena llevarla a cabo. De ahí el: “Estamos chupando tranquilos…”

            Como todo buen literato invita a algo, en mi caso, a falta de poderlos invitar a algo mejor, los invito a la embriaguez y a ver si se atreven a desmentirme luego, recordando, por supuesto, las sabias palabras de Séneca. Documéntense sobre el tema: hay que ser buenos catadores y buenos exploradores de bares.

            Como última aparición ególatra invito a un amigo novelista que además es un excelente borracho y flaneur, Iván Ríos Gascón, que en su primera novela Tu imagen en el viento (Aldus, 1996, porque después publicó en Editorial Praxis Luz Estéril en 2003, que también es un grueso fresco de la vida nocturna de la Ciudad de México que es una golosina para ebrios) hizo decir a un personaje que todo mundo llevaba su Freud bajo el brazo. Yo más bien creo que todo mundo debería llevar su Charles Baudelaire bajo el brazo, créanme, él hubiera suscrito la mayoría de las argumentaciones aquí dichas. Acuérdense de la máxima de Baudelaire: “¡Embriagaos, de poesía, de amor, de vino, pero embriagaos!” Sólo que el sí continuó con esta búsqueda y creo por la cual murió antes de los cincuenta años siendo simultáneamente inmortal en la literatura y un pobre miserable en la vida cotidiana, en cambio a mí, sólo me queda la cruda moral de declararme casi abstemio.

miércoles, 4 de diciembre de 2024

SOBRE EL EFECTISMO EN EL ARTE Y EN LA LITERATURA POR MARCOS GARCÍA CABALLERO O GASTÓN VEREDAS,.

 

SOBRE EL EFECTISMO EN EL ARTE Y EN LA LITERATURA

 

 

En tiempos relativamente recientes, movido acaso gracias a una pequeña sospecha que he querido convertir en reflexión, he seguido en diversos libros de ensayos, artículos de revistas y suplementos culturales, los comentarios en torno al efectismo en literatura y en general, en las artes. Como en todo, hay partidarios a favor y en contra del fenómeno (más exacto sería denominarlo recurso): los que están a favor del efectismo exponen sus razones, que en el mayor y mejor de los casos podríamos resumir de este modo: la literatura y las artes no deben darle la espalda a la diversión: el arte visto como entretenimiento para paladares exigentes y aún para los menos exigentes. Este es el punto de vista consumista y del mercado del arte, donde arte está en la misma casilla Mozart o George Steiner que Iron Maiden, el canal 5 o la abuelita de Batman.  Los que están en contra del efectismo son elitistas y comparan, es decir, colocan en segundo lugar las obras calificadas por ellos de efectistas y en un inmaculado y único pedestal las obras que merecen general aplauso de obras maestras, precisamente por no estar elaboradas (al menos en sus puntos cumbre) por el puñado de unos cuantos recursos; los puristas anti-efectismo tienden a ser culteranos, como pretendo demostrar en este abordaje a la cuestión.

            Los que defienden el mercado del arte, o sea, los a favor del efectismo, se basan en la relatividad del arte, y de la vida, en general: son aquellos que les gusta que el arte sea muy oneroso, demasiado oneroso. Todos ellos quisieran ganar por sus contribuciones artísticas lo que gana el millonario escultor baladí Jeff Koons y que a base de fuerza, presión y a cierta coerción argumentativa logran dar validez a sus puntos de vista. v.gr. su mensaje es: “El arte efectista debe de gustar a fuerza”. Considero que los segundos sostienen lo radicalmente opuesto, son aquellos a los que el arte y las letras en realidad los inspiran, los que se nutren y enriquecen con las obras de arte o literarias y ven en ellas un ejemplo a seguir. Es decir, es un punto de vista con categoría moral, basado en criterios éticos del arte o, por lo menos, de lo que debería ser el arte; es el punto de vista de la tradición en el arte. Los primeros son cerebrales, relativistas y muy competidores; los segundos, se acercan a lo que en la década de 1960 fue un debate muy importante iniciado por Jean-Paul Sartre: el debate del intelectual comprometido, activo, y definitivamente con un papel muy claro que jugar frente a la masa y contra y/o frente al Estado.

            A pesar del aparente antagonismo entre las dos posturas hasta aquí contrastadas (a favor/en contra del efectismo), me parece que ambas tienen un ancestro común que se halla en la segunda mitad del siglo XIX —curiosamente la época dorada para los poetas malditos, época en que la actitud del poeta tanto como la forma del poema estaban en juego— que evolucionó con las vanguardias artísticas del siglo XX —entre las que cuento: futurismo, creacionismo, cubismo, expresionismo, dadaísmo y surrealismo— que surgieron, entre otras cosas, del afán y necesidad de “un absoluto moral” —según Tristán Tzara comenta en particular del dadaísmo—, y obviamente, dichas vanguardias se alimentaron de una protesta al capitalismo salvaje y burgués y se resolvieron como un saludo al socialismo y al comunismo soviético; y terminaron decayendo, al igual que éstos, hacia mediados del siglo XX. Concretamente en 1968, inicio de la Postmodernidad a nivel global con la caída de la idea de La Revolución Madre abrazadora y La Revolución Padre rígido y, con ello, otra vez más, el fin del hombre nuevo, la utopía del superhombre, etcétera. Lipovestsky nos dio para eso La era del vacío.

            Es curioso el hecho de que la vanguardia que surgió de la posguerra en los cincuentas, fuera una literatura que bien estudiada, no se identifica con ninguna de las dos posturas antes mencionadas: los beatniks estadounidenses no se proclamaban ni cerebrales-relativistas ni éticos-del-deber-ser-del-arte: pero eso sí ¡Eran vitales y explosivos! Permanentemente desafiantes e inconformes ante el panorama mundial tras la guerra, estaban en contra de la sociedad puritana, de la moral chata establecida en los Estados Unidos, en contra de la demasiada intelectualización del alma del hombre por los métodos psicoanalíticos, etcétera. Curiosamente, entre los partidarios o anti partidarios de efectismo los beats no figuran ni a favor ni en contra… lo cual le da a la beat generation un rango auténticamente de vanguardia aunque se le haya querido negar por ciertos académicos; puesto que esto es una de las características de las vanguardias: romper con los cánones y los modelos tradicionales del quehacer artístico.

            Si me guío por los partidarios del efectismo, tendría que concluir que desde Crimen y castigo, Pedro Páramo hasta la cinta La guerra de las galaxias, son obras, efectivamente, efectistas. Si me guío por los que son sus detractores, Libertad bajo palabra, Trópico de cáncer o hasta 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick son obras que para nada son efectistas. Para mí las seis obras son fundamentales. Lo cierto es que el efectismo es espectacular, (aquí está y hay que aplaudirle) su poder radica en la inmediata seducción soporífera, ante él, el público o el lector se sienten inmediatamente atrapados, se hace oír a como dé lugar: en lo más profundo se trata de un grito, un  apantallamiento, pero de ese apantallamiento no surge propiamente un sentimiento de convicción a su favor, lo que provoca su sacudida puede ser terrible como el caso de Pedro Páramo: te deslizas fuera de la órbita del pensar y analizar —en el sentido Socrático del término pensar— la lectura y caes en el inconsciente colectivo, ¡De repente estás en el mundo fantasmal de la lectura y los muertos están vivos y los vivos muertos! ¿Y qué te sucede? Te lleva la chingada porque contra el inconsciente colectivo no hay quien pueda. Incluso los héroes históricos, cuando logran vencer esa fuerza por breves instantes de gloria y por la cual quedan inscritos en la posteridad, esa fuerza se les regresa y generalmente tienen muertes sublimes que los escritores o los dramaturgos llaman obra trágica; no es de mi interés polemizar sobre el lugar actual de la tragedia (George Steiner y Fernando Savater tienen escritos fundamentales al respecto), más bien me gustaría dar otro ejemplo de arte efectista: eres un chavalo y te vas a ver La Guerra de las Galaxias, esa superproducción Holywoodense: Naves espaciales, efectos especiales y, digamos, la escena clásica del segundo episodio (El imperio Contraataca): después de una serie de espadazos estilo samurái entre el protagonista (Luke) y el antagonista (Darth Vader), el protagonista está a punto de morir y caer al abismo, sólo puede salvarlo la mano de su enemigo (quien por cierto ya le cortó una mano a Luke), pero antes le ha confesado que es su padre y lo llama como un padre a un hijo a unirse al lado oscuro de la fuerza, algo así como la mafia de las galaxias donde hasta los indígenas del Perú irán a Wal-Mart y gastarán miles de dólares en su propia pantalla casera. Y claro, tu como espectador tienes empatía con el protagonista y al instante de la escena y la frase de Darth Vader, quedas literalmente apantallado. Eso hace el arte efectista: te congela tus sentimientos de convicción o de adherencia afectuosa ante la obra: te muestra el rostro de la muerte en otras palabras. Mientras que el arte no efectista se trata de un silencio a borbotones, una especie de larga meditación. Siguiendo con los ejemplos que he propuesto, por ejemplo, en Trópico de Cáncer abundan las descripciones sórdidas y melancólicas de las calles de París, los burdeles, las fiestas, las prostitutas, el sexo decadente pero supremamente pasional y todo el periplo de Henry Miller en el París de entreguerras. Henry Miller construye en esa obra (al igual que en Trópico de capricornio) un misticismo particular del sexo, las aventuras y la sordidez, que alguien ya ha llamado posmoderno ¡y antes de La Segunda Guerra Mundial! Otro ejemplo: 2001: Odisea del espacio de Stanley Kubrick, ¿No es toda la cinta una especie de compleja meditación sobre la existencia humana? Y del grito a la meditación transcurre la única etapa de nuestra vida que quisiéramos ver eternizada: la adolescencia. (No en balde los jóvenes, que sí mueven a la historia y la mueven mucho, se enojaron con Sartre cuando dio su conferencia en Praga en 1963 y los jóvenes de toda Europa voltearon los ojos a la beat generation donde lo que había era pura fiesta y rock and roll). En ésta etapa de nuestra vida, como dijo el poeta Paul Nizan, todo amenaza con destruirnos: el amor, el trabajo, los adultos, las ideas propias y ajenas, incluso las de los libros, (v. gr. ¿realmente le hará bien a un joven de 24 años que lee en el metro leer La Condición humana de André Marlaux?) y por supuesto, toda la mar de tentaciones y pestes que hay en esta Tierra. Por eso, por haberla superado, la adolescencia es nuestra más querida cicatriz, la queremos tanto porque fue el momento en que más nos sentimos intensamente vivos: ésta es la época de las grandes pasiones amorosas, de las pandillas y amistades míticas, de los grandes viajes y del aprendizaje de tratar de vencer el miedo a toda costa custodiados con nuestra auténtica sombra: ¿El padre? ¿La madre? No: la muerte, la que en esos momentos no sabemos que ya nos pertenece. El efectismo es el grito que descubre (y muestra) la muerte, el arte no efectista es el que, por medio de la introspección, la meditación, la conciencia menguada (v.gr. las oraciones místicas orientales como los conciertos del hindú Hariprasad Chaurasia o el góspel norteamericano) nos puede llegar a separar del vértigo de esa obligada amenaza. Coincido con Vargas Llosa: hace siglos Sor Juana o San Juan de la Cruz llegaban al Nirvana del mismo modo que en la actualidad lo hacen los jóvenes con el beat de la música electrónica. Arte efectista o arte sin efecto (recursos técnicos o fórmulas ya gastadas o nuevas) me suena muy parecido a tratar de entender o “analizar”  la diferencia entre fondo y forma, lo cual es falso por partida doble: en primer lugar porque, el fondo y la forma se mezclan en el artista y/o el escritor de manera tal que la forma y el fondo se convierten en lo que simplemente tiene en la cabeza como su modo de pensar; en segundo lugar, porque en términos reales el concepto que tenemos del ser humano se ha venido especulando desde los tiempos de la Grecia clásica y siempre, en permanente estado crítico: contingente: Se va  o no se va, ¿se irá? ¿Ya se fué? Claro, pero jamás se fue, sólo te despeinó el viento: han estado aquí esos conceptos desde hace dos mil años de trabajo intelectual. Es decir: están en la cabeza de todos, sean escritores o artistas o no lo sean, pervive aunque sea de forma solamente tangencial. Ésta es la razón de que las escuelas de Filosofía vuelvan, una y otra vez a Platón, porque, a pesar de todo, Platón sigue siendo significativo… Ahí donde el necio ve forma, otro necio dirá fondo. La verdad es que la forma es fondo y viceversa. Todos hemos meditado sobre nuestras actividades y todos tenemos, aunque sea en dosis graduadas, la experiencia de la muerte. ¿Cómo podría ser de otro modo? Pero claro, en los terrenos de la crítica literaria especializada y de arte en general, se tiende a segregar y vilipendiar por un grupo de especialistas al arte marcadamente efectista. (¿Será que la novela de Juan Rulfo es la excepción a la regla de cierta crítica porque dejan de pensar la obra?) Estos críticos serios o líderes de opinión, no son payasos mastodontes, sino simplemente han renunciado a recordar su adolescencia. Se les olvida, por ejemplo, que los cuentos de Emilio Salgari como Los tigres de la Malasia hace 50 años tenían en los niños el mismo efecto que actualmente las novelas “superficiales” de Harry Potter y todo ese tipo de literatura que trajo consigo: Me parece que si los jóvenes entre 15 y 25 años de hoy leen este tipo de libros, eso por sí mismo ya es extraordinario. Ni siquiera yo les exijo a los lectores de éstas líneas que sean expertos en la Escuela de Frankfurt ni mucho menos. Me parece que aquí se debe distinguir la diferencia entre culto y culterano. Según ciertos críticos, el frío razonar de Hegel o de Karl Jaspers son un florilegio artístico filosófico, mientras que la filosofía que propone Manu Chao o La Maldita Vecindad no sirven para nada. Se debe de distinguir entre culto, culterano, ignorante y gritón de estupideces, el que tiene criterio y buen gusto. Fatal error creer que el camino hacia la madurez debe empezar por La fenomenología del espíritu en vez de por Clandestino. Sin ese disco, millones de jóvenes de todo el mundo no hubiéramos entendido que el hermoso desgarramiento que provoca el arte debe ser efectista en su primer momento, para que ya en la madurez, la apreciación artística nos convoque para siempre: para entender que cuando todo ha fallado, aún queda el arte. Y el verdadero arte, el arte inconcluso y profundo, es inexplicable; es el arte que verdaderamente es una salutación amistosa con todas las demás cosas y creaciones humanas. Para ciertos especialistas, el público es irredimible y según esa lógica, el PRI el PAN y el PRD gobernarán este país por los siglos de los siglos, Televisa seguirá programando las películas del clásico cine mexicano hasta para los hijos de nuestros hijos, el arte radicalmente contestatario será folklore y en fin, el país no crecerá precisamente por no escuchar a sus jóvenes más que cuando los jóvenes son los acarreados de las nuevas esperanzas que sólo le cubren la máscara a la muerte, el cansancio de las políticas y la lasitud hipócrita; como si pedir trabajo fuera mentarle la madre al empleador, como si el arte fuera un hobby, como si la oficialidad de la cultura no necesitara a los que ahora producen cultura, es decir, desde la danza y el performance callejeros hasta los becarios del FONCA, esto tiene un nombre: diversidad. Como si Shakespeare hubiera tenido a un público más intelectualizado que Harry Potter. Shakespeare podrá incluso estar sobrevalorado, pero se las ingenió para dirigirse al gran público con mensajes profundos en el mejor sentido del término “profundo”, en su época, se podría decir, fue un autor de “culto” como ahora lo es Stanley Kubrick, Alejandro Jodorowsky o John Lennon. La crítica seria sobre un autor y su trayectoria debería aparentar ser literatura barata. (Subrayo la palabra aparentar en el sentido que lo es su antónimo: realidad).  Es decir, debería ser graciosa como resulta ser un espejismo: un ejercicio o visión que se desarme por sus propias reglas, como el ejercicio mismo de la creación y sobre todo porque ningún arte está pidiendo la autorización ni la aprobación de nadie. Ya nadie recuerda a los críticos de Stanley Kubrick, ya nadie recuerda al editor que no quiso publicar Trópico de cáncer, y menos se recuerda a los que denostaron la grandeza de Shakespeare. Mejores gritos, mejores meditaciones, especulación explícita, eso debemos esperar. ¿Nada más? Nada menos, pero, como dijo Jim Morrison: “¡Lo queremos ahora!”

SOBRE LA POESÍA Y SU CRÍTICA, POR MARCOS GARCÍA CABALLERO O ¡GASTÓN VEREDAS!

 

El pensamiento crítico y la poesía han estado coludidos desde siempre en la poesía moderna como compromiso vital con la existencia humana. Recordemos que George Steiner hace éste bello y colosal epígrafe de 1953 de un pensador francés en el texto La poesía del pensamiento: “Todo pensamiento empieza con un poema”.  Éste coludirse ha ocurrido, sobre todo en los casos en que poesía o poiesis se asume como creación en su más amplio sentido, cuando el poeta asume su condición de pequeño dios. Por ejemplo, en la historia de las letras francesas, Blaise Cendrars es el primer poeta moderno. Antes de Apollinaire, de los surrealistas, él inventó una poética liberada de los modelos tradicionales. Desde 1910 Cendrars había ido varias veces a París, y conocido a los amigos del “Bateau-Lavoir”, famoso conjunto de casas ubicado en Montmartre, donde vivían Max Jacob, André Salmon, Van Dongen, Pierre Reverdy, Pablo Picasso y acudían Gertrude Stein y Apollinaire. De ese sitio bohemio y fiestero nació el cubismo y Robert Goffin cuenta en su libro Entrer en poésie, que en la primavera de 1912, Blaise Cendrars leyó su manuscrito de La Prosa del Transiberiano y la pequeña Juana de Francia en el estudio de un pintor en presencia de Apollinaire y otros amigos. Apollinaire exclamó: “¡Es formidable! En comparación ¿qué puede valer el libro que estoy preparando?”

Apollinaire preparaba nada menos que Alcoholes, y sus poesías todavía obedecían a la clásica métrica francesa. Tuvo que ser la fuerza de la gran voz y lectura de Henry Miller (cuyas complicaciones contradictorias de su vida lo asemeja a  Blaise Cendrars) quien era su amigo, el que lo define subrayando una frase de él mismo:

“Cada día me doy más cuenta de que siempre he practicado la vida contemplativa. Soy una especie de brahmán a contrapelo, que se contempla en la agitación.” (Une nuit dans la  forét.).

En mi caso particular, en el contexto literario mexicano al que pertenezco, no me conformo con asumirme "como escritor": vaya término vago y de noción abrumadoramente dieciochesca y pretenciosa; menos aún "literato", que trae connotaciones peyorativas hasta cuando no las pretende. Como cuando me presento ante alguien y digo que soy “escritor” y filósofo la gente se queda pasmada, tengo que aclarar inmediatamente para que no quieran llevarme de gira en el zoológico, que ni salgo en televisión pero que algunos periodistas sí me roban mis ideas (Además de otros escritores malcriados que su choya no les da para más).  Creo que los verdaderos, los altos literatos contemporáneos no se odian ni tendrían por qué hacerlo. (No creo que Rodrigo Fresán odie mucho a Haruki Murakami o viceversa o que Rosa Montero envidie seriamente a Poniatowska) Y esto porque es entre los escritores en vías de santificación los que sí se carcomen los unos a otros como verduleras y literalmente escribir ya no pareciera representar ningún valor, (a no ser más que un pseudo psicoanálisis, que es lo más ínfimo, pero quizá es lo que inconscientemente buscan algunos lectores en los libros literarios…). Creo que la verdadera competencia es con uno mismo. O con uno mismo y Cervantes. O Shakespeare, o Solienytzin. Por donde se le vea, es el oficio más ingrato de todos y si uno escribe por dinero y como negociante, uno tiene qué haber nacido con una cuchara de plata debajo de la lengua. Finalmente, al igual que al principio, cada quien está solo en su apariencia de apartado y resistiendo. Cuando el odio oscuro entre los que consignan palabras se disuelva, será porque la envidia que produce leerte o leerme o Laertes ya no sucederá por cosas tan míseras  como haber elaborado un párrafo memorable y genial, un premio o gozar del endiosamiento falso (es decir en realidad efímero) de la fama que proviene de la falta de identidad del lector y de intrincados malentendidos (como Borges sostenía, y además porque quizá toda gran obra nace entre malentendidos y eso mismo la vuelve inmortal o papel desperdiciado). Entonces, hay que ser lo suficientemente talentoso para hacerse de una cabaña modesta con diez o treinta libros en algún lugar del Caribe, una o varias musas  y mandar las colaboraciones a los medios por vía Internet o  I-Phone, sin sorberse el coco, sino más bien disfrutando piñas coladas y olvidarse de los talleres literarios que generan tanta impotencia creativa (en realidad ya debería ser tiempo de que olvidáramos esos desolladeros) que se cae en el error de creer estar ciertamente en algún sitio paradisíaco del Caribe, cuando en realidad, uno está repitiéndole a los amigos la misma y singularísima anécdota chistosa que gracias a la borrachera, hace que mágicamente uno esté en el Caribe y alrededor crezca la jungla, cuando en realidad, se está nerviosamente en la esquina de la fiesta de la casa clase mediera  con los mismos cuates de siempre  y las chavas ingratas que nunca te pelan pero quieren que  les dediques poemas muy sentidos e interminables…

Por ahora, yo prefiero denominarme como portador de un plus que debe ametrallar y dibujar la realidad con la palabra, ya que como decía Julio Cortázar, nombrar es apresar. Para cualquier buen creador, apresar la realidad sería decirla y describirla pero por otros medios… medios llenos de lenguaje cargado de significado. Dibujar en este sentido ha de ser como inventar un coto de psicología de ficción propia a la hora de avanzar en la mata de la página que ya dejó de ser blanca. Julio Cortázar, en uno de sus magníficos ensayos sostenía ya lo invisible de diferenciar “gran conocimiento” a verbo. De ahí en adelante es de donde me surge la pasión por el hecho escritural. No pues ya estás mi querido Jazzmen, porque también renegué de la carrera de músico. Todas las denominaciones y significados que decodifican un escrito no me interesan demasiado. Roland Barthes tiene su perfección y ya la citaré en este libro, pero perfección por perfección, es mejor la de Dostoyevski, la de Milan Kundera o la de Ezra Pound, del cual asumo para mí, la mejor afirmación que dijo antes de su etapa fascista: “no hagas caso de la crítica de quienes nunca hayan escrito una obra notable”. (Ezra Pound. El arte de la poesía, p. 9) o usando jerga actualizada podríamos decir: “contundente o vigorosa”. Obviamente lo que me interesa es el ángulo, la abertura de la lente. Y hay veces, ciertas veces... que el ángulo de visión abarca justamente lo que dice la letra que se origina de lo que llamamos inspiración. Y de estar inspirado a ser inmortal en estos tiempos, prefiero lo primero, tanto en las reglas de la vida como las de la escritura. Digamos que cuando el texto poético adquiere el peso suficiente para corresponder con lo que se trata de enunciar, estamos de hecho frente a una obra y no una ceremonia literaria, como con razón Octavio Paz llamaba "creadores de artefactos artísticos" a los creadores de obra sin sustancia: “Cuando un poeta adquiere un estilo, una manera, deja de ser poeta y se convierte en constructor de artefactos literarios.” (O. Paz, en El arco y la lira, p. 17).  ¿Cuándo estamos de verdad frente a una obra poética y no ante un producto ceremonial de un tipo que se puso corbata y camisa de seda para escribir, y lo que es peor: convencido del lugar común que reza: “¿El estilo es el hombre”? Nunca lo sabremos sino llevándolo al vidrioso tema de la crítica. El crítico armado que lanza su discurso sobre una obra poética, ¿qué tan legítimo puede ser? ¿Con qué tipo de armas cuenta para preferir un poemario que otro?

 

Nos preguntamos esto ya que frente a una novela hay géneros, modos de narrar que hasta cierto punto pueden llamarse estereotipos o prefiguraciones: llegó la camisa antes que el portador, es decir, llegó el modo —o en este caso diríamos más exactamente: la forma del texto en lugar de lo formal de un tratamiento— antes que la materia prima de trabajo. En esos casos es fácil juzgar la obra calificándola de pobre y de plana. Existen esas mismas armas para el crítico de novela histórica: juzgando y juzgando se puede llegar a la conclusión de que una obra puede ser "muy buena", “digerible” o “pésima” en la medida que pruebe tener los alcances y la capacidad de erudición de cierto escritor o escritora. Y en la biografía pasa igual: es un género delicado porque tiene qué mantenerse tocando aspectos de la vida privada en la medida en que ésta se vuelve pública y vuelve a su persona todo un personaje: requiere erudición, sin duda. Es cierto que el panorama antes dibujado existe en cierta forma, pero ¿cómo hacer crítica de la poesía sin menospreciarla o peor: destriparla? La poesía, según un acertado escrito inédito de Óscar de la Borbolla, nos coloca delante de lo otro, es decir, de lo innombrable, de ese otro mundo de riquezas y miserias, de odio y tenacidad, de ternura y de crueldad donde nos movemos los humanos, es decir, el mundo del alma, donde todo es turbio y donde todo puede ser lo contrario a lo que se dijo en un primer disparo, el mundo de una interioridad  que va como río revuelto, y que por lo visto, no ocupa a la mayoría de mis semejantes, pues no alcanzan a darle una dimensión o una estatura a su vida espiritual frente a las atracciones y el desasosiego del mundo exterior. Toda esa “muchedumbre de solitarios”, como le llamaba Octavio Paz, no han salido de la psicología folck y su alienación de teléfonos celulares “inteligentes” precisamente porque no leen. Les falta el juicio y el criterio que otorga la diosa lectura.

"¡Poetas! ¡Despierten a los aletargados!" exclamaba Hölderlin. Retomando el hilo de este ensayo   volvemos a la pregunta y tratamos de plantearla de forma más significativa: ¿desde dónde colocarse para ejercer la crítica de la poesía tratando de ir más allá del simple gusto personal? Es aquí donde los parámetros fallan o se vuelven sospechosos. El poema es una totalidad que prefiere identificarse con el término creación que con el término literatura... Ya que ningún poeta se atrevería a decir que la poesía es sólo un grupo de palabras consignadas en un papel. Todo verdadero poeta sabe que la poesía es manifiesta y que brilla en muchos aspectos de la vida humana: una puesta de sol, un padre jugando con su hijo, una pareja de enamorados, la noche estrellada. Aunque lo poético está íntimamente relacionado entre el texto y el momento de la lectura. Pero sucede que cualquiera para ser poeta debe comprometerse con causas sociales que defiendan y no permitan trastocar lo que él considera elementos poéticos: con la vida humana y la calidad de la vida humana en última instancia. Al poeta atribuyo soledad y solidaridad con la soledad ajena, atribuyo genio y locura e incluso diría que ese genio y esa locura es el resultado de la obra que debe mostrar el poeta a los demás hombres, en un sentido social. Y sostengo que la poesía se emparenta más con el término creación que con el de literatura principalmente por dos aspectos: toda obra poética sustanciosa se basa en unas  leyes, a menudo marcadas por los predecesores, pero antes que subrayarlas las niega, no se conforma con encasillarse dentro de una corriente u otra: se asienta en el mundo de las letras proclamando llamarse única e irreductible, genuina e incomparable y sólo así podemos juzgar a La tierra baldía, Los hombres del alba, Muerte sin fin o a Piedra de sol. El segundo es porque en el momento de la confección el poeta tropieza a menudo con un silencio —o con una palabra— que entorpece el discurso de su obra y lo resuelve por medio de la inspiración, tema de textura nebulosa del que Octavio Paz en El Arco y la lira ya se ha ocupado lo bastante bien como para querer superarlo.

Bien podríamos decir que en la medida que esa totalidad creativa del poema destile significado, hasta tal punto que olvidemos que se trata de palabras en un papel y lo asumamos como una verdad tangible que se desprende del instante de la lectura y lo carguemos de cierta sustancia intemporal (que es el verdadero tiempo de la poesía; donde se juega el todo por el todo, donde no hay nada que decir y todo por decirse), es que estamos frente a una obra "contundente o vigorosa". Nuestro poeta puede ser joven como Rimbaud y no haber tocado siquiera una pluma antes de escribir su obra y sin embargo la obra de Rimbaud es considerada como la de uno de los poetas más grandes de Francia y que retoma con notable vigor el espíritu del romanticismo, pero no nos vayamos por el carrilito fácil de lo que la crítica llama "romanticismo". El romanticismo siempre está presente, ya es una capa de la mente, como dirían los antropólogos. (¿Después de la capa del psicoanálisis freudiano habrá la capa del estructuralismo o la filosofía analítica?) Llamo romanticismo a una postura frente a la vida que se caracteriza por la negación de dogmas —sociales o literarios— la protesta, el escándalo como una forma de llamado de conciencia, la exaltación del júbilo juvenil y la idealización de ciertos tipos de conducta frente a otros que son tachados de conformistas y de peores vicios con los cuales el mundo se ha encargado de hacernos partícipes de la famosa frase de Jean-Paul Sartre: "El infierno son los demás". (De su obra de teatro: A puerta Cerrada) Y en la ciudad de México, mi ciudad natal, esta afirmación diría que peca de obviedad. Cosificar y ser cosificado por veinte millones de ciudadanos no es cosa fácil de tragar en el tránsito de las semanas y de los días de la cotidianidad en ésta ciudad donde el mayor lujo es el contraste.

            Afirmar que las obras poéticas son buenas o malas, en este país, equivale a preguntar qué es lo que hacen sus autores, gracias a la estructura del aparato cultural vigente hoy en día. ¿Su autor es funcionario de la cultura, es becario, es profesor de seminarios o escribe en Letras Libres? O ¿acaso es un bienintencionado que desea escupirle al mundo su propio mundo de palabras? Los poetas de la primera característica, en su mayoría, tienen el gozo de ser escuchados y no ninguneados como los de la segunda; cobran buen dinero, son admirados y hasta son, en algunos casos, aclamados como estrellas de rock como le ocurrió a Jaime Sabines en la UNAM, donde Los amorosos fue ovacionado como si fuera una canción de Café Tacuba (“Los amorosos juegan a coger el agua”, decía en su silla de ruedas el viejo Sabines, y parecía que en realidad decía: “yo declaro como deben de amarse las parejas: sólo como dice mi poema”. Y los gritos de la multitud femenina parecían decir: “Sí, que me ame Sabines para que yo también coja (y coja) el agua y me vaya cantando la hermosa vida”. Recordemos mejor la vitalidad de su entrada a la sala Netzahualcóyotl esa primavera de 1997 o 1998: la multitud expectante aguarda en la oscuridad, Sabines aparece y sólo una luz cenital ilumina su libro, en ese momento, con voz firme, el poeta protesta: “Quiero que se prendan todas las luces, no me gusta leer para sombras”. Se hace la luz y el público se desborda en aplausos. Si entran en la segunda característica, mucho me temo que sean poetas regulares que publican en revistas cristianas, es decir, que salen cada que dios quiere y eso en el mejor de los casos, porque bien podrían ser desconocidos que mejor deberían dedicarse a lo suyo, es decir, a vivir bien y a ganar buen dinero porque a decir verdad la poesía, se sabe desde hace siglos, no es oficio rentable. No es agradable que muchos de los grandes profesores de literatura y poetas opinen así. Alejandro Aura, el excelente poeta hijo del Cuervo que antes de morir mantuvo una bitácora en internet como cualquiera de nosotros, cuando llevaba las riendas de la política cultural de la Ciudad de México, dijo que sólo en la Ciudad de México existían alrededor de tres millones de poetas, frase que por sí misma hace sentir vértigo y desconcierto por las pocas ventas de poesía en las librerías. A pesar de la evidente rivalidad mundo contra poesía, tal parece que toda la gente secretamente atenta contra el mundo haciendo versitos, desde el Facebook hasta gente como acción poética que pintarrajean con frases poéticas espontáneas buena parte de las ciudades del país. Así nos vamos acercando al panorama de la crítica de la poesía en México y, descubrimos también que muchos de los buenos poetas (no nos queda más remedio que decirles así, porque se lo han ganado a base del empeño) son los que critican la obra de los otros poetas y ellos los que dictaminan si la obra vale la pena leerse para un público no creador, que en el caso de las letras, equivale a decir que ese público ha desaparecido casi completamente a excepción del público que de vez en cuando se revienta una novelita rosa de moda. O por otra parte el público femenino, que no es un secreto que mucho de la mejor poesía mexicana está actualmente escrita por mujeres. Coral Bracho, Maricruz Patiño, Leticia Luna, Angélica Santa Olaya y Tedi López Mills son ejemplos.

            Un hecho que deberían tener muy presente los críticos de poesía es que la creación poética es en sí misma una crítica de la sociedad y de la vida. Casi todo poeta en su tiempo y en su momento criticó mediante sus versos lo terrible de la realidad que le tocó vivir (por ejemplo ahora, algunas mujeres poetas hablan de los asesinatos de género en Ciudad Juárez y otras partes del país o incluso del caso Iguala-Ayotzinapa). Todo poeta es un crítico, un inconforme, un iconoclasta que cierra el puño sobre la mediocridad del mundo y luego lo abre para mostrar un afluente subterráneo de diamantes, un cielo color de mandarina, un cuchillo que saca seis filos donde el filo es la esperanza y la alegría de la humanidad entera.

La primera publicación de Poeta en Nueva York de Federico García Lorca, por ejemplo, contenía un poema cuyo título, Vuelta de paseo, no puede ser más esclarecedor. Incluso en una de las últimas y más completas versiones de este poemario preparado por María Clementa Millán, [editorial Cátedra, 1998; antes de que se encontrara el manuscrito original de la obra, que ya dio García Lorca para hablar de nuevo] incluye las fotos que el autor deseaba que tuviera el poemario desde el inicio. En dicho poema, en su primera estrofa, hablando de una soledad devastadora el poeta dice: "Asesinado por el cielo" Y la foto que contemplamos es la Estatua de la Libertad. No puede haber coincidencia en este conjunto de significados foto-poema. Podríamos decir que el poeta se burla de lo que la sociedad llama libertad para edificarle una estatua y que aunque podría considerarla bella, se siente asesinado, asfixiado, ejecutado por el cielo. Es decir, por todos y por nadie. O por su propia extravagancia, tal vez. Poeta en Nueva York, como es sabido es, aparte de obra críptica, una descarga de energía bastante considerable.

 

            Platicando sobre la situación de la crítica de poesía en México con el poeta y promotor cultural Sergio Vicario, me comentó que los jóvenes creadores, que aspiran a becas del FONCA por proyectos poéticos, presentan alrededor de unas   setenta o noventa solicitudes, de las cuales se otorgan únicamente diez o nueve. ¿Cuáles son los parámetros para juzgar la calidad de las obras presentadas como curriculum? Gerardo de la Torre me contesta simplemente que hay gente especializada en  eso, pero esta respuesta no me parece demasiado convincente: con  esto no quiero caer en suspicacias y tampoco  es porque dude del tino en el juzgar de los jurados, (yo mismo he sido jurado en un premio literario y esa ocasión ganó un chavo desconocido pero de alta calidad) sólo creo que éste debería ser un proceso más completo, casi como un examen profesional, que debería incluir preguntas y respuestas en entrevista individual, tal vez para profundizar en el hecho de si el poeta tiene una búsqueda genuina o si sólo es un caza becas, como suele decirse en el medio.

A pesar de que en una ocasión gané un premio de poesía dedicado a Efraín Huerta, no me asumo como "experto" o "profesional" del tema ni mucho menos. Los expertos en poesía son los hombres y mujeres que, después de la jornada de trabajo, leen un poema y dicen: “está bueno, me gustó o está chingón” y dos semanas después leen otro sin buscar subtextos, contradicciones complejas del pensamiento del poeta, ni nada. El verdadero lector de poesía la asume como un juego muy serio, igual que el fanático al fútbol. Lenguaje muy distinto al del crítico que dice: “ésta es una poesía desbordante de anáforas, metáforas, prolepsis y analepsis que decantan un espíritu libre, un auténtico representante de la tradición de x país o corriente poética” La poesía, como todo el arte, debe tener su corte de invitadores a degustarla; pero la mejor crítica, la más auténtica, a mi parecer, no es la que la decodifica en un laberinto de lenguaje especializado y solamente académico, porque así no avanzamos: la crítica debe reinventar el texto poético, es decir, debe de seguir poetizando pero por otros medios la misma escritura para que el binomio crítica y poesía prosiga y no nos quedemos con las grandes definiciones de autores y críticos canónicos de tal o cual momento histórico; la poesía y la crítica de la poesía si se entiende bien, debe ser en su más alto nivel crítica que critica a la crítica, y esto porque la poesía no sería maravillosa sino expresase una calidad, en el decir, desde el discurrir tipo “poema de largo aliento” o tipo “poemario con unidad temática” y por tal motivo las declaraciones de José Emilio Pacheco: “Un rasgo común entre un joven europeo que ataca con bombas incendiarias un campamento de refugiados y el muchacho que asalta y viola en los microbuses de esta cada vez más áspera ciudad [es que] son incapaces de ponerse en el lugar de los demás [porque sin] la oportunidad de leer, su imaginación y su sensibilidad quedaron muertas”. Palabras dichas al recibir el Premio Octavio Paz de poesía y ensayo 2003,  resultan mucho más significativas, teóricas y revolucionarias, a pesar de que fueron dichas bajo la presión de la vergüenza de justificar el acto poético ante la elite cultural y política (como si Pacheco tuviera que “justificar” a la poesía) que, por ejemplo, leer los poemas griegos tan mal traducidos y aburridos en la versión de García Bacca, ayudado en tan descomunal y embarazosa tarea por nuestro mayor erudito y prosista: Alfonso Reyes, genial ensayista, pero sin tanta emoción poética como Pacheco.

Pacheco nos da una pista: la poesía debe de ponerse en el lugar del otro, su discurso de aceptación del premio es soberbio, ahora nos toca a nosotros la pregunta: ¿Cómo hacer poesía que se ponga en el lugar del otro? Ojo: no es una línea lo que tira Pacheco, sabe que la poesía debe continuar y habla con esa autoridad después de 40 años de trabajo. Por principio de cuentas, el “yo” poético desbordante de frondosas auto referencias simbólicas que a veces usamos los poetas para reivindicar que tenemos corazón de trueno, deben ya olvidarse. Es más arriesgado entonces, imaginar lo que pasa por la mente de uno de los personajes que menciona Pacheco que perdieron la dimensión de colocarse en el lugar del otro. Es decir, llegar a la otredad de quienes olvidaron al otro. O en otras palabras, la otredad de los ignorantes y los necios y los cabrones, porque indudablemente son un gran aspecto de la vida contemporánea.  Poesía para albañiles, guaruras y para presidentes: Poesía para raspar oídos, no para seducirlos. Poesía-insecticida, poemas mata-ratas, no poesía-para-estatuas. Poesía que hable de cumbias y de la ke buena de los microbuses, poesía para hacer apologías o parodias de los narcocorridos; poesía para evitar que truenen las bombas en Belfast, en Chiapas, en Corea, en Irak o donde sea, descubrir al que nunca se ha asomado a un poema, no al que se siente pletórico y sofisticado por la poesía, es lo que infiero yo de las palabras de Pacheco. Mirar por medio de la palabra, los ojos del violador y el asesino y preguntarle: ¿qué es para ti lo imposible? ¿qué significa para ti una calle, tal vez amargura, llanto en la memoria o la razón de una venganza? Algo así.

De este desasosiego y este reto, me rescata también una entrevista radiofónica al finado maestro Rafael Ramírez Heredia que comentaba que cuando él era joven todo parecía ser literatura: un taxi que atropella a una señora, la vecina bañándose en la azotea, unos policías sacando mordida a un automovilista, una manifestación de protesta, etc. Pero conforme pasan los años uno descubre que en realidad no todo puede ser literatura tan fácilmente y se afina el oído, la visión y el gusto. Pero aún así, si llegara la hora de juzgar cuáles poemas son mejores, los de Estrella del Valle (Bajo la luna de Aholiba, 1998) o los del propio Sergio Vicario (Barítono de luz, 2000), ambos poetas jóvenes editados por Tierra Adentro, ¿quién se atrevería a decir cuál poeta es mejor? Mucho me temo que los críticos de poesía de Los Jóvenes Creadores del FONCA entronizan las palabras de Paz y juzgan mejor o peor una obra de acuerdo con su alejamiento de una ceremonia literaria, y esto en el mejor de los casos.

            Hablando de los nexos de la poesía con otras ramas del quehacer humano, algún pensador dijo que "la religión es la poesía de la humanidad". No comparto esta idea. La religión se diferencia de la poesía, en primer lugar, por la forma en que podemos manejarlas. Independientemente de que las religiones asumen valores que todos compartimos desde ópticas diversas, la religión o las religiones, se presentan como un discurso que no admite cuestionamiento alguno, son rígidas y dogmáticas, no dan explicación alguna del porqué las cosas deben ser como ellas las proponen y lo primero que piden es sometimiento a esas supuestas tablas de la ley. Comparada con la religión, que lo que pretende es dar consuelo a la psique y a la vida consciente con la oración, la poesía es exaltación de la individualidad y descarga psíquica en quien la lee y la escribe, pues expresa la voluntad individual de la mirada, el gusto, la forma y la conducta. La poesía sólo pide ser escuchada, por eso es que para lograrlo se necesita comunión y soledad para compartir su lectura. La religión dice donde acaban las cosas, la poesía dice donde comienzan. La filosofía busca el porqué de la realidad, la buena filosofía, como decía Marx “quiere hacerse mundo”, mientras que a la poesía le ocupa enamorarse y embriagarse de los secretos y los misterios de la realidad y del mundo. “La poesía es la Lolita de las Bellas Artes”; pensando en Nabokov: es sucia, inocente, loca y nos lleva al infierno. La ciencia busca las causas últimas de lo existente, se sujeta a la razón y a la lógica. La poesía dice —y defiende— que la razón y la lógica no agotan las posibilidades del hombre. En dado caso, me gusta más pensar a la poesía como ligada a lo sagrado, entendiendo por lo sagrado como la búsqueda y reencuentro con lo más hondo de nuestra condición humana y que nos hace descubrir que no sabemos todavía cuáles pueden ser sus límites. (“Nadie sabe de lo que es capaz un cuerpo”). La poesía es lo ilimitado, su moral es la del derroche. La poesía es la imagen, sí, pero también es la verdad. ¿Es la verdad? Sí, pero volcada en jeroglíficos que no todos entienden y comparten. Es lo arrancado y lo que permanece. Es la constatación de la alegría, de la tristeza, de la camaradería, de la serenidad del espíritu y también de su irreverencia. Está desligada del tiempo, pues está emparentada con lo eterno y lo instantáneo. Es infernal, por supuesto, en el mismo grado que lo es esta vida. Siempre ha sido así, la pesada cola de la Historia de la Poesía nos indica que para evitar que se reparta el pan entre la guerra, nosotros debemos escribirla para avisar, como dijo un laureado poeta en Zacatecas. Pedro Jota Arbeláez, ese fue.